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“El sentimentalismo fue el pegamento del consenso autonómico”

La profesora Miguélez-Carballeira, durante la entrevista / MERIXO

David Lombao

La filóloga viguesa Helena Miguélez-Carballeira presenta estos días su obra Galiza, um povo sentimental? Género, política e cultura no imaginário nacional galego (Através Editora). Es la versión gallego-portuguesa del estudio editado originalmente en inglés en el que la autora, profesora titular de Estudios Hispánicos en la universidad galesa de Bangor, le aplica a la construcción de la identidad gallega los métodos de análisis “postcolonial y feminista”. Miguélez-Carballeira no evita los terrenos comprometidos y huye de la fidelidad a los mitos fundacionales para desgranar la construcción de una identidad gallega que fue presentada en clave femenina para alejarla de la política y a la que, por otra parte, se le aplicaron los dictados del patriarcado para construir el “relato de la diferencia nacional gallega”.

¿Galicia se presenta como un pueblo sentimental porque resulta, por así decirlo, más riquiño [majo] hacia fuera?riquiño

El adjetivo “sentimental” no está escogido de manera aleatoria. Es el adjetivo que más aparece en los textos que fui capaz de investigar para referirse a la identidad gallega. Otras veces, en vez de esta palabra aparecen otras que remiten a la misma idea: emotivo, el mundo de los afectos, poético, lírico... Y femenino. Pensé que es un adjetivo que aglutina todos los valores que giran en torno a él.

Estos valores son, hasta cierto punto, inofensivos en el imaginario colectivo. Alguien sentimental y emotivo no es muy peligroso...

Efectivamente. Y en la lógica de la diferencia sexual y patriarcal, que define los valores de lo que es masculino y de lo que es femenino, lo sentimental normalmente se encuadra en el segundo. Cuando se habla de literatura o de un libro sentimental es para devaluarlo, porque vivimos insertados en el binomio del que lo masculino es lo racional, histórico, épico, viril, y lo femenino es lírico, afectivo, privado, pasivo... Aunque obviamente se está trabajando para derribar eso, pero en el siglo XIX, que es de donde parte el análisis, todo esto estaba perfectamente en boga.

También en la evolución del galleguismo y del nacionalismo político. ¿El momento más culturalista sería más femenino y el más político, en el que los hombres se presentan como protagonistas, sería más masculino?

Esa es una dicotomía que se ve cuando lo que tradicionalmente se conoce como regionalismo quiere ser nacionalismo, en el primero tercio del siglo XX. Había una conciencia muy clara por parte de teóricos y activistas de que el nacionalismo gallego tenía un problema discursivo y había que replantearlo. El problema que había es que ya se había consolidado con éxito que el gallego, la lengua, la identidad y la gente, estaban abandonados a una patología nostálgica, a estar todo el día quejándose, a la diglosia de que el gallego solo servía para la poesía por ser el medio literario de los sentimientos, de los afectos, de lo íntimo... Estaba todo muy bien ensamblado. Y los hombres de las Irmandades da Fala, como los hermanos Villar Ponte y otros que comenzaban a escribir en A Nosa Terra, tenían claro que existía ese problema discursivo y que había que masculinizar el nacionalismo, porque no se iba a ir a ninguna parte haciendo juegos florales y hablando de lamentos, de amores y de lo que denominaban “naturalismo rural”. Había que virilizarse y por eso importaba mucho crear la figura del activista nacionalista carismático, fuerte, agresivo. Incluso se puede releer en el manifiesto Máis Alá, de Manoel Antonio y Álvaro Cebreiro, un alegato para desfeminizar la cultura gallega, hasta con una expresión explícita: tanto darnos a los lamentos y a la poesía hizo pensar a los de fuera que somos “un pueblo de mujeres”. Hace falta darse cuenta de toda esa retórica de género.

También en los referentes míticos: se habla de Breogán, de la resistencia en el monte Medulio, de la sangre que corre a ríos...

Se pretendía que todo ese vocabulario del celtismo también sirviera para virilizar un relato de la diferencia nacional gallega: los celtas guerreros, un pueblo fiero... Toda la poética de Eduardo Pondal va por ahí. En un momento en el que estaba muy en auge la dicotomía de la diferencia sexual, era peligroso hacer valer el valor del sentimentalismo como un aglutinador que construyera una identidad fuerte, porque el sentimentalismo ya estaba totalmente vinculado a lo femenino. Se puede decir que escogieron mal. En los primeros textos de Murguía, por ejemplo, se hablaba de una identidad gallega más civilizada, con una lengua que servía para expresar cuestiones muy finas, se decía que no somos como los toscos castellanos porque tenemos una lengua más dulce... Se utilizaba la retórica de la civilización, pero el sentimentalismo tenía un doble filo y otras posiciones políticas se apropiaron de él: 'se puede decir que sois celtas y sentimentales y nosotros lo que vamos a decir es que significa que sois pasivos, líricos, nostálgicos, que no tenéis ninguna capacidad para la acción, que la violencia es casi una aberración étnica'.

El nacionalismo político contemporáneo también apeló a los sentimientos. ¿Le ha sido útil?

No sé si lo tengo tan claro. De lo que no hay duda es de que los discursos neorregionalistas siguen a abrazar esa idea. Quieren capitalizar cierta idea de galleguidad sin que tenga costes políticos. A veces incluso se puede entender con el legado rosaliano, en el cual todos quieren tener cabida: unos espacios que permiten cierta expresión de galleguidad no politizada. Hay discursos identitarios con un programa político muy claro que yo identifico con el neorregionalismo, pero hay otros programas políticos que abiertamente lo identifican con un estereotipo colonial y que no se aproximan a él, incluso lo evitan. Aún queda por hacer mucho trabajo, pero tenemos que cuidarnos de pensar que hay culturas políticas clarísimas que lo utilizan [el sentimentalismo] o que no, porque es uno de los constructos discursivos que ha servido, de una forma o de outra –o porque lo hacen servir o porque lo evitan– al espectro político entero.

Aquello de “Galicia, nai e señora”, llegó de Ramón Cabanillas al PP. Si es madre y señora es mujer y si es mujer, es débil...Galicia, nai e señora

Claro. Por ejemplo, otra imagen de la que hablo en el libro es aquel vídeo de la campaña electoral del PP en 2009 en el que su madre, Sira Feijóo, decía: “mi hijo está casado con Galicia”. Se vuelve a la idea de la Galicia femenina que puede ser objeto de adoración y del amor que se supone que la figura presidencial tiene que profesar, pero no de una manera política.

¿Así es posible combinar discursos contra el idioma gallego con homenajes a Rosalía de Castro?

Exacto. Esa es la bisagra. Este estereotipo funciona como una moneda de dos caras y se ha utilizado con muchísima pericia. Por eso hace falta afinar el ojo crítico, para saberlo reconocer. Como entra por el corazón resulta difícil descartarlo. Por ejemplo, durante las presentaciones del libro en inglés, en una noticia se reflejó con el título La morriña, un mito nacido en el siglo XIX y los comentarios eran muy elocuentes. La gente se sentía robada, cuando no debería haber nada negativo. Hace falta afinar la conciencia de los usos políticos que ha tenido y, después, se puede utilizar, abrazarse a esto o no, pero sabiendo las valencias que históricamente ha tenido.

¿Cree que formular este discurso y abordar la cuestión del sentimentalismo tranversal o que el machismo impregna este ideario implica tocar 'vacas sagradas' o territorios complejos que le pueden causar problemas en ámbitos sensibles hacia el país?

A mí, pienso que no, porque vivo fuera y aunque hago esfuerzos por estar muy conectada, no estoy conviviendo con las diferentes culturas políticas, instituciones y personas. En este sentido tengo una postura privilegiada para poder hacer este estudio. Pero, al mismo tiempo, espero que cuando se lea el libro una de las sensaciones que cause sea que hay que aplicar un aparato metodológico a los textos, en este caso el de la crítica postcolonial y el feminismo, y los textos hablan por sí mismos. Hay que aplicar una teoría evaluando los textos que teorizan la identidad gallega y es inevitable que salga un análisis de este tipo. La evidencia de que se tejió este tipo de dialéctica es absolutamente abrumadora.

¿Existe una tendencia a cerrar los ojos ante cuestiones incómodas, para construir un relato más cómodo y sin aristas? ¿Para poder decir, por ejemplo, que el nacionalismo gallego defendió los derechos de las mujeres desde sus orígenes?

Una de las cosas más interesantes que puede surgir de todo esto es la oportunidad de hacer autocrítica. Y no de un grupo particular, sino de muchísimos proyectos políticos y culturales de este país y de culturas políticas diferentes. Una de las lecturas más provechosas que se está haciendo es sobre Carvalho Calero. El libro contiene un capítulo muy crítico con el legado literario e historiográfico de Carvalho Calero y, al mismo tiempo, está publicado por una editorial del reintegracionismo que, en los propios textos que escribió sobre el libro, aprovecha para hacer autocrítica. Eso me parece valiente y productivo. En vez de mirar hacia otro lado, vamos hacia adelante. Desde el punto de vista del tema de la mujer, todos los nacionalismos, desde su génesis, son movimientos patriarcales. Lo que pasa es que en los contextos de culturas resistentes los nacionalismos se vieron mucho más impregnados por ideologías revolucionarias y, como movimientos emancipadores, no pudieron obviar la cuestión de la mujer. Pero en el momento original era una cultura política masculina y masculinista, porque la política era un campo masculino, el campo de lo público. Pero a día de hoy pienso que han cambiado las cosas.

En ámbitos como el catalán se tiende a dejar de emplear la palabra nacionalismo para utilizar otras, como “soberanismo”. ¿Este tránsito puede ser útil para abandonar algunas de esas inercias y ese sentimentalismo?

Me parece muy interesante cómo esto nos puede ayudar a afinar la terminología. Es cierto que aquí también se utiliza el término “soberanista”. Yo en el libro lo que hago es utilizar la terminología del anticolonialismo y la versión que se deja entender es que aquí hubo y aún hay una situación de correlación de fuerzas de poder desigual, donde una cultura hegemónica intenta legitimar la secundariedad de la que no lo es, de la que puede desaparecer. Yo no soy economista ni politóloga, pero en el campo de la representación la identidad gallega es un ejemplo de manual de una cuestión colonial. La feminización del colonizado es universal, aparece en todas las culturas imperiales y en todos los colonialismos internos, subsestatales. Por ejemplo, en el Estado británico se feminizó el galés y el irlandés, en Francia se feminizó el bretón. Ese tropo del celta sentimental no es de hechura solo ibérica, se dio en otros Estados-nación europeos en los momentos en que comenzaron a resurgir los nacionalismo periféricos que veían en lo celta una oportunidad de construir un discurso de la diferencia. Si aquí el celtismo se empoderó o nos entrampó en las formas de la cultura hegemónica, no lo sé.

De cara al futuro, en un contexto tan efervescente como el actual Estado español, ¿desprenderse de lo sentimental para afirmar la diferencia política puede ser útil para Galicia?

Aquí entramos en la pregunta de si cualquier movimiento emancipador nacional o anticolonial precisa o no un relato identitario. Esa es una pregunta para los politólogos que no me veo con la capacidad intelectual de contestar. ¿Precisamos relatos identitarios que aglutinen a la gente o es un problema? Como propuesta emancipadora yo pienso que posiblemente sea más productivo llamar la atención hacia las formas de poder que nos oprimen y después, que la gente pueda o no reaccionar. A lo mejor no hay que crear otro discurso identitario de la diferencia gallega con otros valores, porque también estaríamos alienando a otros grupos sociales.

Pienso que es más productivo decir que esto que se creó aquí tiene estas valencias políticas y se utiliza con estas funciones, muchas veces con funciones comerciales, como pueden ser Gadis o Abanca, con frases sintácticamente casi absurdas en las que es obvio que querían poner la palabra “morriña”. Significativamente, es una campaña que se contrató a una empresa de fuera de Galicia. Llamar la atención sobre cómo nos ven y cómo nos pueden apaciguar es mucho más productivo. Aunque, desde la politología, se puede decir que cualquier propuesta emancipadora tiene que crear un relato identitario.

Resulta llamativo que empresas que eran gallegas y ya no lo son apelen a esa galleguidad. Abanca es un ejemplo, pero también Fenosa y otras...

Es interesante y, a lo mejor, no es una mala noticia que el sector privado piense que en Galicia tiene que crear cierto relato cercano, próximo y galeguista para llegar a la gente. Pero tenemos que andar espabilados con eso, porque se apela a valores que intentan crear un consenso y armonía cuando lo que se precisa es conflicto.

¿Como cuando, por ejemplo, el presidente de la Xunta dice que ya no hay ningún conflicto lingüístico?

El sentimentalismo fue el pegamento con el que se construyó la cultura del consenso autonómico. Esa galleguidad sentimental se ve mucho en las formas de cultura gallega permitidas en determinadas instituciones y por gobiernos que son, a todas luces, contrarios a la persistencia de las formas de vida autóctonas de este país. Se ve perfectamente, por ejemplo, en las formas de cultura que se practican en la Casa de Galicia en Madrid. Allí es todo puro sentimentalismo, desde las exhibiciones fotográficas y las esculturas a los recitales poéticos de gente desconocida. En el nombre de la cultura gallega se practica un discurso desmovilizador, consensuado y consensual para esconder que hay un conflicto. Todo lo que a día de hoy podamos hacer para visibilizar el conflicto y las formas de acción y de dignidad de este país, sin tener que construir otro discurso identitario paralelo, lo que hará será acercarnos a las circunstancias materiales de nuestra lucha y no a entelequias que no nos han llevado muy lejos.

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