No, lo mejor no eres tú
En 2015, una pediatra compartió un texto que una mamá había colgado en su perfil de Facebook bajo el título “Lo mejor eres tú”, y que promulgaba las virtudes de educar según el propio instinto, y no siguiendo los dictados de las numerosas —y a veces contradictorias— tendencias pediátricas y pseudopediátricas con las que se bombardea a los padres desde tribunas, revistas y blogs.
Hasta ahí, todo normal. Sin embargo, los astros de Facebook se alinearon y el mensaje se convirtió en viral. Tanto fue así, que tan sólo un año después, la mamá, una profesora de marketing bilbaína, publicaba su primer libro con la editorial Planeta, ¿a que no saben con qué título? Correcto: “Lo mejor eres tú” —para qué vamos a desaprovechar el tirón, ¿no?—.
Desde entonces, aquel manifiesto fundacional, ya convertido en lámina tipo Mr. Wonderful descargable, campa a sus anchas por las redes investido de fe pública, convirtiéndose en bálsamo de fierabrás para las doloridas mentes de papás y mamás que tan duro encuentran elegir entre tanto consejo servido como panacea.
Pero, ¿cómo sé qué me dice mi instinto? Lo normal es que alguien nacido a finales del XX tenga mezclados en este cajón, algo de tradición, lo que le quede de intuición, una buena dosis de impulsos generados por la sociedad del consumo, y un puñado de pautas latentes destinadas efectivamentes a la conservación de la especie que pueden activarse en caso de necesidad.
Ese bagaje es único en cada persona, por lo que la primera dificultad que debería salvar la “educación por instinto” es responder a la pregunta: ¿el instinto de quién, de papá o de mamá? Debatir sobre los instintos no es fácil. En realidad, el instinto es indiscutible porque está diseñado para actuar según nos dicta o para reprimirlo, y no para someterlo al juicio de la razón (¿han visto alguna vez a dos gacelas debatiendo sobre si deberían echar a correr dado que el león se está acercando peligrosamente a su cría?). Por eso, para ayudar a los papás a escuchar la voz de su instinto, la autora del manifiesto propone otra máxima: “Lo mejor es lo que a ti te hace sentir mejor”.
Así que, supongamos que extraemos nuestro instinto de esa amalgama, y lo vinculamos a nuestra concepción de placer (aquello que nos hace sentir mejor). ¿Lo tienen? A poco que uno se detenga a imaginarse las prácticas educativas que podrían encontrar amparo en esa mezcla de epicureísmo y candidez rosseauniana, se le ponen los pelos de punta.
Porque no es precisamente el instinto lo que nos ha traído hasta este modelo de sociedad, de respeto a las libertades y las diferencias. No es precisamente aquello que mejor hace sentir a los padres lo que ha protegido a millones de niños en el último siglo de las tradiciones y prácticas más execrables. Millones de niñas son conducidas, de la mano de unos padres convencidos de que lo que hacen es lo correcto, hacia el terror de la ablación del clítoris.
Otras tantas son entregadas en matrimonios forzosos por la misma razón, porque es muy difícil disociar tradición de instinto, y cumplir con ella provoca placer. Millones de niños y niñas sufren el repudio de sus familias al manifestarse su orientación sexual, porque el instinto les dice a sus papás que eso no es natural. Yo mismo me eduqué en un colegio que, a finales de los ochenta, permitía el castigo físico a sus alumnos (y el escarnio a los homosexuales) y nadie lo consideraba una aberración. Y no fue precisamente el instinto el que arrinconó esos comportamientos a círculos cada vez más cerrados y privados, donde resisten los bofetones, los azotes, como muestra execrable de los amplios márgenes de nuestro instinto.
El grito y el tortazo al hijo, que pueden pasar por meras respuestas viscerales ante la falta de paciencia, que pueden provocar placer instantáneo y, por lo tanto, justificables en términos epicúreos, son inadmisibles de la misma manera que lo son al hombre y a la mujer. Y hoy, aún mantienen su apariencia de prácticas no recomendables pero con las que la sociedad hace la vista gorda, de la misma manera que hace medio siglo lo eran en el marco de las relaciones maritales, porque el niño aún no ha alcanzado su estatus de persona de pleno derecho, como sí lo ha logrado la mujer. Y eso, no se ha conseguido con instinto, sino con cultura.
En unos pocos siglos hemos pasado de ser seres tribales, que practican una convivencia intergeneracional, y eminentemente redistributivos, a ser seres individualistas, separados de nuestra naturaleza y de nuestros semejantes, y lo único que nos mantiene unidos es la cultura (que ha surgido precisamente de esa individualidad).
La filosofía, la ciencia, el arte, el deporte, todas las humanidades, en definitiva, que son lo opuesto al instinto, constituyen el único campo en el que cultivar a nuestros niños, a la vez que nos cultivamos a nosotros mismos. No hay atajos en la educación. No. Lo siento. Lo mejor no eres tú. De hecho, puede que tú seas incluso lo peor. A no ser que te dejes la piel intentando aprender y comprender, y eso implica escuchar cada uno de los consejos, conocer estudios y tendencias, formarte como padre y como madre y desarrollar un criterio pedagógico propio que permita a tus hijos asirse a él para crecer con un referente sólido, y formarse una personalidad que le permita anteponer sus valores a su instinto.