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Terapia inmobiliaria

Llaves en una puerta

Ismael Ramos

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Sueño con apartamentos vacíos. Cuando cierro los ojos, a veces aparecen un largo pasillo y varios dormitorios llenos de luz, una cocina moderna, muebles de Ikea. Otras, también puedo visualizar la interfaz de Idealista o Fotocasa. Hablo con amigos y desconocidos sobre los precios de los alquileres, sobre lo caro que está todo en la ciudad, sobre lo maravilloso que sería atreverse, dar el paso e ir a un lugar remoto, en el noroeste, donde hay casas desde 60.000 euros frente a las olas de la Costa da Morte y convertirme en propietario. En la última reunión de antiguos alumnos a la que asistí, el mundo se dividía en dos: los que —viviendo solos o con sus padres— tenían trabajo y se sentían obligados a comprarse un piso para saber qué hacer con tanta estabilidad; y los que —viviendo solos o con sus padres padres— no ganaban ni para el alquiler. Durante dos o tres copas, la conversación giró exclusivamente en torno a eso: el ladrillo o su ausencia, el preciado espacio que ocupa el escombro en nuestras cabezas.

Este no es un artículo sobre el mercado inmobiliario, sino sobre por qué nos obsesionamos con él.

He escrito varias veces aquí sobre cómo la necesidad de convertirse en propietarios arruinó a la clase trabajadora de la generación de mis padres a base de hipotecas abusivas. Fueron bombardeados con la idea de que el derecho a la vivienda pasaba necesariamente por una aspiración a la propiedad. Ahora heredamos ese trauma, pero en un contexto muy diferente: vimos cómo los bancos y la crisis —esa crisis que en realidad parece no haber terminado nunca— acabaron con ellos y convirtieron la casa en un territorio hostil para cualquiera que no haya nacido siendo multipropietario. Pero la obsesión persiste.

El modelo es el siguiente: logras la estabilidad económica —si aún no ha ocurrido y tienes más de treinta años, entonces la frustración puede ser mayor— y el camino toma una bifurcación falsa: o alquilas algo con tu pareja o te toca alquilarlo solo. Digo falso porque si lo compras solo, la gente estará esperando constantemente a que aparezca la pareja. Si lo alquilas solo o lo compras, da igual, soñarás con un piso y una sombra. Nunca somos independientes.

Pero las cosas han cambiado, dicen. Ahora si eres joven y tu salario de soltero no te permite mudarte a un apartamento donde puedas desarrollarte como un adulto, casi no está mal visto compartir piso. Hacer coliving, que es como llaman los periódicos progresistas amigos de la especulación a compartir piso, ha sido recientemente una opción viable que se ha extendido a la vida de cualquiera un poco más allá de la Universidad y las prácticas remuneradas en empresas. Pero tampoco demasiado, nunca demasiado. Coliving es una palabra arenosa en boca de cualquiera si hablamos de gente en la cuarentena. Al final, todo nos conduce a fundar una familia, sea la que sea, o a quedarnos con la que ya tenemos: cuidar a los padres, heredar la casa. La especulación inmobiliaria a la que están sometidas nuestras vidas tampoco piensa en el cuidado y autocuidado, en los afectos. El coliving es solo un parche para la precariedad económica y quién sabe si emocional.

Una amiga que conocí hace poco en el trabajo, soltera y casi en los cincuenta, me contó ayer que en el instituto donde trabajamos como profesores estábamos rodeados de parejas absolutamente tradicionales con casas, pisos e hipotecas que eran el fruto directo de esos otros contratos por el juzgado o la iglesia. Me dijo que, mientras tomaba café con algunos de ellos, les preguntó: “¿De verdad creéis que ahora mismo, en esta sala, hay más de un matrimonio feliz?”. Lo dudo mucho.

El matrimonio, la convivencia, la soledad, ser el primogénito de una casa, la soltería... Son todas formas de pensar la obsesión inmobiliaria. A estas alturas, siempre hay quien dice: “Que cada cual haga lo que quiera”. Yo respondería: nadie hace nunca lo que quiere. Quizá sea hora de empezar a pensar en cómo el mercado del ladrillo rige nuestras vidas, crea estereotipos, inseguridades y se convierte en regulador de una normalidad que no existe. ¿Qué es normal? Lo normal sería que cada uno pudiera elegir su forma de convivencia, sus reglas.

Sueño con apartamentos vacíos. Leo sobre el precio del alquiler. Veo cómo mis amigos van creciendo (que ya no crecen, que solo se disponen a envejecer durante décadas, igual que yo) y me digo que necesito un piso de dos habitaciones. En una, descansaré por la noche; en otra, recibiré a todos aquellos que sientan que no tienen hogar: divorciados, viudos, huérfanos, solteros con amigos casados, personas estancadas en sus matrimonios, dependientes de sus padres, madres lactantes sin espacio... Llenaré mi segunda habitación con personas que sueñan con apartamentos vacíos. Prometo dormir bien.

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