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Las pupilas dilatadas de Feijóo y el ego de los candidatos

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo

Ismael Ramos

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Últimamente he leído en varios sitios —en realidad no son varios ni lectura, es TikTok— que casi todos compartimos cierta aversión a las canciones que se cantan en los cumpleaños. En el idioma que sea —“Parabéns para ti!”, “¡Cumpleaños feliz!”, “Happy birthday to you!”— dicen que hay algo en el tono, en la línea sinuosa de su melodía, que produce en nosotros algo parecido a la vergüenza ajena, lo que los millennial llaman cringe —pronunciado crinch o incluso cringe, a la española, tal cual suena, para consuelo de la RAE—. Quizá lo que nos molesta no es la canción, sino estar en el centro de un coro desafinado y no siempre numeroso, el hecho de que seamos espectadores únicos de ese atentado cariñoso contra el buen gusto. Por eso también, a veces —sugieren en TikTok— lo más sensato es sumarse a la canción y ser parte del desastre.

En estos días he tomado conciencia de que sólo una persona sobrevive a tan absurda vergüenza ajena: el candidato político. La candidata, el candidato siempre está listo para hablar y lo hace sobre cualquier cosa: inauguraciones de todo tipo, desastres naturales, debates al estilo BBC, e incluso en la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones). En plena campaña, el candidato —de profesión o aspiración político— está aun más dispuesto a todo. No nos sorprende ver en un evento a 20 personas de una lista todas vestidas del mismo color: como si fueran una secta, un logo con patas o que estuviesen asesoradas por un interiorista. He visto que lo hacen así en varios eventos de las campañas locales del PP. El azul es el color predilecto de la sala de espera en las consultas psicológicas y psiquiátricas. Dicen que relaja, que adormece.

El caso es que el ego del candidato lo tolera absolutamente todo. Parece infinito y es compartido por figuras políticas de todo signo. Si me imagino a Pablo Iglesias y Abascal, veo a dos palomas a punto de estallar, como aquellos globos de la patata caliente en el Grand Prix, cuando era pequeño. ¿Cómo puede ser que la ciudadanía compre algo tan rematadamente falso? Tan poco natural y abiertamente prepotente. Ya no se llevan los líderes humildes, buscamos figuras descaradas, memorables, un exceso televisivo propio de Las noticias del guiñol. Hacer campaña —diría que casi independientemente de las siglas— comporta ese gesto megalómano, esa exposición en parte siempre buscada, deseada: sonreír con naturalidad frente a un pastel repleto de velas.

A Feijóo, por ejemplo, se le dilatan las pupilas en medio de su propia fiesta. La luz de Cádiz lo posee y lo convierte en poeta frente a toda España. Hace unos días, mientras leía el pregón de la Feria del Libro de Santiago de Compostela, asistí a algo parecido. El conselleiro de Cultura de la Xunta de Galicia, Román Rodríguez, me llamó Jorge Ramos durante toda su intervención. Nadie lo corrigió en ese momento ni lo corregiría después. Ya estamos acostumbrados, tanto nosotros como ellos, porque su capacidad para anular los efectos normales de la vergüenza propia y ajena es formidable.

En otra ocasión, siendo yo mucho más joven, antes de empezar la universidad, acudí a un congreso para talentos emergentes donde era obligatorio asistir a una serie de conferencias por las mañanas mientras por la tarde se nos permitía hacer cosas propias de nuestra edad: comprar alcohol ilegalmente y beber en lugares donde no fuésemos vistos. Una de las conferencias estuvo a cargo de Ana Pastor, entonces flamante ministra de Fomento y ex de Sanidad. Le pregunté al final de la conferencia cómo era posible que una misma persona estuviera preparada para desempeñar dos cargos tan diferentes. Cómo se podía tener una formación tan amplia que te permitiera pasar de la Sanidad al Fomento en cuestión de años. No supo cómo contestar, pero sonrió. Sé que me felicitó por la pregunta. En los políticos, el ego se convierte en impunidad frente a la ignorancia.

¿Pero no es eso lo que exigimos? ¿Lo que parecemos demandar? El ego del político es siempre más grande que el del mayor actor de cine —en el fondo, enormes tímidos—, más grande que el de cualquier artista inseguro o escritor temeroso de ser criticado —la peor casta imaginable— y más grande incluso que el de David Bisbal y sus máquinas. Porque el ego del político está dispuesto a resistir a que le canten por su cumpleaños, está preparado para ganar, para recibir implacable la luz de Cádiz. Que no se preocupe por el lapsus o la ignorancia Feijóo —dudo que lo haga—, porque, estos días, a todos se les dilatan las pupilas delante de los votantes, de ese amor en forma de votos que sigue siendo en parte amor a golpe de like. Mientras, los demás damos palmas a su alrededor y cantamos agradecidos por no ser uno de ellos. Y crece en nosotros su vergüenza.

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