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RUIDO Y SILENCIO

El rock, la droga y sus fantasmas

Julián Infante en una fotografía de archivo

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Era un buen tipo que mantenía una liturgia secreta con la heroína. Gastaba gafas de sol y caminaba a oscuras, entre las sombras, repartiendo el peso de su soledad por las calles del centro; una deriva que siempre terminaba en el mismo sitio, frente a la penúltima copa, junto a fantasmas que no se dejaban vencer. En una de esas lo conocí. Se llamaba Julián Infante y alimentaba su imagen de la misma manera que otros alimentan su desencanto, como una pose que acaba echando raíces en lo más profundo. Creyó ser su propio retrato robot y eso es algo que siempre trae consecuencias. 

El fin de siglo dejó como rastro una montonera de cadáveres y el suyo fue uno más, uno de tantos de aquellos muchachos inocentes que se colgaron una guitarra para imitar a sus ídolos, y acabaron siendo devorados por la heroína y por la sociedad del espectáculo, a partes iguales. Son cosas que uno ya sabía, pero que vienen a confirmarse tras el documental que Álvaro Longoria ha dedicado a los Tequila, el grupo de rock 'n roll donde Julián tocaba la guitarra y el grupo de rock 'n' roll que revolucionó el idioma. 

Porque, hasta su aparición, lo de cantar rock en castellano como que no pegaba mucho, como tampoco pegaba mucho lo de tener club de fans. En todo caso groupies, chicas entregadas a los placeres de la carne y siempre dispuestas a compartir el peso de la insoportable adicción de sus ídolos, sin pararse a pensar que cuando los héroes se convierten en enfermos, la leyenda se apaga. 

Cecilia Roth lo cuenta, relatando muy bien los hechos que llevaron a cinco jóvenes a saltar sobre  las calles de entonces como si volaran sobre ellas, sin saber muy bien qué sentimientos elegir ni qué dirección tomar, en un estado alterado donde la heroína sólo sirve para combatir el recuerdo de aquel lugar que tanto se echa de menos. Cecilia lo explica como mujer vivida, hermana de Ariel, el otro guitarrista de la banda que junto con Alejo, el vocalista, puso la parte argentina. “Ariel y Alejo eran como hermanos siameses”, dice Cecilia. Pero eso fue antes de que llegase la heroína al grupo y ambos se convirtiesen en un mismo sonido de una música distinta.     

En otra ocasión, alguien me contó que Julián había perdido un ojo, culpa de un hongo que vino en una partida de heroína que dejó tuerto a medio Madrid. Es por eso que los adictos echaban unas gotas de limón en la cuchara, antes de picarse, como efecto fungicida. No sé si es verdad, la gente habla mucho, pero lo cierto es que Julián no se sacaba las gafas de sol ni en noche cerrada, cuando en las calles se amontonaban las sombras y los cadáveres esperaban en los portales a que abriese el nuevo día. 

Con todo, hay gente que, como yo, siente nostalgia de aquellos días tan concretos ante la dispersión de los tiempos. Nuestro presente cada vez se asemeja más a uno de esos cuadros que no sabe uno cómo colgarlos, y que siempre parecen estar puestos del revés. No sé si me explico, pero ante estímulos tan poco intensos como los actuales, uno se refugia en el pasado y en la banda sonora que acompañó sus momentos más inconfesables. Por eso, documentales como el que Álvaro Longoria se ha marcado sobre Tequila nos dan la vida, y uno no puede hacer otra cosa que agradecerlo. Ah, y se titula Sexo, drogas y rock 'n' roll.

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