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Este blog es el espacio de opinión y reflexión de elDiario.es en Galicia.

El español: una lengua minorizada

Detalle del escaño de Sánchez con los auriculares de traducción que los diputados de Vox lanzaron allí.

Ismael Ramos

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Al contrario que la sangre -circuito cerrado-, una lengua está permanentemente abierta, mucho más viva. Una lengua se deshilacha por aquí y por allá. Es como una niña torpe: se tropieza constantemente y -quién sabe- a lo mejor su juego consiste precisamente en tropezar. Una lengua es aire percutido, aire que encuentra obstáculos. Tanto es así que el aparato fonador ni siquiera existe, es apenas un accidente evolutivo, una adaptación: órganos que estaban pensados para otras cosas -pulmones, diafragma, laringe, nariz, dientes- y acabaron sirviendo para cantar.

Solo he estado en el karaoke de mi ciudad un par de veces, siempre después de varias cervezas y en noches en las que nadie había planeado nada. Ya con el micrófono en la mano, la lengua se revela como algo caliente, húmedo. Aparece la saliva. La lengua patina, blanda, y se espesa en la boca. Pero ¿qué lengua es exactamente esta que me falla? O mejor aún: ¿qué lengua no es una traidora?

Las lenguas son cuerpos y es sobre esos cuerpos sobre los que se legisla. Negar una lengua en un espacio institucional es negar la existencia de sus hablantes. Se lo dejó claro Néstor Rego -en una de sus escasas intervenciones memorables- a Borja Sémper: existen en el estado español lenguas de primera y lenguas de segunda y, en consecuencia, ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Hasta ahora, la única lengua que se les imponía a esos ciudadanos de segunda era el español. El español estándar, añadiría yo. Porque el español de la ultraderecha oprime incluso a los que se supone que son sus propios hablantes, su electorado.

En esto del Congreso como karaoke -así lo llamó con desprecio Núñez Feijóo el pasado jueves- el caso de Galicia me parece paradigmático. A diario, trabajo aquí con adolescentes castellanohablantes: monolingües en español, bilingües en gallego o esclavos de la diglosia con mayor o menor intensidad. Sin embargo, hay algo que se repite en todos ellos: los trazos del acento, las sietes vocales que se resisten a desaparecer o la entonación ascendente, da igual. Esa musicalidad, incluso estando normalizada ya entre ellos, sigue siendo una marca de la clase obrera, una mancha indeleble, la certeza de que, una o dos generaciones atrás, nadie hablaba castellano en las casas de esa familia. Sucede lo mismo con la ausencia de verbos compuestos, con los galleguismos. Hay un poso que resiste, un fantasma. Es la memoria lingüística de la carne.

Nunca se me ocurriría decir que el español es la lengua del fascismo. Las lenguas no son patrimonio exclusivo de ninguna ideología y no deberían serlo en ninguna situación. No hay lenguas opresoras, sino opresores. Y digo esto, que parece evidente, a sabiendas de que, tras la ruptura en la transmisión generacional, el futuro de la lengua en la que vivo pasa en gran medida por la lucha contra los prejuicios y por la normalización, pero también por el entusiasmo de los neofalantes, por hacer que todxs lxs que hoy hablan un español de Galicia que tampoco se corresponde con el estándar, se sientan cómodxs en el contacto con el gallego y se atrevan a volver a él o comenzar a hablarlo.

Porque el problema aquí es esa cosa artificial, sin vida, a la que se refieren llenos de orgullo en la ultraderecha como “lengua común”. A los que ahora están preocupados por la desaparición de España y la exportación del procés, no les importa lo más mínimo el español, ni las lenguas en general, sino la representación que se hace de ellas. Para el Partido Popular el español es uno: ni grande, ni libre, neutro. Y todo lo demás son regionalismos, provincias, chistes fáciles, voces con encanto: las hablas andaluzas, el cántabro, el canario (¡y ni hablar de América!).

Por eso no apelo aquí a herencias culturales, injusticias históricas o apropiacionismos políticos de uno u otro lado, esto va de personas y de derechos, de garantizar la existencia de todxs, de supervivencia ante la presión globalizadora y los modelos únicos.

Karaoke significa en japonés “orquesta vacía”. Karaoke era tener que emplear en el Congreso una lengua que no nos representaba debidamente. Karaoke es la España de la ultraderecha: un eco de caverna, fascista, que parece por fin diluirse, mezclarse con otros muchos ruidos. Y mientras tanto, Feijóo sucumbe a la moda de las redes sociales y sigue pensando en el Imperio romano, sin saber que España son hoy, más que nunca, aldeas galas.

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