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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Cuidado con Murad IV

Eugène Delacroix, 'Turc assis sur un sofa et fumant', 1825.

Joan Dolç

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Nick Naylor es el portavoz de una supuesta Academia de Estudios sobre el Tabaco de EEUU. Cuando va a hablar en un simposio de la también supuesta organización Pulmones Limpios 2000, es presentado como alguien que se gana la vida matando a 1.200 seres humanos al día. Es algo que no lo amilana, porque está convencido de que los que le escuchan no son más inocentes que él. Cuando una mujer del auditorio le recrimina que su tío Harry murió a causa de un cáncer de pulmón, Naylor le replica que, si estuviera allí, el tío Harry se mostraría de acuerdo en que «si manipulamos los principios fundamentales que establecieron nuestros Padres Fundadores, muchos de los cuales eran cultivadores de tabaco, estaríamos poniendo en peligro no sólo nuestras libertades, sino las de nuestros hijos, y las de los hijos de nuestros hijos». Y a continuación saca a relucir el caso del sultán turco Murad IV, quien en el siglo XVII prohibió el café, el alcohol y el tabaco, sustancias a las que, casualmente, era adicto. Salía por las noches vestido como un turco más, fingiendo ser un alcohólico o una víctima de la nicotina, y a quien se apiadaba de él y le proporcionaba alguna de las sustancias prohibidas lo mandaba decapitar. «A mí me gusta pensar —acababa diciendo el cínico Nick— que hemos progresado desde los días en que éramos ejecutados sumariamente por perseguir nuestra propia idea de felicidad». Así es como empieza la novela Gracias por fumar, de Christopher Buckley. No creo que la encuentren fácilmente; se publicó en castellano hace veinticinco años, la edición se saldó y no se ha vuelto a imprimir. Más tarde hicieron una película bastante buena, basada en el libro, que seguramente les resultará más a mano.

La acción de la novela transcurre en los años 90, en pleno apogeo —eso creía ingenuamente el autor— del neopuritanismo y del neoprohibicionismo en EEUU. Nick es dialécticamente indestructible, pero a pesar de eso es considerado un apestado social, y busca consuelo reuniéndose periódicamente con otros dos de su mismo oficio y calaña, un hombre y una mujer, el portavoz de la industria armamentística —que perdió un brazo en la guerra— y la de la industria de bebidas alcohólicas, con la que acabará casándose. Los tres tienen la conciencia tranquila porque, al fin y al cabo, se limitan a ejercer su oficio con la máxima eficacia posible a cambio de un sueldo que les permite pagar la hipoteca, como cualquier hijo de vecino. Pero además de los que fingen no entenderlo, hay quienes no acaban de entenderlo de verdad, y a lo largo de la historia lo pasan mal, especialmente Nick, que está a punto de palmarla. Al final, cuando sale de la cárcel se pone a trabajar para la organización Pulmones Limpios 2000, con la misma profesionalidad y convicción con la que le hizo frente en el pasado, y escribe un libro, que le proporciona abundantes beneficios, contra la industria del tabaco que tan bien había retribuido sus servicios. Naturalmente lo hace porque, como declara en una entrevista: «Mi mujer, Polly, y yo estamos esperando un hijo y, bueno, ya sabes, la matrícula y todo eso…».

En general, el argumento de la hipoteca funciona muy bien, cada vez mejor. Todo el mundo acaba utilizándolo porque satisface tanto a quienes tienen que justificar una actividad innoble —o pasar por alto las ignominias que comporta—, como a quienes sacan réditos de ella. La relación entre los elementos antagónicos de eso que de manera cada vez más imprecisa llamamos sistema, que en algún tiempo lo dotaba de tensión interna, le aportaba elasticidad y capacidad de evolución —a veces incluso de revolución—, es ahora mismo una simbiosis indestructible. Señores y vasallos, patronos y empleados, explotadores y explotados se han acabado solidificando en un solo organismo artrítico. Atrofiadas sus articulaciones, privado de toda ductilidad, el sistema tiende a moverse al unísono, en bloque, con una rigidez senil, como si todas sus partes, con perdón, estuvieran de acuerdo o resignadas a compartir un mismo destino. Y nadie parece tener nada que decir, por mucho que cada vez está más claro que este destino común yace en el fondo de un abismo. Pocos ejercemos un oficio tan abiertamente deshonroso como el de ocultar a la población los efectos nocivos del tabaco o del alcohol para que algunos se llenen los bolsillos, pero no andamos tan lejos de ello como nos gusta pensar.

Quien trabaja directa o subsidiariamente en la industria de la automoción, o quien simplemente hace uso de ella, se considera exento de toda culpa en lo que respecta a sus efectos acumulados. Quien trabaja en una de esas centrales térmicas que provocan lluvia ácida, o en una de esas nucleares que a veces explotan, tampoco se siente concernido por estas eventualidades. Se entera de ellas por las noticias, y, si se tercia, no duda en poner el grito en el cielo acodado en la barra del bar. Por supuesto, quien trabaja en la industria turística y contribuye al traslado masivo de personal de aquí para allá no se siente concernido por los efectos erosivos de este tráfico. Y quien se va dos o tres veces al año a hacerse selfies allá donde Cristo perdió el mechero no ve qué tiene que ver con él la huella ecológica de los vuelos low cost o los cruceros quiero-y-no-puedo por el Mediterráneo. Quien compra por Internet un rotulador y se lo hace traer desde China también se declara inocente. El periodista que difunde fake news, actuando cual sonámbulo, o sirviendo dócilmente a una determinada estrategia política, o a los intereses de un patrocinador más o menos encubierto, tampoco se siente concernido por la galopante destrucción de la conciencia crítica de sus conciudadanos. Tampoco lo hacen los que ponen en juego su ingenio y sus habilidades para restregar por las narices de la gente los bienes más absurdos y despertar en ella los deseos más estúpidos, con todo lo que ello conlleva. No se detecta el más mínimo rastro de culpabilidad entre ese ejército ingente de artistas y creativos que se encarga de que no cese el suministro de estupefacientes audiovisuales entre la población. Y para nada se sienten concernidos por el desigual reparto de la riqueza esos sicarios de la banca que recaudan todo lo que pueden para ponerlo en manos de los acaparadores a los que sirven, exhibiendo ante sus víctimas una antipatía creciente, que esconde su no menos creciente temor a ser despedidos, lo único que les preocupa a estas alturas.

Son solo algunos ejemplos. Llegado el caso, todos presentamos una coartada indestructible que siempre suena más o menos igual: «Mi mujer, Polly, y yo estamos esperando un hijo y, bueno, ya sabes, la matrícula y todo eso…». O bien hacemos eso, o bien invocamos algún derecho supuestamente inalienable que siempre está a mano. La excusa de la hipoteca funciona más y mejor que nunca, aunque ahora, en la mayor parte de los casos, se ha reducido a la triste necesidad de conservar el empleo, solo a eso. Necesidad o derecho, según se mire. Las consignas de patronos y asalariados coinciden de un modo nunca visto. «Esto es lo que hay», amenazan unos. «El puesto de trabajo es lo primero», claman los otros. Pragmatismo y fatalismo se fusionan en un solo argumento: «Total, si no lo hago yo, lo hará otro». Tal situación no solo consagra el trabajo precario; también elimina de un plumazo y para siempre cualquier escrúpulo moral en la mente del asalariado. Sólo algunos, desde ciertos sectores ideológicos cada vez más capitidisminuidos, más ilusos y puede que más hipócritas, se atreven a poner en cuestión la pertinencia de que los astilleros gaditanos construyan corbetas para Arabia Saudí. Y no suelen ser los que, gracias a las corbetas, conservan su puesto de trabajo. Los escasos puretas que se atreven a sugerir que estos se busquen las habichuelas en otro lado, harían bien en cerciorarse primero de que ellos mean colonia, como seguramente creen.

La conciencia social y el hielo del Ártico se derriten al unísono y en la misma medida con la que no ha parado de subir el nivel de aquel conservadurismo mojigato y prohibicionista que parecía estar en su cenit en los años 90 y que solo sirve para acallar conciencias culpables, cuyos lamentos se estrellan contra los hechos, se caen a pedazos ante una realidad cada vez más salvaje, más sarcástica, como se estrelló el sentimental relato de la sobrina del tío Harry, el que murió de cáncer de pulmón, contra el cínico y demagógico discurso de Nick Naylor, el locuaz portavoz de la industria tabaquera. Las libertades, los derechos que quieren que defendamos Naylor y todos los que se dedican a convencernos de las bondades del sistema, agitando espantajos como el malvado Murad IV, se han convertido en nuestras servidumbres. Siempre hay un fin suficientemente elevado para justificar lo más bajo que cada uno de nosotros puede, necesita, le obligan o le apetece hacer. Así que, en medio de una completa confusión ideológica, nadie cuestiona ya cómo, de qué y para qué vivimos; todos los esfuerzos se concentran en cómo podemos seguir viviendo así, luchando contra la evidencia de que lo que hacemos provoca un daño que, con independencia de que se muestre como puntual —y ya se encargan de que, si no hay más remedio que lo veamos, lo veamos así—, a la larga nos lleva a todos al carajo.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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