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La vía Felipe González en España o el entreguismo

Toma posesión el nuevo Gobierno de Portugal con Luís Montenegro al frente.

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Mi admirado Enric Juliana publicaba en La Vanguardia (30/03/2024) un análisis sobre el nuevo gobierno portugués de Luis Montenegro. El líder de Alianza Democrática, una coalición conservadora encabezada por el Partido Social Demócrata, de derechas aunque se autodefine como socialdemócrata. Hacía referencia, Juliana, al “bloque central” la receta que Felipe González tiene para la política nacional para evitar los extremos; un acuerdo tácito entre los dos partidos mayoritarios para asegurar que los gobiernos no tenga que depender de partidos radicales que fuercen a políticas demasiado extremas, a juicio del ex presidente.

El espectro paisaje político portugués no es, en absoluto, comparable al español; no solo porque allí no existe la cuestión nacional, es decir, nacionalismos distintos al de la nación portuguesa, sino también porque los referentes mayoritarios de izquierda, el partido socialista (PS), y derecha, el partido socialdemócrata (PSD), están más en la centralidad que en el caso español. En España el PSOE, reajustado con membrete socialdemócrata, a semejanza de SPD alemán tras el abandono del marxismo (septiembre 1979), no tiene en frente a un partido de derecha homologable con sus correligionarios europeos; al menos de la Europa democrática fundadora de lo que ahora es la Unión Europea. 

El partido popular es de los más conservadores, y en ocasiones ultra, del Partido Popular Europeo, alineado con sus semejantes de la Europa del Este, proviene de la refundación de Alianza Popular, el partido de Manuel Fraga que replegó personalidades del franquismo tardío reinventados con talantes democráticos, y a familias políticas, de perfil aperturista, vinculadas con los clientelismos generados durante la dictadura, que abrazaron el nuevo escenario democrático buscando perpetuarse en los puestos de poder. 

La derecha portuguesa, la del partido mayoritario PSD, a diferencia de la española, no tenía vínculos de adhesión con la dictadura de Salazar y Marcelo Caetano (al que le estalló la Revolución de los claves), bien al contrario, la combatieron desde las instituciones, retirándose de ellas cuando la cerrajón del régimen, a la apertura política, hizo inviable un pacto a la democracia.

Cuando la Revolución de los claves, en 1974, la derecha política de nuevo cuño pudo, sin complejos, ser sensible con la problemática social que había dejado un régimen particularmente elitista, y colonialista, no solo en Mozambique y Angola, sino también respecto a la propia metrópolis. El nuevo partido de la derecha democrática, PSD, fundado por Sa Carneiro se autodenominó socialdemócrata para, exhibiendo perfil social, diferenciarse del socialismo y del comunismo, aún de corte sovietista; que fueron los partidos que movieron la revolución democrática. Esa derecha, moderada, en comparación con la española, había nacido blanca sin implicaciones con la dictadura, ganando netamente sus primeras elecciones en 1980, tras seis años de gobiernos de izquierdas.   

En su confrontación con Pedro Sánchez, Felipe González ha parido esa idea de “bloque central”, buscando la estabilidad de las instituciones. Con los pies en la realidad política española, en mi opinión, la oferta ideológica de Felipe González sería optar por un nuevo turnismo político donde las diferencias se redujeran a cuestiones menores sin alterar las franquicias ideológicas, y privilegios electorales, consagrados en la Constitución.

El nuevo “bloque central”, que el imaginario felipista sería representado por el partido popular y el partido socialista, obviaría a los demás partidos nacionales y a los nacionalistas, por mucho que fueran hegemónicos en sus respectivas nacionalidades. De hecho, se trataría de subvertir el orden constitucional que iguala en calidad jurídica la unidad de la nación española y el reconocimiento y garantía de las nacionalidades y regiones. Ese “bloque central”, es decir, el partido segundo apoyaría la investidura del primero, supondría convertir el sistema parlamentario proporcional, aunque corregido, en un sistema mayoritario; por el que el partido que consiguiera la mayoría obtendría el gobierno de la nación.

Estaríamos ante un fraude de ley a la Constitución, en su letra y en su espíritu, contenido en el artículo segundo, además de subvertir la ley electoral y los artículos referidos a las elecciones de la propia carta magna, al ignorar la voluntad de los electores que votaran por los partidos despreciados, a la hora de elegir al presidente de gobierno, y a los votantes del partido segundo, que dudosamente estarían conformes que su voto fuera para investir al ideológicamente contrario. Ejemplo tenemos cuando el, ignominioso, cheque en blanco para la segunda legislatura de Rajoy, en octubre de 2016, que hundió moralmente al PSOE y provocó la dimisión de Pedro Sánchez y el proceso de primarias.

Inteligentemente, el partido socialista portugués ha facilitado el gobierno de Luis Montenegro que tendrá que afrontar la legislatura en minoría apoyándose previsiblemente en el PS más que en la ultraderecha, la Chega, para sacar sus leyes. 

Pero esa alianza tácita entre dos partidos centrados, la derecha del PSD y la izquierda del PS, tiene sentido allí donde el partido socialdemócrata, que forma parte del Partido Popular Europeo, representa a una derecha moderada capaz de pactar programas de gobierno con el socialismo. Extremo, aquí, impensable porque la distancia que separa al socialismo de partido popular es tan radical como el lenguaje de Feijóo respecto a Sánchez; desde las acusaciones de ilegitimidad y los sainetes de las manifestaciones callejeras, de la mano de Vox, hasta la acusación de perversión de las instituciones y de corrupción instrumentada desde la Moncloa; bulos hábilmente trabados por la capitanía general de Génova.

La estrategia del partido popular trató, de inicio, intimidar al Presidente, y atemorizar a sus diputados, para pervertir la legitimidad del parlamento para buscar mayorías para investir al Presidente. Buscó, también, desautorizar el voto independentista ilegitimando su capacidad para elegir un gobierno nacional, de modo que no quedara otra mayoría posible que la del partido popular con Vox, reproduciendo los pactos de gobierno en las autonomías.

El problema del partido popular es que no representa la centralidad política. De ideología conservadora, está en la radicalidad respecto a otros partidos de derecha europeos, en particular de la Europa occidental, la derecha democrática y respetuosa con las instituciones y con compromiso de consenso sociales y mantenimiento del estado del bienestar; en oposición al afán privatizador de lo público que tanto gusta al neoliberalismo social. 

El partido popular, refundación de la derecha franquista con aportaciones del cristianismo rancio y neoliberales, ha tenido que aceptar, siempre oponiéndose, las grandes transformaciones sociales del País. Desde la reforma fiscal de UCD, siguiendo con la ley del divorcio, la del aborto, la de matrimonio entre personas del mismo sexo, la dependencia y otras, porque el partido popular sigue colonizado por organizaciones y grupos de presión muy conservadores, sin obviar extremismos religiosos integristas. Solo cuando, en la segunda presidencia de Rajoy, estalló la corrupción generalizada, una parte de la ultra derecha consideró que el PP ya no servía para imponer y controlar la política española, y fundó Vox. 

El partido popular y Vox comparten ideario y enmascaran sus discursos en función de los electorados que pretendan seducir. Como es evidente, y bien lo tienen aprendido desde que los gurús electorales del partido republicano estadounidense desembarcaron en los cenáculos populares, para ganar elecciones se trata de conducir emocionalmente al votante hacia el climax electoral el día de las elecciones. No importa si después se arrepiente de la votación, lo significativo es que el voto entró en la urna y la elección ya está hecha. 

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