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Colombia: el largo camino hacia la dignidad a través de la memoria

La violencia ha tenido un impacto específico sobre las mujeres, que han liderado también importantes movimientos de resistencia. / Fotografía: Jesús Abad Colorado. CNMH

Maribel Hernández

Si el dolor no nos une, entonces, ¿qué nos puede unir?”, se preguntaba Pastora Mira hace unos años. Esta antioqueña buscó incansablemente el cuerpo de su hija Sandra, una joven estudiante de 22 años que había sido secuestrada y asesinada por los paramilitares en 2002. Lo encontró un lustro más tarde y, ese día, se prometió a sí misma seguir luchando para ayudar a otras personas con sus historias de dolor. Seguramente era consciente de que, en un conflicto que dura ya más de cinco décadas, son muchos los dolores. Ante ellos, memoria. Pastora, menuda y solemne, fue una las encargadas de poner rostro y voz a las víctimas del conflicto colombiano, este pasado miércoles, en el acto de presentación del informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). “La luz vino a pesar de los puñales”, dijo Pastora, tomándole prestadas las palabras a Neruda, al referirse al acto de la memoria, un ejercicio indispensable para rescatar del olvido tanto horror y dotarlo, de algún modo, de sentido y dignidad.

Tras seis años de trabajo, cumpliendo con el mandato de elaborar un relato sobre el origen y la evolución del conflicto armado, el Centro Nacional de Memoria Histórica ha reconstruido en más de 400 páginas la historia de 54 años de violencia. “¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad” es un extenso trabajo académico que concede especial protagonismo a las voces de quienes más han sufrido. Las cifras han dado la vuelta al mundo: entre 1954 y 2012 el conflicto segó la vida de 220.000 personas, de las cuales, 177.307 fueron civiles, 8 de cada 10. Tras la frialdad de los números subyace una historia de violencias múltiples que a menudo, como recuerda en el prólogo el director del CNMH, Gonzalo Sánchez, “se viven en medio de profundas y dolorosas soledades”.

Así, uno tras otro, decenas de testimonios van entrelazándose y revistiendo de humanidad el recuento de una barbarie que se ha sentido mayoritariamente en el campo. Ésta, puntualiza la coordinadora de la investigación Martha Nubia Bello, “es una guerra que muchos colombianos y colombianas no ven, no sienten, una guerra que no los amenaza”. La Colombia rural ha sido escenario de múltiples masacres, en las que la crueldad ha sobrepasado los límites de lo imaginable. Trujillo, Segovia y Remedios, La Rochela, Bojayá, el Tigre, el Salado... Cerca de dos mil masacres en los últimos 32 años, perpetradas casi en el 60 por ciento de los casos por grupos paramilitares, con un coste de más de 11.000 vidas. A ellas les suele seguir una historia de desplazamiento, como recuerda una de las habitantes de El Salado, un municipio al que sus habitantes tardaron dos años en regresar: “cuando yo llegué, yo dije ‘ay señor, éste no es mi pueblo, estoy metida dentro de una selva’, la iglesia no se veía y la cancha tampoco, y llevábamos cuatro días allá, y yo lloraba, pero me dije ‘tenemos que luchar, tenemos que recuperar nuestro pueblo… no podemos dejar que se pierda’”.

“Yo cuando llegué acá a Medellín, tuve por ahí unos tres días que me levantaba en un rincón a llorar de pensar la vida”. Habla uno de los cerca de cinco millones de desplazados forzados, la mayoría de ellos hacia las grandes ciudades, donde no siempre son bien recibidos. El estigma se añade a una ya de por sí pesada carga: “imagínese que recogieron [los vecinos] firmas para que nos sacaran de ahí, ellos pensaban que quién sabe de dónde los traerían o qué delincuentes serían, para ellos éramos gente peligrosa”, rememora otra mujer, desplazada en la capital antioqueña.

Las historias recogidas reflejan también la dimensión de la violencia sexual contra las mujeres en el marco del conflicto. “Una noche que íbamos con mi novio para mi casa, nos salió un grupo de nueve hombres. Se identificaron como paramilitares. A él lo amarraron y a mí me empezaron a desnudar a la fuerza y a golpearme muy duro [...] Después de estar desnuda, empezaron uno por uno a penetrarme, todos me golpeaban la cara, arrancaron mi cabello, me metieron sus penes por la boca y en un momento empezaron a meterme sus pistolas en mi vagina”, relata una joven del Putumayo. Además de ser agredidas sexualmente, la explotación de las mujeres por los grupos armados suele seguir los patrones propios de una cultura patriarcal: “Se iban después de tener sexo. Era muy duro, no podíamos salir a ninguna parte, pasábamos el día lavándoles los uniformes, limpiando la casa y cocinando para ellos… como ”una mujer“. Recuerdo que una muchacha de quince años se suicidó. No aguantó”.

Otras formas de violencia comprenden el uso de minas antipersona, el ataque a bienes civiles o el reclutamiento forzados de menores. Más de 5.000 niños y niñas han sido reclutados por los grupos armados entre 1999 y 2012, una práctica que suele realizarse bajo coacciones y amenazas. “No, yo tengo que irme, si nosotros no nos vamos los matan a ustedes”, le confesó un niño a su madre.

Asesinatos selectivos (hasta 150.000 según las proyecciones del informe), desapariciones forzadas y secuestros completan el listado de la ignominia. “Uno sabía que cuando uno desaparecía iba muriendo despacitico toda la familia”. Son las palabras de lamento de una mujer antioqueña, extensibles al resto de familias de los 25.000 desaparecidos documentados entre 1985 y 2012. La desaparición sumerge a los más allegados a la víctima en una angustia perpetua. “Desde la desaparición de mi hijo mi vida cambió totalmente, porque día tras día lo añoro, todos los días lo espero y con la zozobra de que mi hijo todavía esté vivo […] Es muy difícil aceptar la realidad, pero aún más difícil de aceptar es la incertidumbre de querer saber dónde está mi hijo y saber realmente qué fue lo que hicieron con él, si está vivo o muerto”, explica Ana Rosa Cuartas, madre de José Norbey Galeano, cuya desaparición se atribuye a grupos paramilitares.

Tampoco alivia el temido final, como reflejan las palabras de esta joven de Montería: “Veinte años después nos entregaron los restos de mi papá y yo pensé que me iba a sentir mejor… pero no. Ese día lloré, grité, casi me desmayo. Yo sé que los muertos se convierten en cenizas, en polvo… pero no quería que me devolvieran a mi papá en una cajita de esas… que un poco de huesos y tierra fuera lo único que devolvieran”.

Daños emocionales, socioculturales y políticos… pero también resistencia

Los impactos del prolongado conflicto sobre las vidas cotidianas de miles de colombianos son muchas veces intangibles pero no por ello menos permanentes en el tiempo. Los testimonios recogidos revelan daños de tipo emocional como sentimientos de odio, rabia, culpa y otro tipo de traumas y secuelas psicológicas. Personas que no pueden volver a dormir, “yo me acuesto y miro para el techo y casi no duermo”; hijos que se sienten culpables de la pérdida de algún familiar, “llegué cuando ya no había nada que hacer... o de pronto me hubieran matado a mí también y eso hubiera sido mejor”; depresiones y muertes prematuras, “el dictamen de la muerte de mi madre fue pena moral, ella no quiso vivir más”.

A éstos se suman otro tipo de impactos de tipo sociocultural o político, como la desconfianza en el otro, el miedo y la paralización de actividades sociales, la criminalización y persecución de todo aquél que es considerado subversivo o la represión de la participación social. En definitiva, el conflicto armado rompe proyectos de vida individual y comunitaria.

Sin embargo, en todo país marcado por la guerra siempre surgen grupos que le plantan cara a la violencia. Las suyas son historias de resistencia, de “luz a pesar de los puñales”, como la de estas mujeres campesinas: “Otro día llegó la policía y nosotras gritamos: ”¡Nadie va a correr!“… Llegó, nos quemó los ranchos, nos llevaron presas, con ollas y pelaos [niños]. Ellos iban llorando. Por el susto les dio diarrea… Cuando llegamos a la Alcaldía, con ese calor, nos encerraron a varias en un calabozo. Afuera quedaron otras mujeres con los pelaos enfermos… Como, pese a la jarana, no nos querían soltar, mandamos a las compañeras que se subieran con los pelaos a la oficina para que le cagaran al alcalde… Al poco rato nos dejaron en libertad… Nosotras pedimos que nos devolvieran las ollas y los machetes y les dijimos: ”Mañana los esperamos por la tierra“. Ya les estábamos perdiendo el miedo”.

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