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'El triunfo', el grupo de presidiarios que se reinsertó gracias a ocho meses de teatro

Fotograma de 'Un triunfo'.

Javier Zurro

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En noviembre del año pasado, la ministra de Justicia, Pilar Llop, buscaba zanjar el debate sobre la prisión permanente revisable. Dejaba claro que el Gobierno no iba a derogar esta ley aprobada por el PP en 2015 y que, a efectos prácticos, supone una cadena perpetua para aquellos presos condenados a su cumplimiento. Una ley que muchos han solicitado que cambie ya que va en contra de uno de las funciones de la prisión: la reinserción social. Un debate en el que puede ayudar una película en apariencia ligera y de buen corazón como El triunfo, uno de los éxitos franceses del año pasado y un filme que cuenta cómo el arte puede convertirse en una herramienta para esa reinserción y ayudar a esos presos.

La película, dirigida por Emmanuel Courcol, cuenta la historia de un actor precario que se encarga de un taller de interpretación dentro de un centro penitenciario. Con un tono que navega entre la comedia y el drama, y sin una mirada condescendiente hacia el mundo que retrata, Courcol consigue mostrar cómo el descubrimiento del arte y la cultura les ofrece una esperanza que hasta entonces no existía. Unos intérpretes inesperados que se llenan de optimismo gracias a Beckett. Los presos esperan a Godot, y aunque nunca llegue, sí que les abre la puerta a una reinserción en la que muchos no creen.

Parte del éxito del filme está en su retrato realista y humanista, fruto de la experiencia real del director, que pasó ocho meses junto a un grupo de teatro real para documentarse. La experiencia le marcó tanto que antes de El triunfo también dirigió un documental sobre esta experiencia “transformadora”, como él mismo la define. También fue fundamental conocer a Irene Muscari, Coordinadora cultural de instituciones penitenciarias, y la persona que está apostando por estas actividades: “Gracias a ella me di cuenta de lo importante de la reinserción, de apostar por ella y del poder de transformación que tiene en estas personas”.

Tiene claro que “la cultura es una herramienta necesaria dentro de este proceso, porque tiene el poder de romper un recorrido prefijado, de cambiarlo”. “Gracias a la práctica artística puedes enseñar a alguien que puede ser otra cosa diferente a lo que fue hasta ese momento. Y si ha crecido en un contexto difícil, de delincuencia, y está acostumbrado a verse como delincuente, puede cambiar esa mirada y verse de otra forma y también cambiar la mirada de la sociedad hacia él”, explica Irene Muscari.

Emmanuel Courcol vivió, junto a Muscari, la experiencia en primera persona y vio “los efectos en directo”. “Vi la transformación de estos presos, cómo se abrieron, fue alucinante. Ahí rodé un documental que les seguía desde el primer día de taller hasta después de la representación, y ahí es cuando te das cuenta de que ha ocurrido algo, algo que les ha conmovido y les ha cambiado. Por supuesto que te preguntas qué harán después, y eso no lo sabemos, porque esto no es una garantía, pero hemos abierto puertas para que ellos puedan salir por ellas”, opina el realizador. 

Por eso una película como El triunfo sirve para que nadie se olvide de que la función última de la prisión es la reinserción, y que, como dice Irene Muscari, “si coges a alguien, la encierras y la olvidas no sirve de nada”. “Da igual que sea un año, diez o 30, saldrá y hará algo peor. Si, en cambio, te encargas de esa persona y trabajas con ella desde el primer momento, existe la posibilidad de cambiar el curso de su vida y beneficiarás a toda la sociedad. No importa la cantidad de tiempo, sino la calidad de ese tiempo”, subraya.

Ella fue la mano derecha de Courcol para que el filme desprendiera realismo, pero asegura que no hizo falta corregir muchas cosas, porque todo estaba en el guion gracias a esa experiencia inmersiva que tuvo el director pasando esos ocho meses con el grupo teatral formado por presos, algo que alimentó el guion y que hizo que retratara de forma verídica la experiencia real, por eso sus consejos solo fueron técnicos y no tirones de orejas por irse al dramatismo innecesario, algo que se convirtió en una regla fundamental: “Había que encontrar la emoción y huir del patetismo. Evitar la emoción fácil y nunca dejarte llevar por las lágrimas y engañar. No caer en la caricatura, en la condescendencia o en el maniqueísmo. Quería que sintiéramos a través de esos hombres, pero sin olvidar tampoco quiénes son, que han hecho cosas graves, aunque nunca sepamos qué. Hay relaciones duras entre ellos, hay una violencia subyacente, pero también una vena humana de la que se puede sacar lo mejor”.

Todo ello desde la comedia amable, desde la risa, porque el humor “no excluye un propósito profundo, todo lo contrario”. “He intentado mostrar las cosas tal como las vi en la cárcel. Cuando los presos trabajan en un taller teatral ofrecen su mejor versión. Se abren, son divertidos, se relajan… y luego está el shock cultural, cómo se enfrentan a un autor, a un texto. Y lo hacen con una frescura y una inocencia que genera situaciones divertidas, solo hacía falta recogerlo”.

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