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Sobre este blog

Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Acerca de las políticas de la identidad y sus actuales derivas

El Congreso de los Diputados, durante la segunda votación de investidura, Foto: Marta Jara

Andrea Ruíz Balzola

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“No nos humaniza tener una identidad, lo que nos humaniza es reconocernos dentro de una identidad”

A. Renaut

Con un retraso notable en relación al mundo político y universitario estadounidense, las políticas de la identidad y las llamadas 'guerras culturales' han desembarcado en nuestro país generando mucho ruido –especialmente en las redes sociales- y un debate un tanto bronco que no propicia la escucha y el diálogo.

En el llamado mundo de lo social y del activismo, en foros, plataformas y espacios que luchan por diferentes causas como la diversidad, el feminismo, el antirracismo, etc., viejos conceptos como el de “lo personal es político” y otros nuevos como “préstamos culturales” o “privilegios y opresiones” han cobrado un especial protagonismo. En términos generales podemos decir que todos ellos forman parte de las políticas de la identidad. Y que de fondo siempre tenemos la imprecisión y vaguedad de dos conceptos clave: identidad o cultura. Conceptos sobre los que muy pocas veces se reflexiona y que generan no pocos malentendidos.

Las políticas de la identidad, más propias del ámbito anglosajón y que comienzan en la década de los 60- se ocupaban de amplios grupos de personas (mujeres, afroamericanos, homosexuales) a las que históricamente se ha invisibilizado, discriminado y/o explotado. Tal y como señala R. Dudda (2019) el punto de partida de estas políticas está claro: no toda opresión es económica, también es cultural. Y vista la larga historia de discriminación de numerosos colectivos, las políticas de la identidad no son –como algunos y algunas mantienen- simples caprichos, sino cuestiones importantes de reconocimiento e igualdad. Esta larga historia de discriminación es también la que provoca que desde las políticas de la identidad se sospeche o rechace de plano cualquier apelación a lo universal o lo común. Un rechazo comprensible en la medida en que la utilización de lo universal ha ocultado durante siglos bajo una máscara de supuesta neutralidad múltiples sistemas de dominación. Pero, ¿hemos de renunciar por ello a lo común o lo universal?

A partir de la década de los 80, analiza M. Lilla (2018) las políticas de la identidad en los EEUU tomaron un nuevo rumbo en el sentido de que pasaron de una lucha a través del activismo y de las instituciones por el reconocimiento y aseguramiento de derechos, a un repliegue en términos exclusivamente identitarios que imposibilita el pensar lo común y fomenta la moralización y el narcisismo político. Este giro queda ejemplificado en el cambio de significado que ha sufrido el eslogan de la activista feminista estadounidense C. Hanisch: “Lo personal es político”. A través de este eslogan se ponía de relieve que no hay ámbitos o esferas de la vida que estén exentas de la lucha por el poder. Que cuestiones aparentemente personales tenían una profunda carga política que afectaba en términos de derechos la vida de muchas personas. Y que esa carga política y de poder era precisamente la que una larga historia de desigualdad había invisibilizado.

Sin embargo, este eslogan está siendo interpretado –a tenor de lo que en ocasiones se lee en las redes sociales o se escucha en los discursos de algunas/os activistas- en otro sentido: de considerar que todo lo personal es un hecho político a pensar que lo político no es más que una extensión de mí identidad. Es, como dice M. Lilla, justamente su sentido opuesto: “pensamos que la acción política es de hecho nada más que actividad personal, una expresión de mí y de cómo me defino a mí mismo” (2018: 83). Desde esta nueva interpretación, al mismo tiempo que convertimos lo político en una feria o mercado de las identidades, exigimos una correspondencia total entre la vida pública y la privada. El acento se coloca casi exclusivamente en la autenticidad, la pureza moral y la integridad individuales. Y, enseguida aparecen en el activismo aquellos que velan porque esa correspondencia sea real.

En este sentido, y desde este nuevo marco interpretativo, es como aparecen nuevas “metodologías” en talleres, charlas y diferentes espacios que conllevan cierta ridiculización y escarnio. Estas “metodologías” –no sé muy bien cómo denominarlas- han sido cuestionadas certeramente por el colectivo anarquista Projecte X: “Las luchas basadas en la identidad, teniendo objetivos y principios muy valiosos, están tomando como estrategia la agresividad verbal hacia el Otro, en una especie de pugna antagónica hacia personas comprometidas que estarían dispuestas a transformar sus actitudes machistas, lgtbifóbicas o racistas. En cambio, son insultadas y apartadas de las luchas por una simple cuestión de procedencia identitaria naturalizante y esencialista” (2019). U otras veces de lo que se trata –en estos espacios o en las redes sociales- es de que la persona en cuestión, encerrada convenientemente en una jaula identitaria, haga algo así como un acto de contrición que le permita el perdón por ser –supuestamente- lo que es. Soy consciente de que hay algo de caricatura en esto último, pero es que últimamente sopla un tufillo cristianoide en las formas, maneras y metodologías que todo lo llevan a lo experiencial y lo personal que, como antigua alumna de colegio de monjas, pensé habíamos superado o atravesado hace bastante tiempo.

En un sentido parecido se pronuncia D. Bernabé, cuando analiza cómo el sistema de análisis del actual activismo contemporáneo utiliza los criterios de privilegios y opresiones siempre ejercidas o sufridas en el ámbito individual. Lamenta este autor la desaparición de la palabra explotación, algo cuantificable a diferencia de la abstracción que representa el eje opresión/privilegios. Los privilegios operan siempre en la esfera individual, pero las ventajas, por ejemplo, masculinas derivan de un sistema económico y cultural estructuralmente conformado independientemente de que los hombres saquen provecho o no de ellas. Sin embargo, desde ese giro a lo individual, el activismo considera a las personas –descontextualizadas- poseedoras de privilegios y opresiones. Desde aquí, la solución al conflicto es: “pedir a esas personas que revisen sus privilegios, es decir, que hagan acto de contrición para ver qué tipo de ventajas disponen y, sencillamente, dejen de hacer uso de ellas” (2018: 239).

Con esto no quiero decir que la experiencia única e intransferible de una persona no tenga ningún lugar. En absoluto. De hecho, tal y como señala la activista boliviana M. Galindo, los procesos de enunciación de una mujer, un indígena o una lesbiana, son momentos políticos clave en los que la construcción de tu discurso se realiza en primera persona. Se trata de que ya no hablen en tu nombre. Estos procesos, diferentes para cada caso, operan bajo la lógica de encontrar a tus iguales para conformar colectivos que: “se convierten en espacios de contención, despliegue y autoafirmación de la identidad” (2013: 54). Pero, analiza M. Galindo, algunos colectivos se quedan estancados en este momento de enunciación y autoafirmación sin entender que aquel es una etapa en un proceso de liberación y no la liberación en sí misma. Cuando esto sucede: “la identidad se convierte en un lugar cómodo, auto-victimista y repetitivo. El sujeto transcurre en la ambivalencia entre colocarse como la víctima o erigirse como mito de sí mismo” (2013:56). Y aquí el discurso identitario opta por replegarse hacia los esencialismos y fundamentalismos; una sombra siempre presente en las políticas de la identidad.

También la posibilidad de este repliegue identitario fue señalada por A. Brah que en la década de los 70 planteaba qué posibilidades de coaliciones podía posibilitar el considerar las opresiones –raza, género, clase, sexualidad- como elementos separados que podían ser sumados linealmente. Ello llevaba a crear jerarquías de opresiones y a investir de autoridad y superioridad moral a la mujer o colectivo que más opresiones encarnaba. La propuesta inicial había sido, sin embargo, bastante más compleja: se trataba de identificar la especificidad de las opresiones concretas, comprender su articulación con otras opresiones y construir políticas de solidaridad. Por esta, y otras derivas de las políticas de la identidad, A. Brah propone hablar de políticas de identificación y no políticas de la identidad; sin olvidar nunca que una política de identificación: “solo tiene sentido si está basada en la comprensión de las bases materiales e ideológicas de todas las opresiones en sus manifestaciones globales” (2019: 235).

La idea de la identidad como identificación y el abrirnos a pensar la identidad en términos de procesos de identificación ha sido puesta sobre la mesa por diferentes pensadores/as (R. Brubaker 2002, K. A. Appiah 2019, I. Zubero y A. Izaola 2014). En este sentido, A. Díaz de Rada plantea en sus seminarios que lo que tenemos, desde un punto de vista empírico, son identificaciones: expresiones activas producidas por personas tanto para sí mismas como para las demás. Los procesos de identificación son plurales, responden eventual y condicionadamente a los contextos de acción. Esto no quiere decir que las identificaciones sean puramente transitorias. Se construyen socioculturalmente e históricamente, y tienen importancia en la biografía personal y colectiva. Pero, desde luego, no son las esencias y autenticidades que parece adquieren cuando entramos en el campo político de las legitimidades, donde el juego con la identidad más o menos viene a decir: tus identificaciones son artificiales, las mías son auténticas.

Esta misma mirada en términos de proceso ha sido propuesta para el concepto de cultura, sobre todo en un tiempo en que las culturas o lo cultural se ha esencializado hasta tal punto que ha dado lugar al fundamentalismo cultural como nueva retórica de la exclusión en Europa (V. Stolcke 1993). Un esencialismo que lleva a pensar que el comportamiento de una persona se puede explicar por su supuesta cultura o que las culturas, como entidades, dialogan entre sí. Y aunque este tipo de ideas se han movilizado sobre todo desde la extrema derecha y los nuevos populismos, me temo que cierta confusión en torno al concepto de cultura se ha producido también desde los movimientos de izquierda, por ejemplo, bajo la idea del “préstamo cultural”. En primer lugar, porque todas las prácticas y objetos culturales son mestizos - ¿a quién pertenece la cultura? -, y en segundo porque como muy bien ha explicado K. A. Appiah la misma idea de propiedad constituye un modelo equivocado. Lo que se esconde tras las acusaciones de “préstamo cultural” tiene que ver con abusos de poder y falta de respeto en contextos de desigualdad. El diagnóstico de “apropiación cultural” no parece el más correcto ya que: “quienes analizan estas transgresiones en términos de propiedad están aceptando un sistema comercial ajeno a las tradiciones que creen proteger, han permitido que un régimen de propiedad moderno se apropie de ellos” (2019: 256).

Vuelvo ahora a la pregunta que nos hacíamos al comienzo: ¿hemos de renunciar a lo común o a lo universal? Si socavamos el 'nosotros' a través de una pedagogía liberal centrada en la identidad ¿nos acabaremos despolitizando? ¿Deshaciendo ciudadanas y ciudadanos? ¿No potencia un enfoque de este tipo la disgregación y atomización del neoliberalismo?

Me temo que podemos contestar afirmativamente a estas preguntas, y que parte de la izquierda que ha asumido sin crítica ni revisión alguna las políticas de la identidad y sus efectos tendrá su responsabilidad en ello. Respecto a la renuncia a lo común o lo universal, la respuesta es negativa. Las políticas de la identidad, quizás mejor políticas de la identificación, han sido necesarias y probablemente lo seguirán siendo. Pero eso no significa necesariamente renunciar a lo común, a lo colectivo. Son las que he tildado de 'derivas' de las políticas de la identidad en este artículo las que provocan esa renuncia, impiden construir puentes de diálogo y se refugian en esencialismos, autenticidades y superioridades morales.

Finalizo con M. Garcés y su pequeño, pero gran ensayo 'Nueva ilustración radical' en el que menciona cómo J. Butler y R. Braidotti, poco sospechosas de un universalismo etnocentrista, plantean la necesidad de que la crítica al humanismo histórico y sus modelos universales no hagan desparecer la capacidad que tenemos de vincularnos con el fondo común de la experiencia humana o, en palabras suyas: “la capacidad que tenemos de compartir las experiencias fundamentales de la vida, como la muerte, el amor, el compromiso, el miedo, el sentido de la dignidad y la justicia, el cuidado, etc.” (2017:69).

*Andrea Ruíz Balzola, antropóloga*Andrea Ruíz Balzola,

Bibliografía citada en el texto

Appiah, A. K. (2019): Las mentiras que nos unen. Madrid: Taurus.

Bernabé, D. (2018): La trampa de la diversidad: cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora. Madrid: Akal.

Brah, A. (2011): Cartografías de la diáspora. Madrid: Traficantes de Sueños.

Brubaker, R. (2002): “Ethnicity without groups”. European Journal of Sociology Vol. 43, Isuee 2, pp. 163-189.

Dudda, R. (2019): La verdad de la tribu: la corrección política y sus enemigos. Madrid: Debate.

Galindo, M. (2013): No se puede descolonizar sin despatriarcalizar. Bolivia: Mujeres Creando.

Garcés, M. (2017): Nueva ilustración radical. Barcelona: Anagrama.

Izaola, A. y Zubero, I. (2014): “La cuestión del otro: forasteros, extranjeros, extraños y monstruos”, Papers, pp. 105-129.

Lilla, M. (2018): El regreso liberal: más allá de las políticas de la identidad. Barcelona: Debate.

Projecte X. Colectivo libertario feminista por la disidencia sexual y de género (2019): “No nos encontraréis ahí… (Sobre violencias de género y gestiones colectivas) ”No nos encontraréis ahí…

Stolcke, V. (1993): “El fundamentalismo cultural como nueva retórica de exclusión”, Mientras Tanto, pp. 73-90.

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