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Gran Bretaña también se contamina de la enfermedad de Europa

Peatones se protegen de la lluvia con paraguas mientras pasean frente al Palacio de Westminster, sede del Parlamento británico

Andrei Serban

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Frente a las nuevas fuerzas políticas que surgen en gran parte del continente europeo, Reino Unido y su particular sistema parlamentario se contaminan de estas nuevas tendencias a su manera. Acelerado por unas negociaciones fracasadas en el tema Brexit, el país radicaliza las facciones tradicionales de su parlamento, fortalece el bipartidismo contrariamente al resto de estados europeos, acaba con fuerzas pequeñas como UKIP o los liberal-demócratas y radicaliza una política hasta ahora irrompible.

A falta de cinco meses para que el Reino Unido abandone oficialmente la Unión Europea y de comienzo al periodo de transición, la falta de un acuerdo sólido o “deal” post-UE con el continente ha logrado vulnerar el inquebrantable panorama británico como ni siquiera las guerras o recesiones económicas más duras lo hicieron previamente. Desde que la derecha británica logró vender una campaña electoral llena de esperanzas falsas, donaciones milagrosas al sistema sanitario nacional (NHS) en lugar de pagar a Bruselas, un mayor control sobre sus fronteras y el melancólico sueño de la vuelta a los gloriosos 70’, la unión de los grupos políticos ha desaparecido.

Hoy, en el momento más delicado económicamente para el país y con la libra esterlina a niveles peligrosamente cercanos al euro, las predicciones para el futuro cercano son apocalípticas. El gobierno May lleva en el poder más de lo que cualquiera estimó en su momento, repleto de conservadores que apoyaron la campaña “Remain” y hoy a duras penas consiguen proponer una hoja de ruta para un Brexit exitoso que, le pese a quien le pese, debe ser llevado a cabo. El carismático Nigel Farage, eurodiputado y ex líder de UKIP, se ha alejado del primer plano tras lograr su ansiado trofeo en el referéndum de junio de 2016, como muchos otros euroescépticos británicos. Junto a conservadores contrarios a aceptar los términos de la UE, como por ejemplo Jacob Rees-Mogg, dispuestos a arriesgarlo todo por no arrodillarse ante sus enemigos públicos europeos, han decidido dar por perdidos “micro partidos” como UKIP para jugar su última carta e imponer su visión en el Partido Conservador. Es una decisión inteligente, pues no existe otro modo más eficaz de hacerlo. El carácter único de las dos cámaras británicas, los Comunes y los Lores, ha dado lugar a rebeliones masivas en las filas de los conservadores, tanto criticando la línea oficial por no anteponer un Brexit duro y patriótico a las consecuencias reales, pero también despertando a aquellos que prefieren una ruptura delicada o incluso un segundo referéndum para permanecer en la Unión.

El partido conservador de David Cameron, partidario de permanecer en la Unión Europea siempre que esta otorgara al Reino Unido condiciones especiales (y así ha ocurrido siempre), es hoy un puro espejismo al frente del cual se ubica May, también simpatizante del “Remain” en su día. No solamente su garantía de otorgar residencia y derechos permanentes a los europeos de Reino Unido es un avance insuficiente. Su tímida mayoría en las cámaras ha bloqueado ya varias propuestas parlamentarias para un voto final de los ciudadanos sobre el acuerdo alcanzado con la UE (hasta el momento las negociaciones son un sinsentido para una mayoría de británicos) o la permanencia en el mercado único siguiendo el modelo noruego. Al mismo tiempo, un imprevisto proceso inflacionario aumenta los precios de bienes de consumo básicos día tras día. El mensaje es claro: “Ningún acuerdo es mejor que un mal acuerdo”. La presión es unidireccional, es decir, la facción más reaccionaria del partido dicta a la primera ministra que hay que seguir una vía dura, al mismo tiempo que esta rectifica sutilmente sus planes para ganarse a la mayoría de la población y seguir negociando con Bruselas. La realidad es que está fracasando y el Partido Laborista es ahora el que saldría ganador en unos comicios que, a juzgar por el ambiente y las estadísticas, pueden volver a darse en cualquier momento debido al momento frágil que se vive. Y en esta ocasión los “Tories” no tendrán la suerte que tuvieron en las elecciones de emergencia convocadas en 2015.

Repleto de ataques internos desde la vieja guardia encabezada por personalidades como el ex primer ministro Blair, la formación roja de Jeremy Corbyn y sus barones cercanos ha ido empujando a sus miembros más centristas hacia las últimas filas de su rincón en el parlamento. Con un componente renovador y de corte socialista, el experimentado activista y líder político mantiene hoy viva una izquierda británica que, con dificultades, aglutina social-democracia, socialismo nórdico e incluso posiciones cercanas a los conservadores en un único gran partido. Por el momento los laboristas actúan como un gobierno de facto en la sombra, en muchas ocasiones sobrepasando el nivel de responsabilidad de sus rivales Tories, algo no muy complicado, y experimentando obstáculos poco frecuentes en partidos de la oposición como el reciente escándalo causado por alegaciones antisemitas en el seno del que es, con toda seguridad, el partido europeo con mayor diversidad étnica entre sus simpatizantes. Una vez más, las diferencias con la izquierda continental, repleta de guerras internas y falta de ideas claras, se hace notar.

A pesar de que Corbyn mantiene una relación excelente con líderes como Pedro Sánchez o Pablo Iglesias, su postura inicial se mantiene intacta: el Brexit debe llevarse a cabo, sin embargo se trata de buscar un acuerdo que mantenga el Reino Unido lo más cerca posible de los amigos europeos, incluso permanecer en el mercado único y continuar permitiendo el libre movimiento de personas si la situación lo requiere. El Partido Laborista será, por razones obvias, quien mantenga la postura más pro-europea en este proceso, no solamente por la composición de sus votantes, sino por los millones de británicos de clase trabajadora que confiaron en un Brexit conservador y ahora se arrepienten. Como nos enseñaron las estadísticas en su día, la población británica joven decidió quedarse en case el 23 de junio de 2016, por el contrario a las generaciones más mayores, y de no haberlo hecho el triunfo del voto “Remain” habría sido demoledor. Se trata de un país que nunca se ha considerado europeo pero que sin embargo jamás había percibido negativamente su pertenencia a la UE hasta que no fue sistemáticamente manipulado.

Debido a que la política británica no da pie a la aparición de formaciones nuevas con ideas radicales, como ocurre en gran parte de Europa, Reino Unido está atravesando un proceso (alentado quizás por el Brexit) en el que sus facciones políticas se alejan de las posturas tradicionales y, por primera vez, acaban por diluir aún más al resto de partidos y fortalecer el histórico bipartidismo. Un bipartidismo en el que, como novedad, tanto conservadores como laboristas han radicalizado sus posturas y han ido borrando el centro político del mapa. Todo ello resulta en una importante revolución moral de la vida pública, en un sistema que, a pesar de sus miles de virtudes, jamás ha permitido ni un ápice de rebeldía y radicalización ideológica. Para un país donde, hasta relativamente pocos años atrás la representación en el parlamento de sus numerosas minorías, ya sean asiáticos o negros era solamente un sueño, se trata de una contaminación clara del dinamismo continental. Los diputados británicos, independientemente de su partido político, han formado parte durante toda la historia de un círculo cerrado de conocidos que han estudiado en universidades de renombre como Oxford y han ido nutriendo un elitismo político sin igual, contrastando con la eficacia que han demostrado para debatir y obtener soluciones exitosas en momentos clave para su nación.

Para el Reino Unido, los giros de 360 grados y redistribuciones completas en los parlamentos europeos, incluyendo el auge de fuerzas radicales, no tienen una forma de introducirse directamente en un sistema político forjado hace siglos de la manera en la que sigue presentándose hoy. Sin embargo, el poder cada vez mayor de la derecha dura de Rees-Mogg o Nigel Farage entre las filas conservadoras, cuyos votantes, organizaciones y propio Partido Conservador habrían rechazado totalmente pocos años atrás, como también la plena confianza en los “Remainers” y partidarios de un Brexit suave en Corbyn, conforman una imagen novedosa de la política británica. En el pasado, el modelo escogido por esta última en los momentos más complejos resultó ser más acertado que el europeo. En el presente, seguimos contemplando en directo la lucha de un país por no caer en un agujero que, para Europa, es ya el estado normal de hacer política.

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