Ramon Llull, el beato incómodo para Roma convertido en maestro hermético
Tras la muerte de Ramon Llull, a principios del siglo XIV, comenzaron a circular por Europa códices firmados con su nombre, en los que se entremezclaban fórmulas secretas, símbolos esotéricos y promesas de transmutaciones imposibles. En esos grimorios se hablaba de piedras filosofales, quintas esencias y lenguajes herméticos. Sin embargo, los historiadores insisten en que el mallorquín nunca trabajó en un laboratorio alquímico ni persiguió quimeras entre hornos y crisoles.
Al parecer, aquellos tratados no eran obra suya; sin embargo, alguien se amparó en su prestigio como garantía de autoridad y los firmó con su nombre. Según la academia, textos venerados por los alquimistas durante siglos —como el Testamentum, el Codicillus o el Liber de secretis naturae—, pese a llevar su nombre, no salieron de su pluma, aunque circularon como si fueran auténticos.
Los tratados alquímicos atribuidos a Llull no tienen una datación precisa, ya que no fueron impresos en vida, sino que se transmitieron en forma de manuscritos entre los siglos XIV y XVII.
Todos estos textos son considerados apócrifos por la filología moderna, aunque durante siglos fueron leídos y copiados como si fueran obras genuinas de Llull. Su atribución al filósofo mallorquín responde más a una estrategia de legitimación por parte de alquimistas posteriores que a un vínculo real con su pensamiento original.
Este fenómeno —conocido como pseudo-lulismo alquímico— condicionó profundamente su legado. El divulgador científico César Tomé subraya la paradoja: “Ramon Llull, el siervo de Dios… no fue alquimista. De hecho, condenó las prácticas asociadas a la alquimia. Pero su nombre consta como autor de varios textos alquímicos que aparecieron tras su muerte”. Su figura fue absorbida por el imaginario hermético y proyectada como maestro esotérico más allá de lo que él mismo propuso.
Existe una afinidad profunda que ayuda a entender esta confusión. Tanto la alquimia como el Ars Magna comparten el impulso de desvelar la estructura secreta del universo. Ambas tradiciones recurren a diagramas, alfabetos operativos, símbolos y principios combinatorios. Esa cercanía conceptual permitió que los alquimistas renacentistas se apropiaran del nombre y del método de Llull con naturalidad, como si su lógica pudiera abrir también las puertas del misterio de la transmutación de los metales.
Incluso la literatura ha contribuido a esta aura ambigua. Miguel de Unamuno hablaba de un “encendido orientalismo”, una espiritualidad fronteriza que desbordaba las categorías de Occidente. Ese espíritu evocaba el cruce de culturas que marcó su vida, pero también el mestizaje entre razón y símbolo, entre lógica y misterio.
El Mediterráneo alquímico del siglo XIII
En el Mediterráneo medieval, la alquimia no era una rareza marginal, sino un saber prestigioso que ocupaba un lugar central en el universo intelectual. Sus raíces se hundían en la tradición hermética egipcia —asociada a Hermes Trismegisto— y en la filosofía natural griega. Pero fue en el mundo islámico, con el que Llull convivió estrechamente, donde esa herencia alcanzó su máxima sofisticación.
Sabios árabes como Jabir ibn Hayyan (Geber) y Al-Razi (Rhazes) escribieron extensos tratados que entrelazaban observación empírica, simbolismo alegórico y especulación metafísica. Para ellos, la alquimia era una ciencia sagrada. No se limitaba a transformar metales, sino que aspiraba también a purificar el alma e imitar el orden divino. El laboratorio era un microcosmos, y cada operación —destilar, sublimar, disolver— reproducía un proceso espiritual.
Estos textos, redactados en árabe, llegaron al Occidente cristiano a través de la Península Ibérica, especialmente gracias a la Escuela de Traductores de Toledo. Desde el siglo XII, equipos multiculturales formados por cristianos, judíos y musulmanes colaboraron para traducir al latín centenares de manuscritos árabes, entre ellos tratados alquímicos, médicos, filosóficos y astronómicos. Esta labor no solo abrió nuevas vías de conocimiento, sino que transformó la cosmovisión del Occidente medieval y preparó el terreno para el Humanismo y el Renacimiento.
Llull mantuvo contacto con figuras clave del saber médico y esotérico de su tiempo, como Arnau de Vilanova, médico de reyes y destacado alquimista. Ambos compartieron la inquietud por integrar ciencia, filosofía y espiritualidad. Existió entre ellos una sintonía intelectual marcada por el intento de reconciliar fe y conocimiento, y por el uso del catalán como lengua culta y de pensamiento.
Tal vez Llull no fue un alquimista operativo, pero su pensamiento nació del mismo universo simbólico. Su Ars Magna comparte con la alquimia la ambición de desentrañar estructuras universales, correspondencias ocultas y principios comunes a todas las cosas. Así como el alquimista perseguía la quintaesencia que unificara la materia, Llull aspiraba a un lenguaje común que armonizara la verdad revelada con la razón lógica.
Y quizá por eso, siglos después, su nombre terminaría asociado a la alquimia. No por lo que hizo, sino por lo que representaba. Porque en él —como en la alquimia— convivían el afán de comprender el universo y el deseo profundo de transformarlo.
El pseudo-Llull alquimista
Para la Europa bajomedieval y renacentista, la imagen de Llull como maestro alquimista resultaba irresistible. Alquimistas anónimos que buscaban legitimidad se amparaban en la autoridad de un sabio cristiano que había dialogado con árabes y judíos. Su nombre se convirtió en una llave de prestigio, una marca de autenticidad que garantizaba la circulación de manuscritos por universidades, cortes y monasterios.
Para la academia actual, la llamada alquimia luliana no pertenece al Llull histórico. Durante los siglos XIV y XV circularon por Europa numerosas obras alquímicas atribuidas a su nombre, pero la filología ha demostrado que se trata de textos apócrifos. En su tiempo, sin embargo, no se trazaba una distinción clara entre lo auténtico y lo falso. Para muchos, Llull era, sin discusión, un gran maestro de los secretos herméticos.
Su nombre, arrebatado por sus admiradores, terminó vinculado al crisol alquímico. Quizá no fuera alquimista, pero su obra alimentó sin quererlo una tradición esotérica que hablaba su mismo idioma
Si el autor del Ars Magna no fue alquimista, existe “otro” Llull, construido con habilidad por autores anónimos de los siglos XIV y XV, al que se atribuyeron obras sobre la consecución de la piedra filosofal.
Así nació un segundo Llull, paralelo y apócrifo. Un pseudo-Llull transformado en alquimista de laboratorio. Durante siglos, ese otro Llull convivió con el verdadero, como anverso y reverso de una misma figura, y juntos alimentaron una de las leyendas más persistentes y fascinantes de la cultura europea.
El pseudo-lulismo alquímico condicionó profundamente su legado. Un segundo Llull, paralelo y apócrifo, convivió durante siglos con el verdadero
Sospechas y condenas
El “otro Llull”, el alquimista apócrifo y maestro secreto de la piedra filosofal, terminó por contaminar la memoria del verdadero. Aquel pensador que dedicó su vida a conciliar fe y razón, y a tender puentes entre cristianos, judíos y musulmanes, pasó a ser, para ciertos sectores de la Iglesia, una figura ambigua, incómoda y difícil de clasificar.
Su apuesta por el diálogo interreligioso, su método lógico de raíz combinatoria y la proliferación de tratados esotéricos falsamente firmados con su nombre lo convirtieron en un personaje sospechoso a los ojos de Roma. No fue acusado de herejía de forma directa, pero sus ideas rozaban los límites doctrinales, y eso bastaba para despertar recelos.
La censura eclesiástica no se hizo esperar. En 1376, apenas sesenta años después de su muerte, el papa Gregorio XI emitió una bula condenando varias de sus doctrinas, en particular su interpretación del dogma trinitario y su defensa de la razón como herramienta para alcanzar la verdad revelada. Dos siglos más tarde, en 1559, el papa Pablo IV incluyó varias obras lulianas en el primer Índice de Libros Prohibidos, confirmando que la sospecha sobre su legado seguía viva.
La exclusión de Llull como Padre de la Iglesia no fue únicamente una cuestión teológica. Formaba parte de una purga ideológica más amplia, destinada a erradicar todo vestigio de ambigüedad, sincretismo o pensamiento libre. La alquimia, con sus símbolos oscuros y su lenguaje cifrado, representaba una amenaza para la ortodoxia. Y Llull, aunque nunca practicó la alquimia —al menos en sentido literal—, quedó inevitablemente vinculado a ella.
Durante siglos, su figura habitó una doble tensión. En Mallorca se le veneraba como un santo popular, defensor de la fe y mártir de la palabra. En Roma, en cambio, revisaban su perfil con cautela, fue un pensador demasiado racionalista, demasiado matemático, demasiado abierto al mundo árabe como para ser canonizado sin reservas.
Demasiado laico para el altar, demasiado libre para la ortodoxia, Ramon Llull quedó suspendido en ese filo delgado que separa al visionario del hereje, al pionero del sospechoso, al genio del marginal. Y en ese espacio intermedio —tierra de nadie entre la luz y la sombra— su pensamiento sigue presente hasta hoy.
Demasiado lógico para el altar, demasiado libre para la ortodoxia, Ramon Llull quedó suspendido en ese filo delgado que separa al visionario del hereje
El espejo de Newton
El destino de Ramon Llull guarda un paralelismo tan curioso como inverso con el del físico inglés Isaac Newton. Ambos fueron consagrados como pilares del pensamiento racional: Llull, artífice de una lógica combinatoria al servicio de la teología y el saber; Newton, padre de la física moderna y emblema indiscutible de la ciencia ilustrada. Sin embargo, ambos arrastraron una sombra alquímica que la historia —cada una a su modo— prefirió relegar.
Newton se dedicó intensamente a la alquimia, aunque esa faceta fue silenciada por sus biógrafos durante siglos. Solo en el siglo XX comenzó a salir a la luz la magnitud de ese legado oculto. Tras su muerte, sus manuscritos pasaron de mano en mano hasta que fueron subastados en 1936. Entre ellos aparecieron miles de páginas dedicadas al Opus Magnum, plagadas de símbolos crípticos, recetas herméticas y experimentos de laboratorio. El primero en reconocer su importancia fue el economista John Maynard Keynes, quien adquirió parte del archivo y concluyó, con asombro: “Newton no fue el primer hombre de la era de la razón, sino el último de los magos”.
Solo tras décadas de investigación —especialmente a partir de los años setenta, cuando sus textos fueron catalogados por el Newton Project de Oxford— se aceptó que Newton escribió más sobre alquimia que sobre óptica, cálculo o astronomía. Una autopsia realizada en 1979 reveló niveles elevados de mercurio en su organismo, prueba inequívoca de una exposición prolongada a sustancias alquímicas y de una vida secreta entregada al crisol.
Así como a Newton, también a Llull se le construyó una doble imagen: la del sabio racional y la del iniciado oculto
Los académicos insisten en que Llull jamás coqueteó con hornos ni alambiques, pero la posteridad lo envolvió en la leyenda hermética. A Newton, en cambio, se le amputó una dimensión esencial de su pensamiento. A uno se le añadió una alquimia imaginaria; al otro se le ocultó la verdadera. Ambos casos demuestran que la historia no solo se construye con hechos, sino también con omisiones, proyecciones y secretos.
Porque la alquimia, más allá del mito, representaba —en ambos casos— la ambición de acceder a un saber absoluto, una vía simbólica de transformación interior y de revelación universal. Y, desde ese ángulo más profundo, no cabe duda de que tanto Llull como Newton fueron, cada uno a su manera, grandes alquimistas del conocimiento y la tradición.
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