Experiencias Madrid
Fui a una sala donde prometían la felicidad y me encontré con instagramers y nostalgia infantil

La sala Booble Room, uno de los espacios de Dopamine Land

Sara Núñez

3

Los altos edificios que albergan el distrito entre Santiago Bernabéu y Nuevos Ministerios me muestran un vistazo a lo que Madrid representa para muchos: una ciudad rutinaria, repleta de personas que despiertan para vivir entre las grisáceas paredes de su trabajo. Dejarnos llevar por esa corriente es inevitable. Y ahí en medio, con vistas a los mismos edificios, acudí en busca de la felicidad efímera que prometían entre las rosadas paredes de Dopamine Land, una de las últimas experiencias en llegar a Madrid.

La propuesta promete sumergir a los asistentes en una experiencia fundamentalmente visual, donde los cincos sentidos serán la mano guía para dirigirlos. Abierta en la planta 0 del Centro Comercial Moda Shopping (Tetuán) desde el 15 de abril e inaugurada a la vez que una sala similar en Londres, es el último proyecto en llegar a Madrid de Fever, una compañía de eventos y tecnología cuyos anuncios habrás visto seguramente en internet o en tus redes sociales.

Nada más entrar, una sala rosa chicle recibe al nuevo público. Dar una vuelta sobre mis pies y visualizar la entrada se me hace irresistible: desde luces neones hasta una puerta oculta tras una estantería de frascos con golosinas captan mi atención. “Tenemos estudios científicos con un psicólogo, todas las salas diseñadas están revisadas por un experto”, explica Luigi Nieto, una de las caras creadoras de esta experiencia constituida por cinco salas diferentes, además de otras dos de entrada y salida.

Cabe destacar una aclaración a la elección del nombre: en principio iba a ser La fábrica de la felicidad (en honor a La fábrica de chocolate que los mismos creadores de Fever trajeron a Madrid años atrás). Pero se puso Dopamine Land en referencia a la molécula que se produce en el cuerpo de manera natural y controla las respuestas mentales, emocionales y motoras que van de la mano con una mejoría del sueño, de la actividad cardíaca, creatividad, peso corporal y, por supuesto, una necesidad de emociones fuertes. No hay que confundirla con la serotonina, esa llamada “hormona de la felicidad” que va de la mano con una mayor estabilidad mental; la oxitocina que se genera con el desarrollo emocional o las endorfinas que pueden crearse a raíz de una breve sensación de felicidad, como analgésico natural. La dopamina, una mediadora del placer, suele ser vista como responsable de sentimientos como amor o lujuria, además de ser la responsable de las adicciones. No obstante, cada cual va a depender, al final, de las actividades que el individuo desarrolle, de cómo las ejecute y de su propia preferencia.

En busca de esa felicidad que promueven y tras la espera, entro en la sala junto al resto del grupo para comenzar la breve ruta por ese “recorrido diseñado para conectar con infinidad de emociones y sensaciones” que especifican. Luces, láseres e incluso humo invaden el campo de visión en una zona oscura. Por un momento, pensaba que iba a salir uno de esos actores a los que suelen contratar en las scape rooms y mi instinto me plantea la opción más rápida: mirar a la compañera de al lado y decirle que fuera ella primero.

Nada más allá, los responsables del proyecto buscaban proyectar aquello: “La Infinity Area es una sensación que desorienta y la gente, cuando entra, siente que va a caer por un precipicio o de no saber dónde está. Crea esa sensación que sube al estómago, por algo que no esperas, no sabes qué va a pasar”. Quién lo diría: uno de los secretos de la dopamina es la propia incertidumbre. Si esa misma incertidumbre se proyectara sobre ser o no ser capaz de llegar a fin de mes a mi veintena y provocara dicho nivel de dopamina, sería la mujer más feliz del mundo. “Nos basamos en un test de usuarios nuestros con 30 salas diferentes, cada cual aportaba algo distinto. Todas daban algo de placer o felicidad. Las seis que mejor funcionaron son las que hemos implementado aquí, un poco por intereses: pelea de almohadas, burbujas…”, añade Luigi Nieto.

Así que pasamos a la Bubble Room, con todo un suelo rodeado de bolas y globos decorativos, tonalidades azuladas que generan un placer visual y que se completa con las protagonistas del lugar: las pompas. Varias compañeras terminan cogiendo las pistolas y yo misma me animo a explotar algunas. La sala está, literalmente, repleta de ellas. Las asociaciones con estos elementos son las que le otorgan una simbología de calma y de paz -dicen los impulsores- sobre todo cuando los tonos son claros, como el celeste, algo que confirma el mismo responsable: “Es como volver a la infancia y que fueras de nuevo un niño entre muchas burbujas, con los pomperos que usabas cuando eras pequeño”.

Esa niñez queda más que comprobada al pasar a la siguiente habitación: completamente azulada y con unas pinturas neones a lo largo de toda las paredes, la sala de Pillow Fight se convierte rápidamente en una de mis favoritas. Varias almohadas descansan en el centro, justo cerca de un enorme botón. La nostalgia brota en mí y transcurro entre la delgada línea de: o bien agarrar una almohada y desquiciarme a base de pelear con las que me acompañan, o bien limitarme a grabar algunos vídeos para Instagram. Esto último se complica en cuanto alguien pulsa el botón y, al momento, luces parpadeantes congelan la acción de una persona, entre flash y flash, y lo que desencadena: una almohada lanzada por los aires, risas, mi cara de pánico, y, seguidamente, esa misma cara siendo aplastada por la dichosa almohada voladora. Listo: mi inner child queda reactivado y se prepara antes de arrojar almohadas al resto, sin piedad, entre esos flashes que suelen utilizar muchas discotecas y clubs nocturnos. Es una experiencia para vivir, sin duda, en grupo numeroso o, al menos, para ir acompañados de otra persona que tenga clara su función de sujeta-cámaras en caso de los más fotogénicos.

“Está teniendo más éxito el target familiar, lleva más tiro. Vemos también que hay mucha gente a la que le gusta sacarse muchas imágenes y crear contenido a sus redes, fotos con planos angulares, vídeos a cámara lenta. Es casi como si tuvieras un plató. Además, estamos en un centro comercial y queda más accesible, sobre todo para las familias que suelen venir con frecuencia. Son quienes lo disfrutan más, con niños que van desde los tres años hasta, incluso, alguna persona mayor. Nuestro posicionamiento son familias, influencers y gente a la cual le gusta sacarse contenido original”, explican los impulsores.

Con un juego de reflejos que componen suelos y paredes, junto a las pantallas con diferentes proyecciones, al momento me doy cuenta de que estoy en la sala que seguramente se convierta en uno de los escenarios más pisados por las tiktokers e instagramers recurrentes. Y ese pensamiento me provoca un retortijón de culpa: ¿es, acaso, dicha felicidad un resultado de juegos de apariencias y vistazos visuales? ¿O es un viaje atrás en el tiempo, disfrutable en los más pequeños o por parte de aquellos dispuestos a pasar un ataque nostálgico? Tal vez por eso sea dopamina: al final, lo vivo como un pequeño brote de euforia agarrado de la mano de un estímulo, aunque, en este caso, no viene por parte de ninguna sustancia química.

“El psicólogo iba diciendo qué podía potenciar por cada sala, qué energías podían captar, sentimientos que pudieran reflejar en cada una de ellas”, justifica Luigi, al respecto de la elección de habitaciones, finalmente dispuestas en un orden aleatorio. Al llegar a la Popcorn Room, el olor de las palomitas que me llegaba desde la sala de espejos cobra más sentido: un paquete gigante espera, totalmente apetecible, junto a pequeños recipientes para aquellos que quieran probar del aperitivo, justo en frente de una pantalla gigante cuya proyección se puede ir cambiando entre las opciones de una pantalla táctil más pequeña.

Algo capta mi atención en mayor medida: una sala completamente amarilla justo al lado, repleta de firmas y pequeñas (y no tan pequeñas) huellas que va dejando más de uno para inmortalizarse, como cuando alguien pintaba su firma en las paredes del baño de un local, del instituto, o incluso en los pupitres de la universidad. Tardo entre cero y nada en entender la referencia y corro a coger uno de los rotuladores para dejar mi perfil personal de redes por ahí perdido, entre los numerosos nombres que recorren la sala (hay una tal María a la que no le ha temblado la mano a la hora de rellenar su nombre a lo largo de toda una pared, bien por ella).

Una experiencia de 35 minutos que estará abierta hasta septiembre en Madrid y que tiene intención de ampliar horizontes en otros países. “Tenemos sesiones activas hasta julio, con sesiones entre semana que empiezan desde principios de mayo. Hasta ahora, solo teníamos activa la sala los sábados y domingos desde su apertura”. La entrada normal cuesta 12 euros. Por mi parte, el momento en el que presencié un pequeño (y, económicamente hablando, gratuito) brote de felicidad también llegó en cuanto salí del centro comercial: un perro jugando inocentemente con su dueño y varios amigos, a mi izquierda; un adorable gatito que me miraba con ojos curiosos, a mi derecha.

Etiquetas
stats