La insufrible levedad de la política
¿Todo a punto para acometer otro despropósito?. El gobierno municipal de Mérida, no contento con “modernizar” los quioscos de la Plaza de España, se lanza a una operación de “turistificación” del mercado de Calatrava, con la esperanza obsesiva —la mayoría de los gobernantes de este país la sufre— del turismo como solución a todos los problemas, ante la incapacidad, desinterés, o, vaya usted a saber, que extraños motivos inesperados, por buscar alternativas con un calado más real, sostenible, social y participativo.
Cuando en el ambiente suspiran ofertas aduladoras que hacen salivar de inmediatez a los ediles con el fin de colgarse una presumible, fácil y reluciente medalla, resulta muy atractivo delegar responsabilidades mediante un aséptico concursito y que sea la especulación, el neoliberalismo, la que administre el espacio, el suelo y el devenir ciudadano.
El encanto de las catedrales
¿Han pensado alguna vez cual es el valor fundamental de la arquitectura de una catedral y, en general, de las construcciones religiosas en las que se imparten cultos? A primera vista, la dimensión de la obra, respecto al entorno urbano, con sus torres y el sonido de las campanas, la hace destacar sobre manera del resto de las construcciones, ejerciendo un efecto llamada para el ciudadano que, desligado del asunto religioso, pasa desapercibido.
Si la curiosidad te pica y te animas a pasar al interior, atravesando enormes y pesadas puertas, te encontrarás con un enorme espacio hueco y casi vacío, solo algunas imágenes estratégicamente situadas, flotando en el ambiente un característico olor, mezcla de incienso y velas, en medio de una cierta o abundante penumbra, que hace resaltar altas y vistosas vidrieras capaces de hacerte viajar con la imaginación hacia emociones que tu mismo desconocías y que desentrañas provocado por semejante puesta en escena en el que el protagonista fundamental es el vacío, un vacío que nos hace sentirnos muy pequeños, que nos inquieta y que nos conmina a imaginar, a soñar o a temer. Un vacío, en definitiva que nos conmueve.
Hoy, con el turismo llamando a todas las puertas, unido al afán recaudatorio del clero, han conseguido devaluar el encanto y la espiritualidad de la visita a cambio de un precio módico por una visita rutinaria y previsible. Jesucristo echó a los mercaderes del templo y hoy es el templo la propia y pura mercancía, el turismo se le coló por la taquilla y los templos son ahora un desfile de ciudadanos despistados, en el tiempo y en la historia, que solo aportan molestias a los fieles que buscan la función original de dichas construcciones.
El mercado catedral
Antes que se acercaran a las catedrales las almas buscando el alimento espiritual para encontrar sentido a sus vidas y a sus pesares, la gente buscaba el alimento y todo lo imprescindible para alimentar sus cuerpos y sus fuerzas, en los mercados municipales de abastos al uso en las distintas épocas. Y el mercado era una fiesta de colores, olores y sabores, el lugar de encuentro por excelencia y el centro vital de las ciudades.
Con el paso del tiempo esos mercados efímeros que se instalaban en las plazas se convirtieron en permanente ubicándose en grandes edificios para albergar toda la actividad comercial que la población demandaba, eran auténticos semilleros de empresas al servicio de las necesidades del público, un foco fundamental de empleo y de salida a los productos que el propio entorno generaba y que, todavía, la burocracia político-sanitaria permitía.
Así las cosas llegamos a la incorporación de la mujer al mundo laboral, a la globalización, a las leyes sanitarias y todo el mundo fue dando de lado estas catedrales laicas. Muchos de los mercados municipales caen en el olvido ante la fuerte presencia de las distribuidoras internacionales, horarios inadecuados, políticas que apostaron por las grandes superficies y todo el comercio local se puso patas arriba. La colonización de la globalidad era imparable.
Y era imparable el dejar morir un espacio único, en el mejor enclave de la ciudad, en pleno corazón de la misma, deteriorando su utilidad o servicio, para justificar la intervención posterior en pos del beneficio privado. Y aquí hemos llegado.
Si de las catedrales queda más patrimonio que creyentes y solo les motiva la taquilla para seguir abiertas, a los viejos mercados solo les queda la esperanza multinacional o la gestión privada por aquello del cogérsela con pinzas de los políticos, no vaya a ser que metamos la gamba si intentamos otros caminos posibles y menos populares.
Ya no hay vuelta atrás, el proceso ha iniciado su marcha y vamos a entregar la capacidad de gestión de un lugar mágico y emblemático de la ciudad al mercadeo neoliberal, a cambiar una oportunidad de economía solidaria y ciudadana por más capitalismo, deslumbrados como estamos por el falso resplandor del turismo y por la banalidad de todo lo que se genera en torno al gran mal del los últimos tiempos.
Aún en ruinas, las catedrales siguen conservando su belleza y la grandeza que tuvieron, porque la dimensión de su construcción no radica en los materiales ni en los oficios que se practicaron, su belleza radica en la permanente invitación a imaginar una nueva realidad, bella y amable, que nos distancie del pobre materialismo terrenal de una ciudad que parece no saber hacer otra cosa que devaluar el patrimonio monumental y arqueológico, usándolo y abusándolo con la pretensión de conseguir una eternidad que solo promete aromas de tabernas abandonadas.
Igual que a Jesucristo se la colaron por la taquilla, convirtiendo el edificio sagrado en profano, a nuestros ediles se la han colado, por vaya usted a saber qué desfiladeros psicológicos, para convertir la catedral laica en un coto privado de negocios.