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Los “desaparecidos” de Uganda que siguieron al cantante convertido en líder opositor

Judith Nsereko, una costurera de 70 años, enseña el retrato de su hijo, desaparecido a finales de diciembre.

Pablo Moraga

Kampala (Uganda) —

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Julius Kibisi*, de 20 años, siempre tuvo que valerse por sí mismo. Después de crecer en un barrio humilde de la capital ugandesa, en una habitación pequeña que compartía con cinco hermanos, nadie le dio otra elección. Era un conductor de moto-taxis. Estaba acostumbrado a arañar jirones a la vida con una motocicleta de segunda mano. Todos esos años sorteando con rapidez los atascos de Kampala a cambio de unos pocos billetes arrugados le dieron las agallas suficientes para respaldar al líder opositor en Uganda.

No escondió sus predilecciones políticas, una decisión arriesgada por la que pagó un precio alto: las fuerzas de seguridad lo arrestaron el pasado 27 de diciembre, dos semanas antes de las elecciones presidenciales. Unos hombres armados le obligaron a montarse en una furgoneta sin matricular, con los cristales tintados. Desde entonces, sus familiares no saben dónde está, a pesar de que no han parado de buscarlo. Y no es el único. Como centenares de simpatizantes de la oposición, Kibisi desapareció sin dejar rastro.

El ministro de Asuntos Internos, Jeje Odongo, admitió el pasado jueves que al menos 222 ugandeses “desaparecidos” en realidad permanecen en custodia policial y están acusados de participar en protestas contra el Gobierno o de planificar actos violentos, así como de posesión ilegal de munición y armas.

Sin embargo, el líder opositor del gobierno, el músico Bobi Wine —su nombre real es Robert Kyagulanyi— dijo que el número real de arrestos es superior al anunciado por las autoridades. “¡Nosotros hemos registrado 458 desaparecidos!”, dijo Bobi el viernes.

Esas detenciones empezaron semanas antes de las elecciones del 14 de enero. Entonces, los ugandeses acudieron a las urnas rodeados de soldados, que patrullaban las calles más concurridas tanto en formación militar como en el interior de vehículos blindados. Además, las autoridades ordenaron el bloqueo de todas las conexiones de internet. Los amigos de Kibisi no dudan en identificar esos hechos como una prueba del miedo del mandatario ugandés a perder su cargo. Según ellos, Yoweri Kaguta Museveni, que preside esta nación del este de África desde 1986, está jugando sucio.

En vez de asustarles, la detención de su compañero no ha hecho más que engrosar su desencanto con el régimen. Ahora tienen otro revés más que reivindicar, otra razón más por la que seguir peleando.

Bobi Wine: la voz del gueto

En un país donde cerca del 80% de la población no había nacido cuando el presidente Museveni alcanzó el poder —Uganda es una de las naciones más jóvenes del mundo—, muchos ciudadanos señalaban los procesos electorales como una pérdida de tiempo: su legitimidad era prácticamente nula. Quizás por ese motivo a Kibisi nunca le interesó la política de su país. Prefería hablar con sus compañeros de otros temas: los problemas familiares o la liga inglesa de fútbol ocupaban sus conversaciones. Pero Bobi Wine, un cantante popular de 39 años que creció en una barriada humilde de Kampala, cambió sus rutinas.

“Al principio, acudía a los mítines de Bobi porque me gustaba su música”, dice Shina Nambooze (nombre ficticio para proteger su identidad), una peluquera de 25 años. “La política no me llamaba la atención”.

Bobi Wine era diferente al resto de los políticos. En el 2017, cuando el músico obtuvo un escaño en el Parlamento para representar al distrito de Kyadondo Este, Nambooze empezó a escuchar con más atención sus discursos.

“Por primera vez, sentí que un político hablaba sobre nosotros, de nuestros problemas”, dice Nambooze. “Por eso decidí unirme al equipo de su campaña electoral. Me dedicaba a vender las camisetas y mascarillas de su partido, la Plataforma de Unidad Nacional (NUP). No ganaba mucho dinero. Pero no acepté ese trabajo para enriquecerme. Ni siquiera pensaba que estaba trabajando por Bobi. Lo hacía porque quería una Uganda nueva, un país mejor para mis hijos”.

Los cuerpos de seguridad arrestaron a Nambooze el 27 de noviembre. Ni siquiera pudo despedirse de sus dos hijos, de seis y tres años. Sin explicarle sus cargos, varios soldados la encerraron en el interior de un cuartel. Allí, a través de los barrotes de su celda, Nambooze escuchó por primera vez los resultados de los comicios: el presidente Museveni fue reelegido con el 58,38% de los votos, mientras que Bobi Wine recibió el 35,08% del sufragio. El 15 de enero, 24 horas antes del anuncio oficial de los resultados electorales, Bobi Wine había descrito esos comicios como los “más fraudulentos de la historia de Uganda” y pidió tanto a los ugandeses como a la comunidad internacional rechazar la victoria del mandatario ugandés.

Nambooze salió de la cárcel el 1 de marzo. Todavía le duelen los golpes que le propinaron los militares. Tiene marcas por todo el cuerpo. Después de reunirse con sus hijos, descubrió que cinco de sus mejores amigos desaparecieron mientras ella estaba detenida. Pero ni sus experiencias en la cárcel ni el arresto de sus compañeros han reducido su fervor revolucionario. Nambooze no se arrepiente de nada: “Nuestro país no será seguro mientras que este gobierno permanezca en el poder. Debemos luchar pacíficamente por un cambio”.

Fantasmas del pasado

En una barriada en las afueras de Kampala, Judith Mirembe*, la madre de Julius Kibisi, una costurera de 70 años, habla con una mezcla de rabia y cansancio. Está agotada. Desde que su hijo desapareció, Mirembe tiene la responsabilidad de cuidar de sus nietos, pero sus ingresos son insuficientes. Además, a la ansiedad se suma el temor de que los jóvenes también lleguen a conocer el horror que ella vio de pequeña.

“Las situaciones que estamos viviendo ahora mismo me recuerdan a las del pasado”, dice Mirembe. “Los regímenes anteriores también hacían desaparecer a muchas personas. Eso es exactamente lo que está pasando en este momento”.

Mirembe no ha olvidado la tensión de la década de los 70, cuando los militares secuestraban a todos los presuntos opositores del presidente Idi Amín Dada. Un rumor era suficiente para convertirse en el blanco de las fuerzas de seguridad: los sospechosos morían torturados. Según Amnistía Internacional, el aparato estatal de Amín asesinó al menos a 50.000 personas desde 1971 hasta 1979.

Al comprobar que su predecesor, el presidente Milton Obote, tampoco detuvo los asesinatos extrajudiciales ni los secuestros de sus opositores, Museveni, que en ese momento era un político de 37 años, empezó una guerra de guerrillas para detener los ríos de sangre que despedazaban su país. En 1986, durante su toma de investidura, todavía vestido con un uniforme militar, el mandatario ugandés prometió restablecer la democracia; construir un gobierno moral y de base amplia; y crear una nación industrial, moderna y autosuficiente. 

Treinta y cinco años más tarde, Bobi Wine y sus seguidores acusan al guerrillero que aseguró luchar por “la libertad” de sus conciudadanos de haberse convertido en un representante de todo aquello que él mismo detestó.

*Los nombres son ficticios para proteger sus identidades

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