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Insultos, disciplinamiento y cooptación

El diputado de Ciudadanos en el Congreso, Marcos de Quinto, durante la sesión de constitución de las Cortes para la XIV Legislatura en el Congreso de los Diputados, Madrid (España), a 3 de diciembre de 2019.

Lina Gálvez

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El exdiputado de Ciudadanos Marcos de Quinto publicó ayer un tweet en el que aplaudía un artículo de María Palmero con el desafortunado título: “¿Por qué la ministra Montero nos trata a las mujeres como auténticas subnormales?”. En este tweet, De Quinto escribía lo siguiente: “Interesante repaso a la ministra que alerta a las mujeres para que 'no se arrodillen ante los hombres'. Cabe reconocerle cierto conocimiento de este tema, porque así ha llegado a ser ministra”.

Pero ni el artículo suponía un repaso a la ministra, ya que solo se trataba de un cuestionamiento poco fundamentado del feminismo, ni el tweet de De Quinto ofrecía argumentos más allá del insulto. La superficialidad y zafiedad de su comentario no merecerían que yo les dedicara esta mañana de domingo escribiendo este artículo, si no fuera por el hecho de que su publicación no es un hecho aislado y, por tanto, está lejos de ser inocua.

El tweet de De Quinto no solo es un comentario repugnante, es también una pieza más de un engranaje mucho más amplio, vinculado con el ejercicio del sometimiento de las mujeres a una disciplina que confiere la autoridad a los hombres. El disciplinamiento de las mujeres es un mecanismo muy antiguo, pero con modalidades que se multiplican y renuevan a través de las redes y el mundo online. No es la primera vez que abordo esta cuestión, ya lo hice en el artículo 'Los violadores del click', y me temo que no será la última, puesto que se trata de un fenómeno en auge que cada vez afecta a más mujeres y niñas, y que requiere del desarrollo de una legislación y unas políticas públicas específicas.

Insultar y acosar a las mujeres significa amedrentarnos, pero también disciplinarnos para que no hagamos aquello que supuestamente no nos corresponde y dejemos ese espacio en manos de otros, o eventualmente de otras que no cuestionan el statu quo. El procedimiento consiste en violentar a quienes insistimos en estar allí donde no se nos espera para que el resto ni siquiera lo intente. Para que no digamos lo que no nos corresponde, para que no seamos ministras, y en otros sitios, y antes en España, para que no se nos ocurriera votar y decidir sobre los asuntos públicos de interés común… en definitiva, para que no cuestionemos la autoridad de los hombres.

Decía Clara Campoamor en su ensayo autobiográfico El voto femenino y yo. Mi pecado original: “[…] en la Cámara imperó durante la polémica una excesiva nerviosidad masculina, en cierto momento concitada contra mí, que representaba sola la pretensión femenina de la contienda. […] Finada la controversia parlamentaria con el reconocimiento total del derecho femenino, desde diciembre de 1931 he sentido penosamente en torno mío palpitar el rencor […] No hubo lugar ni momento de completa calma: en los pasillos del Parlamento, en sus escaños, en las reuniones de la Minoría Parlamentaria, en los locales del Partido, en las Asambleas, en la calle, en público y en privado, a cada momento y siempre en tono de agresiva virulencia se me planteaba la discusión poco pertinente sobre el tema. […] Llegué en ocasiones, por fatiga moral, a reducir mi presencia en el Parlamento”.

Es obvio que los mecanismos de escarnio público de las mujeres con objeto de disciplinarnos e inocularnos un miedo que neutralice cualquier intento de abandono del lugar asignado siempre han existido, pero en la web están adquiriendo un alcance y una gravedad muy preocupantes. De hecho, ya han sido calificados como ciberacoso y ciberviolencia por parte de las Naciones Unidas, los organismos europeos y los ordenamientos jurídicos de varios estados.

La naturaleza poco o nada regulada de las plataformas y redes sociales, que está en la base de su propio crecimiento, y el anonimato que se puede y se suele ejercer en las mismas incrementan el riesgo de acoso. Los estereotipos de género y la normalización de la violencia contra las mujeres en los medios tienen el efecto de culpabilizar a las víctimas e invisibilizar su perspectiva en lo relativo a la ciberviolencia contra las mujeres y los discursos de odio contra nosotras. Las desigualdades de género en el mundo de las tecnologías y los algoritmos con sesgos de género contribuyen a crear tecnoculturas tóxicas contra las mujeres.

No obstante, también hay que tener en cuenta que en la parte opresora de este engranaje no solo participan hombres como De Quinto, sino que también lo hacen mujeres como María Palmero. Mujeres que no son conscientes de que viven dentro de un sistema que las oprime y discrimina, mujeres que no pueden desembarazarse de esas servidumbres, pero también aquellas a las que les resulta cómodo el lugar de cierto privilegio que les concede el sistema si hacen lo que se espera de ellas, donde también vale publicar artículos antifeministas sin siquiera esmerarse mucho en conocer el pensamiento al que se combate. Lo mismo ocurre con las relaciones de pareja: cuando los hombres no han transitado aún a comportamientos más igualitarios, son las relaciones más desiguales las que tienen más posibilidades de sobrevivir y no acabar en divorcio, lo que explica que muchas mujeres toleren e incluso celebren esa desigualdad “libremente elegida”.

Para que el sistema funcione, tiene que haber mujeres que lleguen a puestos de poder tradicionalmente ocupados por hombres que no cuestionen el sistema o que se comporten como lo hacen los hombres. Así puede demostrarse que el sistema funciona, que no hay opresión y que quien vale llega, como muy bien ilustra el síndrome de la abeja reina, el referido a mujeres que creen que todo lo que han conseguido se debe solo a sus propios méritos y que nada deben a las luchas y los logros del movimiento feminista. Así, si otras no llegan, no consideran necesario imponer políticas de igualdad, ya que la razón de no llegar es porque no valen o porque no quieren llegar y eligen otros itinerarios vitales “más cómodos”, sin duda más acordes con lo que se espera de ellas. Para que el sistema funcione tiene que haber también mujeres que se unan a muchos hombres en la crítica de las mujeres que cuestionamos el sistema, de modo que si las feministas criticamos a esas mujeres podremos ser acusadas de machistas, a través de un retorcido mecanismo de resignificación de las palabras.

En la actualidad, estas mujeres que contribuyen a la reproducción del sistema basan sus críticas al feminismo en la sacralización de la libre elección. Según el mito de la libre elección y de nuevo resignificando las palabras, el comportamiento realmente feminista de una mujer se caracterizaría solo por su “libre” elección. Por eso estas mujeres están en contra de cualquier discurso o política de igualdad, puesto que, en su opinión, victimizan a las mujeres y sirven para tutelarnos. Para estas mujeres, poder elegir es lo realmente empoderante, incluido elegir prostituirse, elegir ser ama de casa, elegir gestar para otros, elegir participar en programas de televisión que las cosifican…

Pero obvian el pequeño detalle de que no existe tal cosa como la libre elección. Al menos, no para todas las personas en el mismo grado, porque hay precondiciones materiales que determinan nuestras elecciones “libres”, porque estamos sujetos a una socialización que nos hace ver como naturales cuestiones que no lo son, o porque vamos adaptando nuestras elecciones a las oportunidades reales que nos presenta la vida y que varían mucho dependiendo de nuestra renta familiar, el país en el que hayamos nacido, nuestra raza o nuestro género.

Ojalá no existieran diferencias tan grandes en nuestra verdadera libertad para elegir, de conseguirlo va precisamente el feminismo. Pero la realidad es que las hay, y precisamente por ello seguimos luchando desde muchos movimientos sociales y políticos que buscan transformar nuestras sociedades en unas más justas e igualitarias. Por eso no dejamos de denunciar que esas supuestas libres elecciones no solo tienen consecuencias para las mujeres que las toman de manera individual, sino para todas nosotras, ya que los estereotipos de género funcionan exactamente de esa manera, considerando natural lo que no lo es y juzgándonos y ubicándonos en el mundo en función del grupo al que pertenecemos; en este caso, el de las mujeres. De ahí que sigamos necesitando políticas de igualdad y una legislación y una acción política claras contra la ciberviolencia contra las mujeres y las niñas. Y las feministas lo vamos a seguir diciendo y reclamando, aunque quieran disciplinarnos con el insulto y otras modalidades de violencia y ciberviolencia.

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