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La procesión va por dentro

Chema Álvarez Rodríguez

Uno acude a las procesiones movido por el son de la música, que no por la fe, al clamor de los clarines y trompetas que suenan como los ángeles cuando tocan esas marchas con aire de pasodoble tristón, momento en que le entran a uno ganas de agarrarse a la compañía y marcarse un baile, fugaz amago de un imposible entre tanto recogimiento y compunción.

Uno también acude porque es del pueblo, y le gusta ver al pueblo actuando en sus fiestas como un superorganismo único, al dictado de los memes culturales que ya señalara Richard Dawkins en su libro El gen egoísta y que tan bien explican el asunto este de las religiones, sean del credo que sean, del por qué de su transmisión cultural y supervivencia ancestral.

Pero a uno, que respeta las creencias de cada cual y que admite, incluso, la escenificación de esas creencias en procesiones que recuerdan los tiempos de la Santa Inquisición, cuando los penitenciados de entonces –junto a absueltos ad cautelam, reconciliados de levi, de vehementi y relajados- desfilaban ataviados con el sambenito y el capirote camino del auto de fe, a uno lo que le inquieta, sinceramente, es la asistencia continuada, año tras año, de las llamadas autoridades civiles (no entremos a comentar la devoción de las militares) y, sobre todo, cuando esas autoridades civiles pertenecen a lo que, se supone, es un partido de izquierdas, en cuyo acervo político duermen el sueño de los justos, per saecula saeculorum, los valores y virtudes del anticlericalismo y de la laicidad.

Y ya decimos que a uno no le sorprende cuando tales autoridades, como acontecía en el pueblo de uno, que es Montijo, eran de la derecha heredera de ese gusto por la capilla y los santos, pero ahora que gobiernan en el pueblo de uno los del Partido Socialista Español (pongan ustedes, si les place, en medio lo de obrero), le llama sobremanera la atención tanto servilismo institucional, porque esas autoridades están ahí, de modo ostentoso y visible, como instituciones, ocupando tal y como ocupaban en tiempos de la Inquisición y del franquismo su lugar tras las órdenes religiosas (o bajo palio de las mismas), en señal de acatamiento y pleitesía, pero no deja de chocar que personas (los políticos también lo son) que se dicen de izquierdas participen de semejante profesión de fe, amparando en su calidad de garantes de una Constitución que define al Estado como aconfesional a una institución, la Iglesia, que no se caracteriza precisamente por el respeto a las libertades públicas, dispone de una historia lamentable de crímenes realizados en nombre de su dios o adoctrina en los colegios mediante el uso de un libro de la Edad de Bronce.

Aunque uno ya está curado de espantos en cuanto a lo que ciertos políticos y políticas puedan hacer para ganar un puñado de monedas de oro -¡perdón: de votos!-, no puede dejar de imaginar que la procesión les va por dentro cuando acuden como representantes del pueblo y de su partido socialista a tales procesiones. Máxime aún cuando el resto del año algunos se dedican a despotricar por el facebook, el wasap o los bares, en mítines de andar por casa, contra lo carca que es la Iglesia o defienden propuestas que tienen que ver con la interrupción voluntaria del embarazo, la unión de matrimonios gay o el derecho de la mujer a ocupar todas las esferas de la vida pública, el sacerdocio también. ¿Qué pensarán mientras viven su particular vía crucis tras los santos, a la vista de quienes les escucharon decir tales cosas?

Uno, en definitiva, sabe que hay quien tiene estómago para todo y que de todo hay en la viña del Señor, también escribas y fariseos, sepulcros blanqueados, que son más que bien recibidos en dicha viña, sobre todo si en semejante ocasión visten el traje de las ceremonias.

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