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El refugiado que desafió al ISIS bailando ballet sobre las ruinas de Palmira

Icíar Gutiérrez

Para entender la historia de Ahmad Joudeh, basta con echar un vistazo rápido a su muñeca izquierda mientras gesticula con elegancia durante una conversación en un hotel de Madrid. En ella se puede leer la palabra “libre” junto al dibujo de un pájaro con las alas desplegadas. El tatuaje cubre las cicatrices de los cortes que trató de hacerse en un momento de desesperación cuando era adolescente y su padre le prohibía acudir a clase de ballet. 

“Mientras me pegaba, me decía: 'O bailas, o estudias'. Yo le contestaba: 'O bailo, o muero”, recuerda. Una frase, “baila o muere”, que también se tatuó, dice, tras recibir las amenazas del ISIS cuando aún vivía en el campo de refugiados de Yarmouk, en Damasco. Esta vez eligió la nuca. “Si me cortaban la cabeza justo aquí, quería que lo vieran antes”, explica en una entrevista con eldiario.es.

Ahmad Joudeh habla con serenidad, sin excesos. Como una coreografía sobria y precisa hasta el último movimiento, pero cargada de profundidad y fortaleza. La fortaleza tras haberse enfrentado, a sus 27 años, al rechazo de su padre y a la persecución del grupo terrorista para dedicarse a su pasión, la danza. La misma que le permitió lograr dejar atrás la guerra en Siria y vivir en Europa, a pesar de carecer de “pasaporte y nacionalidad” por tener, dice, origen palestino. 

El bailarín ha visitado Madrid esta semana para compartir su experiencia y participar en el Festival Internacional de Cine 16 Kilómetros de la Cañada Real. Allí presentó este domingo su coreografía 'One in a million'. “Es mi forma de decir que soy un artista entre un millón que ahora no gozan de libertad en Siria”.

“Bailaba en secreto para que nadie pudiera verme”

Joudeh ya era refugiado antes de que estallara el conflicto en el país árabe. Lo ha sido desde que nació en el campo de Yarmouk, epicentro del exilio de la población palestina a las afueras de Damasco. Allí ha vivido toda su vida y allí descubrió la música cuando solo era un crío. Lo hizo de la mano de su padre, un artista palestino.

A los ocho años cantó con el colegio en un festival en la ciudad. Era la primera vez que salía del campo. “Tras la actuación, vi por primera vez a unas niñas bailar ballet. Ahí decidí que quería moverme con la música, no crearla, aunque no sabía nada de danza”, relata.

Desde ese momento, empezó a practicar a escondidas en casa, tratando de recordar e imitar los ligeros movimientos de sus compañeras. Solo lo sabía su madre, una profesora siria de Arte, que le enseñó algunas pautas básicas y ejercicios de flexibilidad. “Ella me apoyaba, pero para mí, el baile era 'solo para mujeres', así que sentía vergüenza cada vez que bailaba. Lo hacía en secreto, para que nadie pudiera verme”, asegura el joven.

A los 16 años “se lanzó” a dar clases en el Enana Dance Theatre, una de las principales compañías de baile de Siria. “Di clases con una profesora rusa. Aprendí muy rápido porque mi cuerpo estaba preparado. Me encontré a mí mismo y me enganché”.

El baile se convirtió, entonces, en su identidad. “En el colegio nos trataban como refugiados y hay cosas que no puedes hacer solo por serlo. Es un problema, porque yo no quería ser 'el refugiado', sino 'el bailarín'. Y he trabajado toda mi vida para ello”, enfatiza mientras apura un café.

“Mi padre lo intentó todo para detenerme”

Tras un año en la compañía, su padre le obligó a dejar el ballet. “Me negué y empezamos a discutir cada día. Lo intentó todo para detenerme: me golpeaba, quemó mis mallas e incluso me impedía ir al colegio”, comenta. Finalmente, se fue de casa a los 17 años. Sus padres se separaron. Su madre y sus hermanos se fueron a vivir con él y desde entonces sintió la responsabilidad de la ruptura.

Joudeh logró ir a la universidad. En 2011, cuando estaba en segundo de carrera, la guerra se interpuso en su camino. “Un coche bomba destruyó nuestra casa”, apunta. “Sufrí mucho. No tenía adónde ir, así que monté una tienda en el tejado de la casa de un amigo. Viví en ella tres meses”, prosigue el bailarín. 

Para poder continuar estudiando baile en la ciudad, Joudeh trabajaba dando clases a niños afectados por el conflicto y menores con síndrome de Down. Fue entonces, dice, cuando empezó a recibir las amenazas del ISIS. “Ellos prohíben la danza. Me hackearon mi cuenta de Facebook, compartieron mi foto con un 'Se busca'. Me mandaron mensajes, me llamaban y me decían que me iban a disparar y a cortar las piernas”, asevera. Cinco de sus familiares, asegura, murieron en la guerra. “Perdí a mis parientes uno a uno. Mis tíos, mis primos... Mi hermano fue encarcelado. Sufrí mucho”.

En 2014, se le presentó la oportunidad de participar en la versión árabe del concurso de televisión 'Mira quién baila', en Líbano. Era el empujón que necesitaba. Empezó a trabajar como coreógrafo en la ópera de Siria y se licenció.

“Empezaron de nuevo los problemas porque fui llamado a filas. Cuando eres estudiante, puedes evitarlo. Pero cuando me gradué, tenía tres meses para enrolarme en el ejército. Mi vida era el baile, no podía”, explica Joudeh.

“No tuve miedo. Si moría así, moriría feliz”

Un periodista de la televisión holandesa se interesó en su historia para grabar un documental. Joudeh no dudó del escenario para bailar: las ruinas de Yarmouk, controlado entonces por el Estado Islámico. “Había una cámara y 20 soldados del Gobierno sirio frente a mí. Estaban protegiendo al periodista. Se reían de mí. El ISIS me disparó tres veces mientras bailaba. Mi vecindario destruido... Una sensación horrible, pero quizás no iba a tener más esa oportunidad”.

Entonces decidió que la próxima localización iba a ser la histórica ciudad de Palmira, cuyo rico patrimonio había sido destrozado por el grupo terrorista. Se puso un maillot negro, “como su bandera”, y bailó en el mismo teatro romano donde los terroristas practicaban decapitaciones públicas.

“Quería decirles que este teatro es para el arte, no para matar a gente. Teníamos solo unas horas porque estábamos rodeados. Significó mucho para mí, porque mi primera y mi última coreografía en Siria fue en ese teatro”. ¿No tuvo miedo? “No, porque si moría así, moriría muy feliz. Era la mejor forma de finalizar mi vida. Me sentí muy poderoso”, contesta.

Bailarín en el Ballet Nacional holandés

Solo quedaba, dice, un mes para que el ejército lo reclutara. El documental se emitió y el Ballet Nacional holandés le ofreció la posibilidad de unirse a la compañía. “Querían hacerme un visado pero estaba atrapado, porque no tenía pasaporte ni nacionalidad. No tenía ninguna esperanza, pero finalmente lo lograron”, dice Joudeh, que vive desde hace diez meses en Ámsterdam. “He tenido un choque cultural durante cinco meses. Miraba a mi alrededor y me preguntaba por qué la gente no es feliz en Europa, con todas las opciones que da vivir en paz”, apunta.

Intenta hablar cada semana con su madre y sus hermanos, que siguen en Siria. “Siempre compruebo si están en línea o no, así sé que están bien. Y trabajo mucho. Doy clases y soy el bailarín invitado del ballet nacional. Estoy muy orgulloso a nivel profesional, pero soy una persona que me he criado con mi familia, y los echo de menos cada día que pasa. No sé volveré a verlos alguna vez”, sentencia.

Su padre vive ahora como refugiado en Alemania con sus dos hijas fruto de un nuevo matrimonio. Después de 11 años sin hablarse han retomado el contacto poco a poco. “Cuando fui a visitarlo le contó a todo el mundo que era su hijo y que estaba muy orgulloso de mí. Ahora sí apoya a mis hermanas, que también bailan”.

“Los niños de la Cañada me recordaron a mí”

El barrio madrileño de la Cañada Real fue este domingo el otro escenario de Joudeh. Los vecinos se quedaron cautivados con sus acrobacias. “Los niños me miraron con unos ojos preciosos y concentrados que nunca había visto antes. Me recordaron a mí cuando salí del campo y vi bailar por primera vez”, comenta.

Fue tal el éxito que el lunes volvió al vecindario para impartir un pequeño taller e insistir en su mensaje de “esperanza y paz”. Se siente, dice, en el deber de hacerlo. “Aquí me he sentido como en casa, porque mi casa era así. Esta gente no vive en un país en guerra. Se las han arreglado para construir sus casas y vivir una vida. ¿Por qué quieren destruirlas? Aquí, en Europa, me choca mucho. La gente de mi país muere para llegar a este continente”, comenta. “Conviven por encima de la intolerancia religiosa y el racismo. Apoyemos a sus hijos. Yo fui uno de ellos y me sentí así”.

Joudeh termina la conversación como la empezó. Sin pretensiones, con la postura erguida, gestos expresivos y la mirada firme. Aquí es feliz, pero desea volver a Siria y convertirse en el director de su ballet nacional. No se imagina otra vida. 

“Estoy vivo porque soy bailarín. Es mi alma. También es la forma que tengo de lidiar con mis problemas. Cuando echo de menos a mi madre, bailo. No tengo pasaporte ni nacionalidad, pero pude obtener un visado gracias a que soy bailarín. Ahora no soy refugiado, soy bailarín. Me llaman así”, concluye.

Era “bailar o morir”.

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