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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La normalidad educativa vasca (I)

Un total de 300 docentes solicitan participar en el Programa de Refuerzo Estival de la Junta

Pablo García de Vicuña

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La vista desde la ventana del espacio donde trabajo no difiere mucho de la que podía contemplarse unos meses atrás; la potente luz que inunda la casa y la frondosidad de los castaños de Indias de la plaza recordando una primavera a punto de finalizar, pueden parecer los únicos cambios reseñables. Sin embargo, el movimiento incesante de personas en horas de compra, los paseos de ancianos, impacientes por recuperar sus bancos preferidos, o el bullicio de conversaciones elevadas que surgen desde las terrazas de los bares, podían dar una imagen distorsionada de encontrarnos en un año corriente, como cualquier otro.

Fijándonos en las personas que recorren el espacio de mi visión podría mantener la duda de esa aparente normalidad. De un lado, están las que se mueven con absoluta libertad en grupos amplios, buscando la complicidad a través de la cercanía física, aparentando desconocer -o voluntariamente olvidar- el significado de términos tan inquietantes y confusos como coronavirus, confinamiento, fases o PCRs. Del otro, se encuentran quienes mantienen disciplinadamente una distancia amplia en los encuentros fortuitos, se hacen difícilmente reconocibles a través de esos pequeños trapitos azul celeste que cubren sus rostros y trasladan una imagen de pacientes huidos de cualquier hospital cercano. Si aún mantuviese alguna duda, la visión de las vallas que impiden el acceso a los juegos infantiles despejaría cualquier incertidumbre: el bicho sigue aún entre nosotras y nosotros y desconocemos por cuánto tiempo seguirá importunándonos.

Ese baño de realismo nos lleva a reflexionar sobre un futuro incierto que tensiona las expectativas profesionales, exprime los cuidados sanitarios y complica cualquier previsión más allá de unas pocas semanas. ¿Cómo serán las vacaciones? ¿Se podrá viajar? ¿Qué pasará con el ERTE de mi empresa cuando finalice el estado de alarma? ¿Podremos olvidarnos en algún momento de la engorrosa mascarilla?

En ese mar de dudas se encuentra también la educación vasca y su futuro más inmediato. Casi medio millón de estudiantes, más sus respectivos familiares cercanos, se encuentran en estos momentos intentando finalizar un curso escolar atípico, de la forma más honrosa posible. La recuperación parcial de algunas sesiones presenciales y la cercanía de las pruebas finales invitan a pensar con cierto optimismo en un calendario que asoma próximo el mes de julio. Sólo falta el último esfuerzo para poder disfrutar de un merecido descanso en este curso tan complicado.

Las dudas más asfixiantes se concentran básicamente en lo que el próximo curso nos traerá. Hay pocas certezas en estos momentos. La primera, cualquier vacuna eficaz no llegará antes de un año, con lo que la exposición al coronavirus seguirá latente y constituirá un riesgo evidente de contagio, si no somos capaces de seguir las medidas preventivas que las autoridades sanitarias recomiendan. Segunda -y, de momento, última certeza-, el comienzo del curso 2020-2021 será el 7 de septiembre, según palabras de la propia Consejera.

A partir de aquí se abre el vasto campo de las elucubraciones, de las opiniones más o menos certeras, mejor o peor argumentadas. Nada, a día de hoy, está confirmado ni cuenta con las suficientes garantías de credibilidad. Estamos, por tanto, ante una nueva oportunidad de ofrecer reflexiones, de opinar sobre cómo nos gustaría que fuese ese nuevo curso, con qué escenarios teóricos contar, qué soluciones prácticas aportar. Intentaré aportar mi granito de arena, no sin antes, recorrer algunas de las “enseñanzas” que nos deja este virus en la educación.

Empezaré por resaltar una obviedad: la educación también se ha visto tremendamente infectada por la COVID-19. Pese a las buenas intenciones de las administraciones educativas, pese al trabajo incansable del profesorado, pese al esfuerzo de estudiantes y familias por intentar recuperar una normalidad que se nos escapaba de las manos como el agua entre los dedos, pese a todo, el virus se instaló en la estructura educativa y aún no ha dado síntomas de desear marcharse.

La acumulación y posterior entrega de dispositivos electrónicos, el aprendizaje acelerado de plataformas online, la búsqueda exasperante de modelos y programas pedagógicos virtuales, la inestimable ayuda familiar en las tareas diarias estudiantiles no puede ni debe confundirnos de lo que ha sido una constante: la sensación de llegar tarde y mal a conectar con la totalidad de nuestro alumnado, de ofrecerle cercanía emocional ante situaciones delicadas que, sin duda, ha sufrido.

Las autoridades sitúan en torno a un 20 % el alumnado que se ha perdido por el camino en este final de curso; otras investigaciones elevan el número hasta el 30 %. La revista Magisterio ha señalado en una encuesta realizada entre el profesorado que casi el 70 % ha aumentado su jornada laboral durante este confinamiento. Organizaciones como la UNESCO continúan reuniendo semanalmente expertas/os mundiales, especialmente en Hispanoamérica, en una búsqueda contrarreloj por ofrecer soluciones que disminuyan la brecha educativa y social abierta en todos los países, así como canales continuos de comunicación con el mundo profesoral. Equipos de investigación didáctica, como Proyecto Atlántida, han diseñado distintos escenarios educativos de vuelta a clase. El mundo educativo está en plena efervescencia en un intento de aportar respuestas a las innumerables preguntas que se amontonan.

Prácticamente nadie duda de que iniciaremos un curso atípico, desconocido hasta la fecha por cuantas personas trabajamos en este ámbito. Si, como recuerdan estos días las y los expertos, en circunstancias normales, un verano puede suponer hasta una pérdida de un mes de lo aprendido por el alumnado, habrá que multiplicar ese dato por equis, dadas las especiales circunstancias acontecidas desde marzo.

A ello, deberíamos sumar las dificultades añadidas de la desigual capacitación tecnológica del profesorado, los problemas de conectividad y acceso a dispositivos, así como el nada despreciable dato del capital cultural que aporta la familia en el aprendizaje, tan variable como la vida misma. Esta suma de dificultades deberá estar muy presente en el inicio de curso para buscar entre todos los agentes educativos soluciones que palíen el efecto pernicioso del virus.

El profesorado y el resto del personal educativo también sale diezmado de la pandemia. Al desconcierto inicial por la paralización de las clases presenciales -único motor de comunicación educativa utilizado mayoritariamente- se unieron la pérdida de contacto con cierto alumnado, el esfuerzo por el incremento del trabajo y, principalmente, la desconfianza hacia las autoridades educativas por la confusión de órdenes y mandatos contradictorios recibidos durante ese espacio temporal.

Tales consecuencias para unas y otros, así como la súbita irrupción de la tecnología online, verdadero salvavidas educativo y profesional durante la pandemia, han provocado discusiones acaloradas sobre el futuro de la enseñanza. El sociólogo Xavier Bonal ha condensado alguna de ellas como preguntas que abren interesantes dilemas: ¿Estamos ya ante una escuela y un profesorado prescindible? ¿Conoceremos el RIP del credencialismo? ¿Se consolidará una educación individualista? A las tres, adelanto, responde negativamente, aunque manteniendo matices muy interesantes en todas ellas.

La respuesta negativa a la primera de las preguntas se sustenta en algo fundamental y obvio en nuestro entorno: la sociedad actual no concibe aún -y esperemos que por mucho tiempo- la pérdida del contacto físico, del apoyo emocional que normalmente se establece entre alumnado y profesorado. Y no sólo en la etapa infantil, sino durante toda la enseñanza obligatoria esa presencia cercana, a veces incluso agobiante para el alumnado adolescente, se hace hoy por hoy imprescindible para las personas en proceso de formación. Siguiendo a Jaume Funes (1), sabemos que “…bajo la dureza expresiva (los/as adolescentes) emiten mensajes ocultos para seguir sintiéndose queridos, para conservar maneras distintas a las de la infancia la seguridad de quien sabe (a pesar de las rupturas necesarias) que tienen adultos disponibles, en la proximidad adecuada”.

Sobre el credencialismo, Bonal deja más puertas abiertas para decidir si estamos o no ante su final. Esta teoría, que establece que la escuela como institución otorga credenciales para acceder a puestos de trabajo mejor valorados y mejor pagados independientemente del conocimiento adquirido, viene sufriendo reveses en los últimos tiempos. Desde que multinacionales todopoderosas, como Amazon o Apple no priorizan las titulaciones académicas entre las medidas de selección de personal, puede dar la sensación de que estamos ante otro tótem que se desmorona. Bonal, sin embargo, y, pese a las dudas que le llevan a plantear una reflexión seria sobre la situación actual de la universidad, sigue apostando por este sistema.

Para contestar al tercer dilema, hay que hilar fino entre los términos enseñanza individualizada e individualista. El primero aporta profundidad en el conocimiento del alumnado, interés por destacar su personalidad y su formación del resto, fomentando sus valores propios, que pueden ser o no coincidentes con los de sus compañeras/os. Trabajar en esta clave nos alejará de aquella educación uniformizada, propia del capitalismo industrial que buscaba formar productores y no personas, que enseñaba en aulas de cuarenta individuos como si se tratase de una única persona.

Sigue siendo un ideal, un objetivo no siempre alcanzable, en ocasiones incluso ignorado, pero un vector hacia el cual dirigir la nueva educación que esperamos se consolide en este siglo XXI.

La enseñanza individualista, por el contrario, tiene que ver con la pretensión que las élites económicas y sociales han buscado siempre: la diferenciación, aquella que les encumbre y mantenga como grupo dirigente. La que se imparte en Eton College, o en España en centros como Sta. Mª de los Rosales y Nuestra Sra. De los Rosales (Madrid), Lyceo Francés (Barcelona), Colegio Atalaya (Málaga) o Gaztelueta (Getxo). Centros privados o concertados que hacen del privilegio privativo, seña de identidad. Formar en exclusividad para mantener constantes (único, elegido, distinto) que situarán a ese/a alumno/a en la cúspide del poder.

Sí, ciertamente, la COVID-19 ha cambiado nuestra percepción de la enseñanza que teníamos en marzo a otra aún por explorar. Del mismo modo en que la ventana ofrece una visión similar, pero con hondas diferencias de lo que percibía hace escasamente tres meses, el sistema educativo se ha transformado, probablemente por necesidad, pero con elementos que lo harán sensiblemente distinto. Lo veremos próximamente.

(1) Quiéreme cuando menos lo merezca… porque es cuando más lo necesito, Paidós, 2019

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