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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

¿Para qué educamos?

Aumentan las amenazas de los alumnos a los docentes: "Te voy a arruinar la vida"

Pablo García de Vicuña

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Pienso que estamos ante la pregunta más recurrente en el universo educativo en el que nos movemos las y los profesionales de la educación. Puede aparecer en momentos de debilidad extrema, ante situaciones que creemos nos superan, cuando sentimos más cuestionada nuestra labor y deseamos intercambiarnos por cualquier otro trabajo menos problemático, más anónimo. En esos instantes, la falta de empatía sentida, la crítica injustificada, ante la que nos parece una profesión digna y apasionante, nos desarman. Entonces, desearíamos poner cientos de kilómetros de distancia entre nosotras/os y gozar de esos pequeños placeres –recogedora de pelotas de golf, probador de toboganes acuáticos, plañidera profesional, probador de colchones…- tantas veces olvidados tras una mesa de trabajo, lejos de nuestros horarios laborales, ampliamente excedidos.

La pregunta también nos llega cuando nos encontramos ante un libro o artículo que nos llama la atención. En esos instantes, satisfechas/os con nuestra profesión, buscamos completar nuestras experiencia con las de otras personas, admiramos sus experiencias, compartimos avances, diseñamos nuevas actuaciones e iniciativas. Sin sentirnos especialmente importantes, nos congratulamos más con el sol que con las nubes, con el entusiasmo que con la desesperanza.

En mi caso, tengo que reconocer que es una pregunta recurrente, a la que en función del estado de ánimo en el que me encuentre, de la realidad cotidiana que retenga mi memoria o del simple momento de pensar, alejándome de la rutina, viene a mi mente de forma periódica, prácticamente, una vez al mes.

En esta ocasión, ha llegado como consecuencia de dos lecturas, del libro 'Devaluación continua' (Tusquets, 2019) y del artículo 'Reflexiones sobre una nueva pedagogía' (El Diario de la Educación 11/11/19). En ambos casos -y por distintos caminos- Andreu Navarra y Francisco Imbernón me han colocado, otra vez, en la casilla de salida: “Para qué educamos?”. Ambos autores, docentes y escritores divulgativos; ambos, críticos con el sistema actual, pero interesados en transmitir mensajes positivos, a partir de análisis actuales de la educación que cada cual percibe. Ambos, catalanes, lo que no es un dato casual, sino la ratificación de que en esa tierra la Educación –con mayúsculas- es sinónimo de importancia para sus gentes.

Hay en mi opinión, sin embargo, una diferencia crucial entre ambos educadores: la percepción recibida al final de las lecturas; el poso final en la arena que sus escrituras dejan, una vez retirada la ola. En el libro de Navarra, el primer recuerdo tras la lectura evoca una cierta decepción, enfado y hasta resignación por lo que considera un sistema educativo español anticuado, con programas educativos obsoletos, escasamente motivador, excesivamente burocratizado. Conviene advertir cuanto antes que el subtítulo que el autor añade (“Informe urgente sobre alumnos y profesores de Secundaria”) acota convenientemente el análisis posterior a esa etapa educativa, ignorando las restantes. Busca, así, una radiografía de ese periodo de alumnado adolescente y profesorado desmotivado –según su percepción- hacia los que dirige soluciones que podrían, en su opinión, revertir el ambiente de abandono que viven unos/as y de crispación, otras/os.

En Imbernón, por el contrario, el poso es más positivo, genera más sensación de ventana abierta para que corra el aire fresco. De entrada, su artículo no se limita a un espacio educativo ni a una etapa formativa determinada. Tomando como disculpa su asistencia a un reciente congreso sobre Pedagogía crítica, reflexiona sobre la importancia del rearme moral, ético e intelectual que la educación actual –a través de sus profesionales y, principalmente, de sus administradores/as- debe hacer, una vez conocida la eclosión de ideas neoconservadoras y neoliberales que triunfan por todo el mundo.

Imbernón nos incita a ver más allá de nuestros límites como educadoras/es; nos empuja a abandonar nuestra área de confort -ese espacio consolidado desde el que, en ocasiones, nos refugiamos, mientras vemos pasar la vida sin intervenir activamente-. Nos invita a incidir en la transformación del mundo al que pertenecemos. Nos induce a analizar –y explicar al alumnado- la desigualdad y la opresión (ambas en aumento), a superar las contradicciones de una educación mercantilista, como la actual, que reproduce esquemas de privilegios y desventajas. Nos implica a las y los profesionales educativos a ser agentes activos del cambio ideológico que es necesario abordar, si queremos una sociedad más equitativa y solidaria.

Y en este último asunto (nuestro papel en la Educación) donde ambos autores vuelven a coincidir. Un papel que debemos desempeñar con entusiasmo y sin resignación (A. Navarra); una labor que debemos afrontar rompiendo formas de pensar y actuar, integrando otras realidades culturales, otras identidades sociales (F. Imbernón). Es posible construir un/a docente más profesional y más orgulloso/a de las funciones que debería desempeñar. Un/a docente que siga luchando para conseguir alternativas a una enseñanza más democrática y participativa.

Una vez más, creo encontrar, a través de estos escritos, respuesta a la recurrente pregunta: creo que hoy educo para espantar tanto cuervo como pretende posarse en la cercanía de nuestro alumnado; para alejar fantasmas que aparecen en cuanto dejamos espacio que ocupar; para despejar nubarrones de incomprensión individualista. Será duro, habrá que combatir con ambigüedades y decisiones administrativas inesperadas. Seremos, por momentos, la representación de un sistema educativo que parece ineficaz, pero al que buscamos continuamente mejorar a través de la crítica y de un entusiasmo blindado. Por ello, merece la pena levantarse cada mañana.

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