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La patria incierta de Mohamed

Alfons Cervera

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Las grandes noticias ocultan -queriendo o sin querer: casi siempre queriendo- las noticias pequeñas. Siempre ha sido así. La realidad que se escribe con letras minúsculas es como si no existiera. Los nombres que se repiten en todas las páginas de los diarios y en todos los informativos de la televisión y de la radio son los grandes nombres, nunca los pequeños. También a quienes leen esa prensa y ven y escuchan la televisión y la radio les interesa únicamente la noticia bomba: las otras se quedan en el rincón más oscuro de lo que nos pasa o de lo que pasa en nuestro alrededor más próximo o lejano.

Hace unos días el nombre de Juan Ignacio Zoido encabezó las noticias de todos los medios de comunicación. Mientras la nieve cortaba las carreteras y miles de personas se quedaban ancladas en el metálico desamparo de sus autos, el señor ministro se iba más tranquilo que un ocho a ver el partido de fútbol entre el Betis y el Sevilla. Por eso el nombre del ministro salió en todas partes con más o menos intensidad (en TVE, por ejemplo, con muy poca o ninguna intensidad). Pero salió más bien poco en la prensa el nombre del ministro cuando en esos mismos días convirtió la cárcel de Archidona en un lugar de “acogida” para esa inmigración que llega medio muerta (o muerta del todo) a las costas españolas.

A los pocos días de esa operación, el joven argelino Mohamed Bouderbala aparecía colgado de una sábana en su celda. El juez cerró el caso a velocidad supersónica. Suicidio. Y arreando. Ninguna investigación. Ninguna posibilidad de averiguar las condiciones en que la vida (o la no vida) de la gente detenida a la espera de expulsión se desarrolla en esos centros que se llaman eufemísticamente Centros de Internamiento para Extranjeros, pero que son realmente cárceles de una dureza extrema. La duración de los CIEs es inexplicable en un país que se llama democrático, que se dice defensor del Estado de Derecho, que saca pecho cuando exalta la Constitución para defender la Monarquía y la Unidad de España pero que se mea de la risa cuando se le recuerda que esa misma Constitución también exige el cumplimento de los derechos humanos sin exclusión de ninguna clase en la nómina de sus destinatarios.

La investigación de lo que pasa de verdad en los CIEs es imposible. No hay manera de entrar a ver lo que allí dentro es la vida de los presos. Son cotos cerrados a la luz, sórdidos reductos donde la vida no vale nada. Los nombres que se amontonan en los charcos de inmundicia no existen: sólo cuando uno de esos nombres se cuelga en una celda sale en los medios de comunicación un par de días y luego vuelve, con los otros, a su vergonzosa condición de maldita y humillante clandestinidad.

El joven Mohamed Bouderbala había llegado de Argelia. Según su hermano, ya era la tercera vez que cruzaba el Estrecho. Las dos anteriores acabó expulsado a su país. Ya no habrá una cuarta vez. Pero habrá muchas más veces para otra gente que como él seguirá buscando algo bueno en la otra orilla de los sueños. Otra gente que seguirá lanzándose al mar (esa “patria incierta”, que decía Fernando Pessoa) para saber qué hay más allá de la desesperación y la pobreza. Los CIEs suponen más desesperación y la escenificación nada teatral de una pobreza torturada. Por eso hay que seguir insistiendo en la necesidad apremiante de su cierre.

Ésa sí que sería una noticia para escribirla con letras mayúsculas. La liquidación de los CIEs. Como dice la incansable campaña por su cierre: ¡CIEs NO! Pues eso.

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