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Sobre este blog

Este blog pretende unir cine y memoria histórica destacando aquellas producciones que pueden promover una reflexión en el lector, enlazar con las biografías de nuestro proyecto 'Fighting Basques' y mostrar otros materiales relacionados con el audiovisual, incluyendo proyectos más modestos, como los propios de la Asociación Sancho de Beurko, cine amateur, etc. El lector podrá encontrar artículos con análisis cinematográfico y crítica siempre bajo el prisma de la memoria de la generación del período 1936-1945. Puedes leer aquí más contenidos de 'Fighting Basques'.

El tardofranquismo lleva al cine 'El otro árbol de Guernica'. La novela de Luis de Castresana sobre los niños de la guerra

Sentados en el suelo en medio de la imagen los hermanos Santi y Begoña Celaya, interpretados por José Manuel Barrio e Inma de Santis (“El otro árbol de Guernica”, 9ª Edición, Ed. Prensa Española).

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Decir que las obras humanas son hijas de su tiempo parece una obviedad que conviene recordar cuando hablamos de una película como 'El otro árbol de Guernica' (Pedro Lazaga, 1969), basada en la novela homónima y autobiográfica de Luis de Castresana Rodríguez que trata sobre la primera expedición de niños de la Guerra Civil Española (GCE) evacuados de Bilbao a Francia y Bélgica, que tuvo lugar el 20 de marzo de 1937. Sobre este escritor pesa un olvido incomprensible que, a decir de Félix Maraña, puede atribuirse a diversas causas, entre las que cabe destacar la negación del propio autor, “uno de los grandes narradores en castellano que ha dado el País Vasco” (1). Nosotros añadiríamos que ha sido estigmatizado por una connivencia con el franquismo, la cual, aunque pudiera parecer cierta en sentido estricto por ser un hombre que desarrolló su carrera durante un régimen al cual jamás se opuso -y por ello, no se vería penalizado, como en cambio si les pasó a otros-, no se corresponde ni con su personalidad ni con sus méritos, pues fue un escritor que se hizo a si mismo a base de trabajo y de lecturas, y mucho menos con la realidad de su obra. Afortunadamente, en los últimos años ha sido reivindicado en su localidad natal de Trapagaran, donde han cuajado algunas iniciativas en su memoria: charlas, exposiciones y la adquisición de diversos objetos personales, incluyendo dos cuadros de su autoría (2).  

Pero para conocer de verdad a Castresana (nacido en el barrio de Ugarte en 1925) -cuya prosa es honesta y sincera, nada recargada e impregnada de la cultura de quien ha devorado multitud de libros- hemos leído el que creemos que es su trabajo más directo y personal, con el que precisamente pretendía responder a todas aquellas cuestiones que habían quedado en el aire tras el gran revuelo montado por aquella novela (la más famosa de toda su carrera) que ponía voz a miles de niños que, como él, se vieron obligados a marchar al extranjero durante la GCE y a su regreso tuvieron que crecer rodeados de la simbología y la propaganda opresiva de un régimen que no admitía discrepancias en aquella durísima posguerra en blanco y negro, lo que acaba marcando y mucho. Y subrayamos esto para entender al escritor en su justo contexto, ya que tuvieron que pasar muchos años y llegar a los estertores del franquismo para que se pusiese a la tarea de luchar contra su modestia y hablar de sí mismo en 'La verdad sobre ‘El otro árbol de Guernica’ (1972), si bien lo hizo de modo muy comedido, a tono con la personalidad de quien había evitado siempre el conflicto (3).

A través de este libro, escrito a petición del editor José María Martín de Retana, nos muestra, sin el subterfugio de quien recurre a su personaje, su propia visión del mundo. La de un humanista profundamente cristiano que se declara totalmente apolítico (“los políticos no me inspiran ningún interés, ninguna curiosidad”), reivindicando su independencia ante las críticas de quienes “se sienten con derecho a juzgarle y a colocarle las etiquetas políticas que les de la gana”) y reclamando su derecho a que se le defina “por lo que escribe y no por lo que (se) va diciendo por ahí a media voz en los corrillos de chismosos y en los cafés y mentideros literarios” (4). Toda una declaración de principios que sabemos sincera a tenor de las impresiones que causó en aquellos que le conocieron y se honraban de su amistad hasta el punto de dedicarle exquisitos epítetos de hondo sentimiento, como el obituario con el que le homenajeó el poeta Mario Ángel Marrodan (5). 

Sin embargo, como decía recientemente la novelista Mariana Enríquez, es un serio problema pensar siempre “en lo que ofende y en lo que no” (6), algo que sin duda preocupó vivamente a nuestro autor hasta el punto de crearse un universo propio en el que sortear todas aquellas cuestiones de un modo que su integridad y moral quedasen a salvo, incluso de aquellas personas más vinculadas al Movimiento con las que tuvo que tratar, algunas muy cercanamente como el que fuera alcalde de Bilbao José María Careaga y su mujer, la reconocida abogada y escritora Mercedes Formica, a quienes iba dedicada la novela, ¿pero lo consiguió realmente? Nosotros creemos que no. En su descargo podría decirse que no era fácil sustraerse de la propaganda con la que el tardofranquismo pretendía blanquearse cuando habían pasado casi 30 años de la GCE y se promovía tímidamente cierto lenguaje conciliador que no era sino la integración “del vencido en los valores del vencedor que proponía el régimen con su retórica de la paz” (7). Pero sí es cierto que algo estaba cambiando en el cine con películas como 'El verdugo' (Luis García Berlanga, 1963) y 'La caza' (Carlos Saura, 1966) en un momento en que también se sumaban a esta “apertura” José Antonio Bardem y Antonio Buero Vallejo (8).

Una retórica de la paz en la que, a su manera, también creía Castresana, si bien desde la honestidad de quien después de una vida dedicada a escribir no había ganado -a decir de Ángel Ortiz Alfau- ni “un solo céntimo” con sus novelas hasta la llegada de 'El otro árbol de Guernica' en 1967, aunque la primera edición se la tuvo que sufragar él mismo poniendo todos sus ahorros (9). Este modo de pensar se percibe con claridad en el prólogo del libro, en el que habla de una “Vizcaya entrañable” que él sabe estigmatizada por roja y separatista. La misma que conoció en su niñez de parte de sus mayores, ya que su padre pertenecía a Unión Republicana. Por ello, no nos parece casual que se encontrase tan cómodo en la piel del niño que fue, el Santi Celaya de su novela (interpretado en la película por José Manuel Barrio), ya que, protegido por su inocencia, podía hablar de ciertos temas que aún eran un tabú para el régimen sin molestar a nadie. Empezando por esa “representación universal del sufrimiento infantil durante la guerra y el exilio” a la que hace referencia Iker González Allende (10). De este modo, al centrar todo el relato en las vicisitudes de los niños, los sucesos de 1936-1939 solo son el marco que se necesita para dar dimensión al protagonista y él se empeña en convencernos de que no hay ningún otro trasfondo: 

El otro árbol de Guernica es, en esencia, una novela de esperanza española y una declaración de amor a Vizcaya; una Vizcaya entrañable, evocada y sensibilizada por la lejanía, la guerra y la añoranza, y que adquiere en el desarrollo argumental la dimensión del protagonista (11).

A renglón seguido, y por si quedaba alguna duda del afán conciliador del autor de Trapagaran:

Este no es un libro de restas, sino de sumas, y ha sido escrito con la serenidad y la melancolía de lo que ayer fue dolor en carne viva y hoy es historia, con el desasimiento de más de un siglo de distancia y con la esperanza de lo que une y no con pasión de lo que separa (12).

Con estos mimbres 'El otro árbol de Guernica' pronto llamaría la atención de la maquinaria propagandística del régimen, ganando el premio nacional de literatura en 1967 y, a instancias de Carlos Robles Piquer -cuñado del ministro Manuel Fraga, que estaba tanto en el jurado como en la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos, donde había sustituido al frente de la misma al coronel José María García Escudero -, fue propuesta para ser llevada al cine con la pretensión de que sirviese a los fines de esa política de conciliación con la que el tardofranquismo pretendía cerrar las heridas de la Guerra Civil: “La citada novela contiene valores muy positivos que sería de transcendente interés llevar al cine, buscando así una mayor difusión del espíritu de la obra y de su eficacia política, particularmente en cuanto se refiere a la integración de españoles de diferentes regiones” (13). Esa españolidad del personaje de Santi era indudable en el texto de Castresana.

Así, no puede extrañarnos que de una historia que servía únicamente como marco de la vida y madurez del protagonista se pasase a abordar de modo integrador los problemas de multiculturalidad del Estado, donde aún persistía la cuestión de las nacionalidades históricas duramente reprimidas e ilegalizadas desde la victoria de los franquistas en 1939 (14). Este objetivo requería de unos guionistas avezados en los entresijos de contentar a la censura como Pedro Masó y Florentino Soria, que se movieron en un juego de equilibrios para que el resultado no resultase ni comprometido ni molesto, habida cuenta de que se trataba de un material muy sensible porque se tocaba el mito de la “Cruzada”. De hecho, el guion sería determinante para (como sugeriría Masó, que también se encargaría de la producción) acogerse al proteccionismo del régimen, lo que conllevaba indudables ventajas como “créditos sindicales, clasificación de filmes por su afinidad […], premios ministeriales”, etc. (15).

Y siguiendo con este juego de equilibrios imposibles que no se hubieran resuelto sin el interés del propio Carlos Robles -que acabó accediendo a las pretensiones de Masó- cabe señalar que toda esta producción se acabó convirtiendo en un trasunto de la política de memoria del tardofranquismo, que casi hizo coincidir el estreno de la película con una reedición de la novela de 200.000 ejemplares a cargo del Círculo de Lectores, a la que seguiría casi inmediatamente otra (la 9ª Edición) de la Editorial Prensa Española (16). Tampoco era casual que esta historia de niños que se ven abocados al exilio con toda su carga emotiva tuviese su reflejo cinematográfico precisamente en 1969, cuando el régimen celebraba los “treinta años de paz”, coyuntura que sería aprovechada para promover un cacareado indulto de todos los delitos que se le imputaban al bando perdedor entre 1936 y 1939, responsabilidades que, por otra parte, ya se habían extinguido de sobra. 

“La paz” se había convertido así en un mantra con el que pretendió legitimarse la dictadura franquista en su periodo final (17). Pero todo sonaba tan absurdo a esas alturas que la sociedad ya no estaba para estas cosas y la película, a pesar de sus buenas críticas, no obtuvo el éxito esperado debido a que, como dice Fernando González, “el público de masas parecía más interesado en el ‘destape’ que en cuestiones ideológicas” (18) . Por cierto, un tipo de cine en el que descollaría una de las compañeras de Santi, aquella Montse de la que se enamoraría en el colegio Fleury: la infortunada actriz Sandra Mozarowsky, fallecida en extrañas circunstancias a los 18 años. Sin embargo, la novela si tocó la fibra más sensible de aquellos miles de niños, muchos de ellos vascos, que como Castresana sufrieron los padecimientos de separarse de sus padres y ser enviados al Reino Unido, Francia, Bélgica o la Unión Soviética, visibilizando por primera vez aquella memoria común y adquiriendo una cohesión que no volverían a sentir hasta casi 20 años después, cuando nació la Asociación de Niños Vascos Evacuados el 37 (19).

Volviendo a la película, su propio nombre, que por algo era el mismo del libro, ya se prestaba a la manipulación, 'El otro árbol de Guernica', como si de este si se quisiese hablar y del otro -símbolo del autogobierno vasco y de la villa que había sido arrasada por la aviación rebelde durante la GCE- nada en absoluto. Y lo hace de un modo sibilino a través de un esfuerzo narrativo que contribuye a difuminar cuestiones complejas para que cale en un público proclive (¿quién no lo es?) a conectar con la mirada de un niño, con sus anhelos y emociones, que se duerme, después de mirar una foto del árbol junto a otra de sus padres, pensando en los bombardeos que en ese momento deben atormentarles. Una conexión que no deja lugar a dudas gracias al inteligente, y nada inocente, montaje de toda la secuencia, que nos lleva hasta la madre (María Fernanda D’Ocón) mientras esta redacta una carta a la luz de una vela en la intimidad de una cocina que termina totalmente a oscuras cuando las sirenas anuncian la llegada de los aviones. Historias reales de gran impacto emocional que la propaganda ha repetido hasta la saciedad incluso en nuestros días, como vemos en Ucrania o Gaza.

Estos bombarderos se nos muestran a través del recurso de la transición entre planos por medio de imágenes de época que han sido elegidas, no por casualidad, para que no haya forma de discernir entre bandos y si alguien entendido en aeronáutica militar pudiese hacerlo distinguiría en el brevísimo espacio de tiempo que dura la secuencia a una formación de tres Savoia Marchetti SM.79 de la Aviación Legionaria italiana tan oscuros y distantes que es imposible verles ninguna escarapela ni código identificativo. La película arranca con una sucesión de imágenes de archivo de la GCE con sonidos de disparos y explosiones que se alternan con una versión de la popular canción Boga Boga cantada en castellano, pudiendo verse los nombres de algunos pueblos vizcaínos tal y como se los iban encontrando los vencedores al ser ocupados en 1937, entre otros (con la grafía de la época), Lequeitio, Munguía, Valmaseda, Durango y por supuesto Guernica. A continuación aparece un texto a modo de declaración de intenciones que ahonda en esa supuesta conciliación a la que hemos hecho referencia anteriormente:

Esta película va dirigida a todos los españoles: a los mayores y a los pequeños, a los que lucharon en un bando y en otro, a los que han echado raíces en la tierra que les vio nacer y a los que viven lejos de la patria.

Por supuesto y como era previsible tampoco hay referencias al gabinete del presidente José Antonio de Aguirre (que aparecía en el prólogo de la novela como “Gobierno de Euzkadi”), auténtico promotor de las evacuaciones por causas humanitarias, ni a ninguna de las organizaciones políticas y sindicales leales a la República, cuya propaganda en forma de carteles se encontraba por todas partes en el paisaje urbano del Bilbao de 1936-1937, que la película reduce únicamente al ayuntamiento y su entorno más inmediato, donde las únicas concesiones a lo vasco son la figura del txistulari que despide a los niños al montar en el autobús y las canciones Hator hator (esta sí, en euskera), de gran simbología que se escucha mientras viajan camino de Bélgica, y las popularísimas “Desde Santurce a Bilbao”, “No hay en el mundo puente colgante más elegante” y Agur Jaunak -esta última a los sones de la armónica en uno de los momentos más emotivos de la cinta- en la muerte de Eusebio. Todo lo demás está cercenado de modo que, siguiendo la tónica del juego de equilibrios imposible impuesto por la censura, resulta muy difícil saber de qué se trata la historia que nos propone el filme más allá de que comienza en el Botxo y sucede durante la GCE. Bueno, eso y que Santi es del Athletic Club y luce la camisola rojiblanca en un partido jugado en el Fleury, que en la realidad era un orfanato dulcificado por la pluma del escritor.

El personaje de Santi se nos muestra desde el principio como un líder, a pesar de estar muy marcado por la separación de sus padres y el miedo a los bombardeos, a lo que contribuye el obligado salto a la madurez de quien tiene que convertirse de golpe en “tutor” de su hermana Begoña (la añorada Inma de Santis). Forzado al silencio de quien se adentra en un país desconocido como Bélgica y no domina aún el idioma —curiosamente, el señor Dufour (Diego Hurtado), que le acoge en Bruselas, habla un castellano perfecto, a diferencia de su mujer, que sólo sabe francés-, nos parece muy posible que lo que Castresana sintiese al marchar en 1937 no pudiese describirse en el cine más que con las bellas imágenes de Lazaga, que a ratos se nos aparecen como un simple y efectista recurso escénico, sin apenas diálogo, que el director catalán maneja con buenos movimientos de cámara. Pero todo es de un maniqueísmo nada inocente, el cual, unido a la sensiblería que impregna la cinta, ha provocado que esta no haya envejecido nada bien. 

Por otra parte, toda esa madurez del protagonista, fruto de sus propias experiencias vitales, se nos presenta con el objetivo último de convertir al niño en “un modelo de hombre de la Nueva España”-en nuestra opinión, más en la película que en la propia novela, a pesar de que Iker González en su trabajo lo tiene claro desde el principio (20)- como si fuera la consecuencia de un camino iniciático y no de una guerra, de modo que pronto estará preparado para volver a su país, que le recibirá con los brazos abiertos. Y da igual que deje atrás a su maestro y tutor Segundo Muñoz (José Montijano), el único de todos los adultos que tiene cierta enjundia, si exceptuamos a los matrimonios belgas que acogieron a los niños o al personal del colegio donde se les internó, cuando sabemos que en esta expedición había más personal de apoyo, incluyendo dos médicos, nueve maestros (uno de ellos director) y maestras, dos cocineras, tres ayudantes de cocina y 11 auxiliares (21), para quienes, en caso de regresar, habría penas de inhabilitación y/o reclusión que plantearían al espectador una cuestión descorazonadora. 

Pero la verdad es que, salvo uno de los maestros cuyo nombre real era Gregorio Fernández Mosquera, tampoco tenían ningún protagonismo en la novela, y si lo tuviesen, como el tío Lázaro, combatiente republicano que falleció en el hospital a causa de sus heridas, se le suprime en el guion directamente. El contraste entre Don Segundo -a quien Castresana tendría ocasión de ver años después en Bélgica, donde estableció su domicilio forzado por las circunstancias- y los maestros que conocerían los niños a su regreso tuvo que ser muy grande, pues ya no habría más que retrocesos en la consideración de la infancia, sujeta desde entonces a los corsés de la escuela franquista a través de docentes que procedían de los propios cuadros de Falange (22). Es posible que durante este reencuentro con Segundo a comienzos de los años setenta pudiese saber más cosas sobre el triste final del hombre que acogió a su hermana en su casa, Pierre Gelders Bogaerts, a quien rindió un sentido homenaje:

Monsieur Gelders era un gran, un buen hombre. Siempre le recuerdo con cariño y emoción. Dominaba tan perfectamente el flamenco como el francés. Era socialista y durante la ocupación nazi ayudó en la Resistencia. Un día fueron a buscarle los de la Gestapo, se lo llevaron y Monsieur Gelders desapareció para siempre (23).

Castresana no quiso hacer públicas sus discrepancias sobre como habían tratado a su novela en el cine, pero si lo hizo en privado, ya que, a diferencia de los censores del régimen, él si creía sinceramente en la política de conciliación. Florentino Soria dijo que no le gustó que se rechazase el primer guion y que por ello hizo llegar su protesta (24). A pesar de que manifestó su alegría por llevarla a la gran pantalla, e incluso siguió de cerca el rodaje (25), se sabe que no fue de su agrado que mutilasen las partes referentes a la reacción de los niños cuando conocen que la guerra ha terminado y su llegada a Irún, sobre todo por eliminar todo atisbo de lealtad a los suyos —obviamente, la censura no podía consentir ninguna muestra de apoyo a la causa republicana- y la parte correspondiente al diálogo de despedida de los niños con el maestro Gregorio y un representante consular español llamado Dámaso en el Fleury. Y todo porque ambos insinuaban que no podían volver a causa de represalias (26). Sin embargo, Castresana se mostraría en esto como en todo muy tibio y conciliador con el ánimo de no molestar a nadie. Sin duda, en su ánimo pesaría más el gran éxito de su novela, que suponía su definitiva consagración como escritor.

Aunque habían pasado treinta años de aquella expedición de niños, aún no eran tiempos para hacer declaraciones heroicas, que no iban con él, sino medidas e incluso subliminales; además ¿por qué tendría que hacerlas? Había sido víctima de la guerra y se había convertido en un superviviente que, tras su regreso de Bélgica en 1939, se había visto abocado a buscarse la vida como pudo, siendo muchos los oficios que se le conocen: aprendiz de electricista en la Naval de Sestao, peón de albañil, traductor de francés, representante de circo, mecanógrafo, empleado en una oficina de seguros, oficinista y traductor de inglés en un importador de automóviles. Trabajaba de día y quitaba horas al sueño para escribir de noche. Hizo el servicio militar en Madrid y luego se fue a Francia y a otros países, donde perfeccionó su dominio de idiomas (hablaba fluidamente francés, flamenco, inglés y neerlandés). En 1953 se casó en Bilbao con Carmen Simpson Zaratiegui (hija del director de la compañía de seguros para la que trabajaba en Limpias) y su suerte cambió, pudiendo por fin establecerse en Madrid como le había aconsejado Pío Baroja, frecuentando círculos literarios, si bien para vivir de su pluma tuvo que hacerse periodista, una profesión denostada entonces que era “cosa de saltimbanquis”, como le dirían a José Luis Balbín cuando hizo lo propio (27). Se trasladó a Londres como corresponsal de Hierro y Alcázar. Allí fue agregado cultural de la embajada y también trabajó para la agencia del Movimiento Pyresa. Luego cubrió la información para Pueblo en Ámsterdam y Londres, participando en una expedición científica al Casquete Polar Ártico. Tras su etapa de corresponsal de guerra en Oriente Medio fue sustituido por el periodista Vicente Talón, quien dijo que pensaba en vasco y que para él no contaban para nada las adscripciones políticas (28). 

También colaboró con La estafeta literaria y Blanco y Negro. Después de ganar el Nacional de Literatura en 1967, ganó el Fastenrath de 1969 con “Catalina de Erauso, la monja alférez” y luego se presentó al Planeta en 1970 con “Retrato de una bruja”, que perdió por un voto. Por aquel entonces, ya se dedicaba en exclusiva a la literatura. De regreso a Bilbao con su familia, se puso a estudiar euskera y a pintar al óleo, que fue tabla de salvación tras el fallecimiento de su mujer. Murió en el hospital de Basurto en 1986 dejando tras él una extensa obra en la que se incluyen miles de artículos, dos docenas de cuentos y más de 20 libros. Finalizar con esta biografía de Castresana nos hace entender un poco mejor a la persona y sus circunstancias, las de un hombre que siempre vivió del fruto de su trabajo, sin lujos, que lo arriesgó todo a una carta, que sería la de su revelación como escritor, y con las 50.000 pesetas que tenía ahorradas pudo publicar la 1ª Edición de “El otro árbol de Guernica”. Un gran éxito que quizás no fue suficiente para ahogar los fantasmas que le atenazaban y que el régimen aprovecharía para blanquearse con su retórica de la paz que él se creyó (o más bien quiso creerse) con la inocencia del niño que marchó a Bélgica en 1937.

En nuestros tiempos, cuando muchos de los que vivieron la transición quieren apuntarse a esa llamada “oposición silenciosa” al franquismo, que no es más que una falacia y un autoengaño como dice Gregorio Morán (29), lo más fácil es poner etiquetas a todo el mundo, incluyendo a verdaderos intelectuales como Luis de Castresana, que incluso fue colaborador de “La clave”, adonde llegó como guionista del propio Balbín, quien le tenía entre sus principales mentores (30). Y no vamos a cuestionar la influencia que aquel y otros espacios tuvieron en una ciudadanía más libre y formada. Si de lo que se trata es de que fue franquista por omisión, al menos tuvo la dignidad de ser él mismo siempre y no sumarse, como tantos arribistas de última hora, a los cuadros de los partidos tras la muerte del dictador, pues su única militancia fue la cultura. De lo demás no quería saber nada.

'El otro árbol de Guernica' fue producida por CB Films y se estrenó el 21 de noviembre de 1969 en Bilbao con gran despliegue de prensa, que siguió las evoluciones de los niños actores, primero en el ayuntamiento, luego en Gernika con visita a la Casa de Juntas incluida, para finalizar en el teatro Trueba, donde se proyectaría a las 07:30 h. Después le siguió Madrid el 1 de diciembre y Barcelona el 26 de enero del año siguiente. Las críticas fueron un tanto dispares, sobre todo en Madrid, a pesar de la tónica general positiva. En Francia y Bélgica, en cambio, hirió algunas sensibilidades al convertir lo que había sido un acto de solidaridad de aquellos países durante la GCE en una suerte de secuestro en el que Santi tenía que estar constantemente defendiéndose por la necesidad de mostrar esa españolidad que, en el fondo, es el verdadero atributo de la película, tal y como querían los ideólogos del régimen (31).

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