Castelo, introito y requiem
La primavera aguarda abrir sus flores.
El polvo de la encina
en letanía de ausencias sobre el trigal.
Caerá la lluvia como el llanto.
Te llamaré, y en soledad de azogue
titilando la noche tanta pena,
querré buscarte
y nunca más te podré encontrar.
Santiago Castelo era un hombre en peligro de extinción. Dotado por la vida, en posición de hacer milagros, de una extraordinaria sensibilidad hacia lo humano, sin perder esa pátina de religiosidad ferviente y verdadera. Un hombre del que brotaba la amistad sin celo y sin mentiras, porque era tan real como lo era él mismo. Sus manos pertenecían a esa constelación de bendiciones sempiternas y sentenciosas pero al mismo tiempo paternas y leales, recogedoras de una generosidad incalculable; copiosas de amor por los demás y por la literatura, a quienes daba tanto de sí que se podría decir que vivía para conferir al mundo esa falta de bondad y cariño desinteresado. Santiago Castelo tenía una mirada clara, tan clara que podías ver el fondo de su alma con solo asomarte al borde de sus ojos, y es que él era un tahúr de lo adivinatorio, esa intuición periodística de vieja escuela sumada a su experiencia lo hicieron un verdadero maestro a la hora de desnudarte el alma sin causar sospechas. Pero en su mirada de poeta consagrado y periodista vetusto por elección propia, le encantaba pertenecer a otro tiempo donde se estilaban las galanterías y los ademanes nobiliarios, aun tenía el recuerdo de su infancia en Granja con las mujeres sentadas en el hogar, contándose chismes y haciendo comidas, o la futilidad de las pelotas de trapo que siempre acababan deshilachadas en las revanchas de algún partido improvisado, dignas de epicidad homérica, donde siempre acababan las rodillas llenas de rozaduras sangrantes que sólo curtía el agua o el yodo. Aquella infancia llena de realidades labriegas y aquel trasunto de magia popular lo acompañarían hasta el fin de sus días. A Santiago Castelo siempre le rodeaba una pátina de misterio esbozada con una sonrisa socarrona pero sin malicia, como seguro de gustar -porque gustaba, y lo sabía-, donde se escondía toda la verdad del mundo; pero sin duda su voz, como de tormenta estival, refrescante y tronadora, dictaba sentencias inequívocas o susurraba los consejos más válidos en los momentos más necesarios, o de pronto te acogía en su declamatoria rebosante de anécdotas que adornaba con paréntesis o silencios exactos para mantener la atención de quien le escuchaba.
Los que le conocimos sabemos que tras esa pose de Lord inglés protocolario, siempre acompañada de un príncipe de Gales con iniciales bordadas en la camisa y fiel a la corbata, gafas de carey, sombrero y sotabarba de noble dieciochesco, se escondía una persona tremendamente humilde y pudorosa, una persona de la que se podría decir que verdaderamente era pura bondad. Definir a Santiago Castelo es imposible, pues no cabe en él definición alguna.
Se nos fue Santiago Castelo, la voz de Extremadura, presidente desde 1996 de la Real Academia de Extremadura y poeta de referencia en la literatura hispanoamericana, un gran periodista, el que fuera subdirector durante más de veinte años en el diario ABC pero también se ha ido un gran amigo; una vez dijo Juan Manuel de Prada, citando a Rubén Darío, que Santiago Castelo era padre y maestro mágico, liróforo celeste... pues así es, padre, para muchos que nos hemos visto acunados bajo su brazo y ahora nos vemos huérfanos en las letras y en el alma. Quizá no vuelva a reír la primavera; te irás y no se quedarán los pájaros cantando. Un hombre de tal talante y calidad humana como la que ha demostrado a lo largo de su vida, es merecedor de un lugar en el Parnaso, laureado y entrando victorioso ya que, como dijo Juan del Encina “...ejemplo nos deja de vida y de muerte, que muy bien viviendo, murió muy mejor.”