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Huir de Irak a Siria: “Aquí no hay nadie seguro”

Ghasel Qassem, una yazidi de Sinjar, abraza a su hija Juaher de 7 años de edad. Los 5 miembros de su familia caminaron más de 60 km sin zapatos después de pasar siete días sitiados en el monte Sinjar. Ahora buscan refugio en el campo de refugiados de Newroz, a las afueras de Derek, Siria. Fotografía: Kira Walker.

Nils Henrik

Derek (Siria) —

Sobre la austera y blanca pared de la caseta del puesto fronterizo cuelga un mapa de la parte más septentrional de la zona, el vértice donde convergen las fronteras de Turquía, Siria e Irak. Ciudades como al-Yarubiyah, Tal Alfar o la famosa Mosul aparecen redondeadas con un lapicero y la inscripción DAIS (abreviación de Dawla Islamiya) sobre ellas, en referencia al Estado Islámico, indicando así la presencia de los extremistas en estos lugares. Como para muchos otros en la región, la cercana presencia de las milicias radicales suníes preocupa a los dirigentes del dominio de al-Jazeera, un gobierno de facto autoproclamado en noviembre de 2013 en Qamishlo, Siria.

Sin embargo, el trayecto desde Fyash Habour, el paso fronterizo que une Siria e Irak, a la ciudad kurda de Derek transcurre en una rotunda calma. La carretera, trufada de checkpoints de las milicias de protección popular kurdas, las YPG, apenas observa tráfico rodado.

A escasos kilómetros de la capital del cantón se levanta el campo de refugiados de Newroz, donde aproximadamente 12.000 almas yazidíes, una minoría religiosa que históricamente ha habitado la provincia de Nínive en la vecina Irak, han llegado en busca de refugio. Los radicales, que han hecho de esta minoría, así como de otros pueblos de diferente adhesión religiosa, su último objetivo, han forzado un éxodo masivo tras la toma de la ciudad de Singal.

ACNUR arroja unas cifras preocupantes: desde que el Estado Islámico atacara esta ciudad, unas 200.000 personas han huido al Kurdistán iraquí, convirtiéndose así en desplazados internos por un conflicto que ha cobrado un tinte intersectario.

En una de las tiendas de campaña levantadas con extrema urgencia una médico atiende a un niño deshidratado que llora desconsoladamente. “Llegan traumatizados, exhaustos, y de momento sólo podemos prestar asistencia primaria, con medicamentos básicos” dice una cooperante del Comité Internacional de Rescate (IRC por sus siglas en inglés).

Nouri Saeed Mersa, ayudante de farmacia de 30 años y yazidí originario de Singal, ha llegado al campo de Newroz junto con su familia hace una semana. “Temo el invierno, me horroriza la idea de pasar aquí más tiempo”, musita con evidente desolación. “Aquí no hay nadie seguro. No tenemos el apoyo de nadie, ni de las autoridades kurdas, ni de las autoridades iraquíes”.

La repentina retirada de las tropas peshmerga -brazo armado del gobierno regional kurdo- del norteño Kurdistán ante el avance de las milicias del IS no ha caído bien entre la comunidad, que se siente abandonada. “Ya van 74. –prosigue Nouri- 74 ocasiones en las que nuestra gente ha sido masacrada”. “Cada día nuestra vida empeora” – dice dirigiendo su índice en dirección a las tiendas, a medio montar, que van levantándose en el campo de refugiados. “La vida aquí es miserable”, sentencia en una mezcla de tristeza y hastío.

Mientras la hija de Saleh mece a un niño de dos meses y medio bajo el cobijo que ofrece una lona de plástico, éste menciona que de tener confianza en las fuerzas peshmerga no estarían ahí. Muchas familias optan por los núcleos urbanos del norte de Irak: ciudades como Zajo o Duhok, donde podrían contar con más posibilidades. Pero él, escéptico, ya no cree en que las fuerzas kurdas puedan defender a él y a su familia, y por eso prefiere quedarse aquí, en tierra siria, a pesar de la guerra civil que sufre el país desde hace más de tres años.

A escasos metros, Juaher, de 7 años de edad, mira a sus padres con la firmeza de quien es consciente de que algo no va bien. Su madre, Ghasel Qassem, la abraza fuertemente y le besa repetidamente la mejilla. Luego, pensativa, se sienta entre ella y su abuela, bajo la tierna mirada de su padre, Mirseh. El padre de familia relata el calvario por el que pasó su familia para llegar a territorio sirio. “Caminamos durante horas sin zapatos. Ése fue el peor momento para mí”.

En ese instante un voluntario entrega a la niña una bolsa negra que contiene unas chanclas de plástico. Juaher las recoge con contenido entusiasmo y busca una recíproca mirada de su madre a la espera de aprobación. “Piroz be” (felicidades, en kurdo), le dicen mientras su madre vuelve a acercarla a su regazo.

Bashir, un ingeniero y periodista libanés criado en Rojava (como se conoce al Kurdistán sirio) afirma que los cantones que componen la región sirio-kurda (Afrin, Kobane y al-Jazeera), son seguros. Su gente es conocida por su hospitalidad. “A pesar del embargo, a pesar de tener que estar combatiendo a los milicianos del IS, nosotros compartimos lo poco que tenemos”.

“Unos 14.000 voluntarios ayudaron a los yazidíes a desplazarse [desde el oeste del monte Sinjar, ya en territorio sirio], hasta la frontera”. Pero a pesar de la gentileza de los habitantes del cantón kurdo de al-Jazeera, la tiranía de la geografía es una realidad ineludible: la guerra civil en Siria por un lado, las milicias del Estado Islámico por otro. Y entre medias 12.000 personas, con nombres y apellidos, que han decidido buscar refugio en un país donde otros tres millones han huido a los países vecinos.

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