La música del Savoy
Recuerdo los buenos tiempos del Savoy, cuando en el local de Ernie Loquasto se reunía lo mejorcito de cada casa. El viejo Al lo definió mejor que nadie cuando dijo que el Savoy era un poco de luz a oscuras; un sucio resplandor bajo el que desfilaban tipos para quienes la muerte no es más que una mala postura con la que perder el tiempo.
Ya va para siete años que el viejo Al pilló mala postura. Como cada año, hoy toca volver a recordarlo, al fondo de la barra, dibujando esqueletos con el humo de su cigarrillo mientras escribía con una barra de carmín sobre un papel en llamas. “Me hago la manicura en el estanco”, me confesó una de las veces que entre en el Savoy y lo encontré más animado que de costumbre, departiendo con una corista de peluca rubia acerca de la carnalidad del postizo. El viejo Al siempre decía que, para una mujer del Savoy, todo tiene arreglo cambiando de peinado.
Porque la seducción necesita frases que acorten el camino; frases que hacen posibles los sueños que no se encuentran en las almohadas. Trataba a las coristas del Savoy con una rara mezcla de ternura e indiferencia, pues el viejo Al conocía el proceso químico que hace que una mujer pierda la cabeza por un hombre. Nunca desveló su fórmula científica. Se la llevaría a la tumba. Pero sé, a ciencia cierta, que las metáforas son como átomos que se desplazan en el aire cargado de humo, y que el jazz ayuda mucho.
No funcionan igual el trap, el reggaeton y todos esos ruidos de moda que se cantan con el ritmo de los boletines de noticias, jaleos que inhiben más que liberan, aunque a simple vista parezca lo contrario. Nada que ver con los tiempos gloriosos del Savoy, cuando la batería de Gene Krupa marcaba el ritmo del amor de la misma manera que lo marca el crujido de la cama al compás de los cuerpos. Luego estaba el saxo de Lester Young que lo tocaba con el esófago de un ángel caído, dando a su soplido el calor necesario para que el sudor de las ingles se mezclase con las sombras mientras Sinatra eyaculaba con su voz en cada fraseo.
Le he dado muchas vueltas a la cabeza, y el fracaso de un local como Calle 54 en Madrid, se debió a la falta de densidad emocional que había en sus conciertos. Aunque contratasen a los mejores artistas, no era un local de jazz como lo era el Savoy, donde la música siempre quedaba de fondo y sobre ella se escuchaban las risas de Chester Newman, los besos sonoros de las coristas o los grititos nerviosos de Katharine Schkraton cuando Sinatra cantaba con la voz en modo vibrador. Pero los que idearon Calle 54 no lo entendieron; a lo más que llegaron fue a montar un club donde Felipe y Letizia se hacían ojitos mientras aliñaban la ensalada con un hisopo.
Nada que ver con el Savoy, donde una vez que estaba Oscar Peterson al piano se escucharon cuatro disparos, y Peterson, creyendo que se trataba de uno de los alardes de Krupa, siguió tocando como si tal cosa. Fue entonces, cuando el viejo Al se levantó de su silla y, sorteando cadáveres, se subió al escenario.
Agarrando el micrófono, dijo aquellas palabras que siempre quedarán en nuestro imaginario: “Nada serio. Un mal descorche de champán, eso es todo”.
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