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ENTREVISTA

Leila Guerriero, escritora: “Los contraargumentos al populismo tienen que ser serenos, no berrinches”

Leila Guerriero

Pablo Sierra del Sol

Menorca —

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Empieza sus píldoras en A vivir que son dos días presentándose. Dice quién es (“Hola, soy Leila Guerriero”), cuál su oficio (“soy periodista”) y dónde reside (“vivo en Buenos Aires”). En lo que dura una canción, explica a la audiencia de la Cadena SER recuerdos tan personales que podría haberlos arrancado de las páginas de un diario; tan cotidianos, que resulta difícil no sentirse identificado. Quizás la próxima temporada algún fin de semana hable de Menorca. Guerriero conoció la isla la semana pasada. Fue a los Talleres Islados que organizan Mariona Fernández y Josep Maria Fontseré. Reflexionó en compañía de un grupo de alumnos sobre la no ficción. 

Un universo, la realidad, en el que el periodismo literario puede ser un vehículo con tracción a las cuatro ruedas para ascender y descender por sus pliegues, para mirarla y narrarla: 4 x 4 era el nombre con el que bautizaron al taller que Guerriero impartió Binacalsitx, un silencioso lloc situado en el poniente menorquín. Horas antes de charlar en público con su anfitriona en el jardín del Museu de Ciutadella, la autora de libros de perfiles y crónicas como Los suicidas del fin del mundo, Frutos extraños, Una historia sencilla, Los malos o Teoría de la gravedad aceptó esta entrevista. La preocupación que le produjo hace unas semanas el 30 por ciento de los votos que el ultraderechista Javier Milei consiguió en las elecciones primarias argentinas no tarda en aparecer.

Cuando viene a un lugar que no conoce por una residencia literaria o taller, ¿se informa sobre su realidad o prefiere aislarse?

Depende. He estado trabajando a las afueras de Palamós y ahí sí lo hice porque iba a hacer un trabajo fuerte sobre el lugar. Una persona había pasado por allí y yo iba a investigar sobre la vida de esa persona. Veo que la Costa Brava y esta isla tienen puntos en común: son dos entornos paradisiacos y rústicos, bastante salvajes y muy impresionantes al estar frente al mar. Pero antes de venir a Menorca no me informé demasiado porque estoy de paso por un viaje mucho más largo. Además, vengo de la Argentina, que en este momento está pasando por una situación, para mí, súper pesada, digamos. Creo que por primera vez estoy muy pendiente de lo que está pasando allá, muy enchufada a las noticias; preocupada. Eso está absorbiendo un poco toda mi atención.

¿Cree que podría escribir un perfil de Javier Milei destacando aspectos positivos del personaje?

¿Por qué destacaría aspectos positivos? Si hiciera un perfil lo abarcaría todo, más allá de que esté en las antípodas de todo lo que pienso. A la hora de hacer un perfil, el trabajo que se hace, la mirada que tenés, es, por supuesto, personal y subjetiva, pero equilibrando las partes. Simplemente es observar, mostrar, mirar una persona vivir y hacer. Todo el mundo tiene distintas facetas en su personalidad. No hay monstruos puros ni ángeles puros. Está todo muy mezclado. Por supuesto que hay gente que tiene la veta pérfida más marcada y, a la hora de escribir, eso tendrá que encontrar un correlato en el texto, pero la idea de destacar algo no me deja cómoda. Pero, por supuesto, me parece una persona interesante. De hecho, me tiene muy preocupada y, desde hace muchos años, vengo diciendo que la figura de este hombre estaba siendo ninguneada y tomada muy en broma, sobre todo por colegas que lo llamaban como el mono del circo, y que a mí me parecía un sujeto peligrosísimo. No me alegra haber tenido razón. Hubiera querido equivocarme y que las predicciones que decían que no iba a sacar más de un 20 por ciento hubieran sido ciertas. Me espanta la posibilidad de que gane.

Todo el mundo tiene distintas facetas en su personalidad. No hay monstruos puros ni ángeles puros. Está todo muy mezclado

¿Cree que el éxito de estos políticos, candidaturas o partidos de corte tan populista se debe a la falta de un periodismo equilibrado, que no se centre solamente en la parte más absurda y ruidosa del discurso?

Mirá, lo de Milei es raro. Porque uno podría decir que si Trump o que si Bolsonaro… pero Trump llegó al poder con el apoyo de uno de los dos partidos más importantes de Estados Unidos. Este hombre no tiene aparato, es una persona que salió de la televisión. Era como un ser al que los periodistas llevaban para hacer barullo y tener rating, digamos. Son casos muy distintos. No me atrevería a decir que son todos lo mismo más allá de que en el mundo hay como una tendencia a votar a la derecha. Tampoco podría cargarle las tintas al periodismo y decir que por culpa del periodismo… pero sí que no ha habido miradas interesantes desde los medios de comunicación. O, si las ha habido, yo no las he visto. Miradas más a fondo, que cuestionen. Ahora mismo, si vos mirás entrevistas que le hacen en televisión [a Milei] creo que solo está creciendo su capacidad de sumar votos porque los periodistas parecen seguir celebrando jocosamente su capacidad de decir cosas disparatadas, de tirar bombas. En ese punto sí creo que no están ejerciendo un periodismo bien hecho sino simplemente se están, casi te diría yo, sumando a la jocosidad que a muchos les producía esta figura. A mí siempre me pareció un sujeto muy espeluznante. Estas entrevistas que hacen los colegas parecen muy poco preparadas, como si ante los argumentos de este hombre, que parecen muy poco sólidos, no tuvieran ellos argumentos para rebatir las cosas que dice. Es el triunfo de esa cosa tan espantosa del sentido común: el tipo es como un lugar común de eso que es innombrable, y es como si nadie pudiera rebatir inteligentemente su monólogo disparatado.

Los periodistas argentinos parecen seguir celebrando jocosamente la capacidad de Milei para decir cosas disparatadas y tirar bombas

¿Cuándo fue la primera vez que supo de Milei? ¿Qué es lo primero que recuerda de él?

En la televisión, en un programa de la noche que se llamaba Intratables y lo llevaban como panelista. Era un tipo muy llamativo porque tiene como un pelo muy raro, como una peluca de mujer, pero es el pelo de él, aparentemente.

La primera vez que lo vi en una imagen me llamaron la atención sus patillas.

Claro porque es una mezcla, una especie de Elvis con el casco de una señora del año 60. Muy raro. Su discurso vehemente me llamó la atención, pero aparecía [en televisión] cada tanto. Después empezó a aparecer más y más y más y más. Y después apareció la candidatura: ahí dije, “ojo”. Y acá estamos.

¿En que dijera “ojo” pesó más la situación política, económica y social que estaba atravesando Argentina o los resultados electorales que la ultraderecha estaba consiguiendo en Europa y otros países americanos?

Pensé en cómo Trump había conseguido –sin tener más nexo con Milei que los pelos raros y la ideología de derecha– ganar las elecciones mientras los diarios serios de Estados Unidos habían ninguneado la posibilidad de que fuera presidente. Me acuerdo que estaba acá en España cuando fueron las elecciones [de 2016]. Me fui a dormir pensando de que no me iba a despertar con la noticia de que Trump era el presidente. Prendí la televisión y fue, ¡uh!, ¿pero cómo es posible?

Hasta usted misma pensó que era imposible.

Yo pensé que era imposible. Pero me alimentaba de leer medios que considero serios y, qué se yo, de alguna manera ninguneaban la figura de Trump. Eso a mí me despertó una alarma fuerte. La realidad de Estados Unidos la sigo desde muy lejos. Consumo muchísima cosa norteamericana en términos artísticos, pero el día a día de la sociedad se me escapa. Sí sé de acá y de Latinoamérica, pero eso fue un ¡ey! Cuando empezó a pasar lo de este señor, Milei, pensé en una figura extravagante, pero no pensé que podría tener tanto arrastre en la gente. Cuando fue candidato hice el nexo con Trump: a Trump nadie le dio bolilla, ¿no será que pasará lo mismo con este señor? Pero no lo leí con la realidad horrible de la Argentina sino como un fenómeno que podría explotar. Y explotó.

Cuando Milei fue candidato hice el nexo con Trump: a Trump nadie le dio bolilla, ¿no será que pasará lo mismo con este señor?

¿Cómo cree que leímos, y estamos leyendo, los periodistas españoles la irrupción de Vox en las instituciones o un fenómeno populista como el que representa Isabel Díaz Ayuso?

Mi mirada hacia Vox está muy contaminada por la mirada de mi entorno de amigos, colegas y editores queridos que, la gran mayoría, tiene una mirada muy crítica sobre esta situación. No puedo hablar con autoridad. Pero alguna vez he escuchado decir que los colegas de la redacción no querían publicar noticias sobre Vox como para no seguir dándoles entidad. ¡Me parece una pésima idea esa! Lo que no hay que hacer es replicar la mentira sin confrontarla. Claro que hay cientos de cosas en las que mienten: la labor del periodista es mostrar lo que se dice y lo que se puede chequear de lo que se dice. Y me parece que eso no se está haciendo tanto. Entiendo el intento hasta noble de querer parar a un partido de esa clase, pero los contrargumentos tienen que ser serenos, inteligentes, sólidos, y (no en todas partes, hay medios más serios y medios que no lo son tanto) no berrinches. Bueno, eso es la información, lo que hacemos los periodistas.

Las buenas intenciones, el activismo, ¿desequilibra el relato? Es decir, a la hora de explicar quién es un político de Vox o un miembro de la candidatura de Milei, ¿no querer verlo todo puede impedir que entendamos por qué ese discurso penetra en ciertos estratos de la sociedad?

Lo que ha pasado con el caso de Milei, o acá en España también, es que se ha cumplido a gran escala lo que viene pasando hace muchos años: los periodistas salen a la calle no a ver lo que hay, sino a confirmar una teoría previa. Eso es fatal. Fatal porque no le sirve ni al periodista ni a la persona que lee eso. No te está mostrando la realidad, sino una teoría previamente confirmada. Y sí, si vas a ver a un monstruo porque estás convencido de que es un monstruo solamente vas a ver eso, al monstruo, y no vas a entender por qué el monstruo se hizo monstruo y de qué está construida esa perfidia, esa maldad. Lo que pasa es que tomar ese camino, el más complejo, facetado, lleno de capas, también es riesgoso.

Lo que ha pasado con el caso de Milei, o acá en España también, es que se ha cumplido a gran escala lo que viene pasando hace muchos años: los periodistas salen a la calle no a ver lo que hay, sino a confirmar una teoría previa

Cuesta más a todos los niveles, ¿y es más difícil de vender?

No sé si es más difícil de vender. Que toma más tiempo y toma más coraje, seguro; pero no sé si es más difícil de vender. Yo tengo fe en que no. Hago textos muy largos y complejos y no veo que no se lean, al contrario.

¿Por qué los medios no apuestan más por este tipo de periodismo? No me refiero solamente a la extensión de los textos, sino a la manera de trabajarlos.

Bueno, todo empezó con una especie de desconfianza. Martín Caparrós lo dice siempre: los medios creen que los lectores no leen, lo cual es un absurdo. Si creés que los lectores no leen entonces no te dediques a publicar lecturas para gente en la que no creés. Empezó por ahí y lo que se juntó fue una gran crisis económica de los medios y la precariedad laboral. O sea, donde antes había cinco periodistas y un corrector ahora hay un editor y un periodista, y ya no hay corrector, y tienen que cubrir las veinticinco cosas que cubría antes una redacción bien formada. En el fondo hay una cosa económica muy feroz. Los periodistas siempre tenemos que andar haciendo como cien cosas a la vez para, de alguna forma, autofinanciarnos esos trabajos más largos que, por lo menos, siento que cuando los ofrecés son bien recibidos. Lo que no está dispuesto a hacer el medio de comunicación es a bancar a un periodista que esté solo con un tema. Yo lo hago pero, ojo, no estoy solo con ese tema, hago cien cosas a la vez. Ese es el malabar al que te obliga la precariedad, digamos. Entonces, bueno, en Latinoamérica estamos acostumbrados a trabajar así. Aquí en España esa posibilidad de la cosa multilaboral es más rara, más resistida. 

Donde antes había cinco periodistas y un corrector ahora hay un editor y un periodista, y ya no hay corrector, y tienen que cubrir las veinticinco cosas que cubría antes una redacción bien formada. En el fondo hay una cosa económica muy feroz

Me ha hecho pensar que, charlando con amigos o gente latinoamericana que he conocido y reside en España o ha vivido tiempo aquí, o ya lleva más tiempo aquí que en el país donde nació, cuando sale la palabra crisis, lo primero que hacen es medio sonreír.

Sí, sí, te entiendo. Yo vine acá en ¡la crisis! y veía salir a todo el mundo con su bolsita de Zara o el Corte Inglés. En 2001, en la Argentina, aquello fue una crisis: había muertos en las calles, los bancos estaban con empalizadas, gente desesperada, cartoneros juntando cosas en la basura… Sigue habiendo, ¿eh? Pero creo que es muy humano medir una crisis según lo que le afecta a cada uno. Si vos, hoy, podés salir todos los fines de semana con tu pareja, ir a cenar a un restorán y luego ir al cine, y dentro de dos meses lo tenés que hacer una vez por mes, y dentro de tres lo podés hacer una vez cada tres meses, vas a sentir que tu calidad de vida bajó mucho. Sin duda, aunque haya gente que esté mucho peor y no pueda comer. Pero las crisis allá son a lo bestia. No podría contestar si en España está cambiando la percepción y se ven las cosas de otra manera, pero sin duda crisis no significa lo mismo aquí que en la Argentina. En la Argentina crisis es estallido y acá eso no lo he visto nunca. Una sí que lee y escucha cosas sobre jóvenes que tienen unos salarios de miedo, y una se pregunta cosas como cuándo podrán esos chicos independizarse de la casa de sus padres y hacerse una vida, pero eso también lo veo en Argentina: tengo amigos con hijos de treinta años que viven con ellos porque es imposible alquilar o comprar.

Las crisis allá son a lo bestia. No podría contestar si en España está cambiando la percepción y se ven las cosas de otra manera, pero sin duda crisis no significa lo mismo aquí que en la Argentina

Hace un par de semanas, horas después de que aquí conociéramos lo que había pasado en las elecciones primarias argentinas, escuché una entrevista que le hicieron en el podcast Caja negra a [Horacio Rodríguez] Larreta [el candidato perdedor del Juntos por el Cambio, la coalición macrista] y hablaba del problema de la vivienda en Buenos Aires. Él es el jefe de Gobierno de la capital y decía que, como la economía es insegura, los bancos no conceden hipotecas y, por eso, falta vivienda en el mercado: según su punto de vista, la burbuja inmobiliaria se pincharía si se construyera más.

Larreta transformó la ciudad de Buenos Aires en una gran inmobiliaria. Cambiaron el plan urbanístico y hay barrios en los que no se podía construir más de una determinada cantidad donde están construyendo torres de treinta pisos. Eso es tremendo porque está cambiando muchísimo la fisionomía de la ciudad. Me contaron de un cartel que colocaron que decía: “Venimos a cambiar la identidad de La Lucila”. ¿Y quién le preguntó a los vecinos de La Lucila si quieren cambiar su identidad? Eso es lo que está pasando en la ciudad de Buenos Aires con el gobierno de Larreta desde hace años. Por supuesto, muchos de esos edificios son de departamentos que están en venta, fuera del alcance posible de una persona que quiera alquilar o comprar. ¡En mi barrio, si caminás cuatro cuadras te encontrás con siete edificios en construcción! ¡Gigantes! Cuando la infraestructura de agua, de gas, de electricidad, de cloacas sigue siendo la misma de siempre. Son edificios que se construyen completamente eléctricos, habiendo en la ciudad de Buenos Aires, sobre todo con una empresa que se llama Edesur [al igual que la española Endesa, una filial del energética italiano Enel], un problema tremendo de crisis de abasto de energía para los domicilios privados. En esos edificios nuevos no hay gas: eso chupa una cantidad de energía de la red eléctrica y después empiezan los cortes en las épocas de altas temperaturas. 

¿Sigue encontrándose con muchos periodistas que vean el arte como algo ajeno a su profesión en vez de como una fuente de inspiración y conocimiento? Como aquel colega que se indignó cuando en un seminario de periodismo…

… el de Panamá, con el que vi aquella clase magistral de Barenboim. Estaba pensando en eso. No, creo que no me ha pasado mucho eso. La gente acepta con mucha apertura ese tipo de cosas y también debe ser por el hecho de todo el trabajo que se ha hecho desde Latinoamérica con la crónica. A estas alturas ya hay como una tradición, y las personas que llevan tiempo viniendo a talleres ya llevan como diez o quince años escuchando la cosa machacona del periodismo narrativo. Y han leído algunas locuras que hemos escrito.

¿Cómo es su relación con las pantallas?

Tengo como una relación saludable con la tecnología. La uso cuando la necesito. Me gusta aislarme, sobre todo en los viajes. En algunos lo puedo hacer más, en otros de trabajo, no. En vacaciones a mí me gustaba mucho la sensación de lejanía total, y no tocaba una computadora durante todo el mes. Ahora soy un poco más flexible en eso porque también me da libertad. Si tengo que hacer la reserva de un hotel, la hago. Antes tenías que empezar a dar vueltas por un pueblo de Tailandia o Indonesia con la mochila al hombro, así que si internet me puede hacer la vida más fácil no le veo sentido a esa cosa talibana de no mirar pantallas durante las vacaciones. También porque creo que mirarlas no me produce la ansiedad que me producía. Incluso contesto algún mail si veo que es urgente, pero a un ritmo más lento. No tengo redes sociales, así que para el trabajo la tecnología es un gran paso adelante. Hay sitios a los que antes no podría haber accedido nunca; qué se yo, entrar al archivo de la Filarmónica de Berlín para ver no sé qué cuanto si estás trabajando en algo relacionado. Eso, para mí, es buenísimo: antes tenías que mandar una carta, pedir muchos favores, fotocopiar la información… El teléfono yo lo uso muy poco. Hoy me lo dejé en el cuarto cuando fui a la casa a dar el taller y le mandé un mensaje a Diego, mi pareja, por el WhatsApp Web, para decirle, pero no así como “¡ay, me lo dejé en el cuarto!” Muchas veces salgo y el teléfono se queda en mi casa. Y hay una cosa que se llama bienestar digital que me da mucha risa: me mandan notificaciones que me dicen: “Enhorabuena, has usado el teléfono treinta y dos minutos menos que la semana pasada”.

Antes tenías que empezar a dar vueltas por un pueblo de Tailandia o Indonesia con la mochila al hombro, así que si internet me puede hacer la vida más fácil no le veo sentido a esa cosa talibana de no mirar pantallas durante las vacaciones

El informe de actividad.

¡Eso! Y siempre son no sé cuántos minutos menos. Va a llegar un momento en el que me diga: no has usado el teléfono en absoluto. Para trabajar, por ejemplo, no uso WhatsApp. Si me escriben por un tema laboral, les pido que pasemos al mail porque por acá no contesto. Hablo solo con mis amigos y mi familia. No tengo grupos de WhatsApp, no uso, no admito, no quiero. Soy como muy tranquila con eso. Uso lo que necesito y no siento que me esté quedando afuera de nada. Esa es mi relación, pero entiendo que haya personas que no puedan tenerla, qué sé yo, también por el trabajo. En el taller que doy en Buenos Aires hice un experimento muy gracioso y terrible también. Les proponía pasar tres o cuatro días sin redes sociales, ni propias ni ajenas. WhatsApp, sí, porque es mensajería, y YouTube. No podían publicar, mirar, ni nada. Y les pregunté: “¿Quién puede hacerlo sin poner en riesgo su trabajo?” Eran dieciocho y levantaron la mano cuatro. Entre esos cuatro había dos que no querían hacerlo porque querían programárselo con tiempo. Me pareció heavy, ¿eh? Y los resultados fueron textos bastante demoledores, junté como diez en total porque lo hice en dos talleres diferentes. Vivieron días de ansiedad impresionante y la mayoría tuvo que sacar las aplicaciones del teléfono porque los dedos se les iban solos. 

Para trabajar no uso WhatsApp. Si me escriben por un tema laboral, les pido que pasemos al mail porque por acá no contesto. Hablo solo con mis amigos y mi familia. No tengo grupos de WhatsApp, no uso, no admito, no quiero

Me ha recordado a un pianista al que vi hace unos días justo antes de un concurso: con la mano izquierda fumaba y los dedos de la derecha no paraban de moverse como si tocara unas teclas imaginarias. Pero, claro, él estaba a punto de tocar ante un jurado internacional. La situación es diferente.

Claro, estaba ejercitando. Los alumnos que participaron en la experiencia habían olvidado cómo era el mundo sin redes sociales. Y, digo, son chicos de treinta y tantos, no gente de quince, que no tiene idea de cómo era. Yo sabía con qué se iban a enfrentar pero, evidentemente, ellos no. Hubo reflexiones interesantes: una chica, pensando en su mega actividad en Instagram, escribió: “Me estoy dando cuenta de que sólo con mi vida no me alcanza”. Es un pensamiento devastador. 

Es el miedo a perderse algo, lo que en inglés llaman FOMO.

Cierto, fear of missing something. Tal cual. Yo eso lo tengo de toda la vida pero con una cuestión mucho más pueril y análogica: si estoy en un lugar nuevo y distinto, ponele, aquí o en una ciudad o un país que no conozca, siempre tengo esa cosa de ir, caminar y conocer porque pienso que a la vuelta de la esquina me puedo estar perdiendo algo que es como genial. El mercado del pueblo, qué se yo. Pero lo tengo con cosas lógicas. 

Su generación empezó a utilizar internet a partir de los treinta.

¡Sí! Entonces digo, ¡guau!, es como si de pronto todos nos hubiéramos olvidado de cómo se enciende una bombilla. Yo siento que, digamos, vivo en los dos mundos: el mundo analógico de siempre y el mundo digital que me sirve. No tengo lío con eso.

Ahora es relativamente fácil encontrarse con artículos y reportajes que dan a conocer trabajos que estudian cómo afecta el uso que hacemos de las redes sociales a nuestra capacidad de atención y, también, a nuestra memoria. Pero, por otro lado, la pregunta que me hago es si internet, y las redes sociales, también nos llevan a mezclar, a hibridar, esos saberes que antes estaban mucho más compartimentados.

La pantalla es el sitio de diversión, búsqueda, distracción, angustia… No me atrevería a hacer una reflexión sociológica sobre ese tipo de cosas, pero me parece que no hay que hacer una profunda investigación para darse cuenta de que si estás jugando, yendo al banco, escribiendo o haciendo tu arte en el mismo sitio tenés que tener mucho cuidado con aquello que perfore tu capacidad de concentración que tiene que ser aplicada en aquello que se te va más la vida. En mi caso, la escritura. Si lleno la pantalla de redes sociales y tengo el WhatsApp abierto, claramente, eso va a distraer. ¡Son como cortocircuitos! La gente entra a Twitter cada tres minutos para saber si alguien dijo algo. Pero no hay que ser muy astuto para saber que eso puede pasar. Va a pasar porque somos adictos a saber qué dicen los demás de nosotros. Algunos más que otros, seguramente, pero si yo misma tuviera Twitter estaría enganchada, no te digo cada tres minutos, pero querría hacerlo bien, saber qué es lo que piensa la gente… No soy una persona ajena a la humanidad, pertenezco a esta especie; quizás no tenga ese nivel de enganche porque, digamos, soy tranquila con la novedad porque, además, veo que atrás de eso siempre hay estrategias que quieren hacerte entrar en el corral, en el sistema. Yo no tengo ninguna intención de entrar todavía más en el sistema de lo que ya estoy. Estoy hasta las narices del sistema. ¡Como todos! Mientras acepte las reglas de este mundo, las juego, pero las juego a mi manera… hasta donde puedo. Supongo que nos pasa a todos. Entonces, ¿para qué ir a meter más la cabeza? ¿Ir a meter más datos? ¿Ir a meter más información a la máquina? Yo cuanto más oculta, mejor. [Sonríe].

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