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Elecciones EE.UU. 2020

La última batalla de Georgia decidirá el futuro del Senado y el margen de maniobra de Biden como presidente

El líder de la mayoría republicana en el Senado de EE.UU., Mitch McConnell, este 26 de octubre de 2020 en el Capitolio, en Washington, tras la confirmación de Amy Barrett como jueza del Supremo. EFE/Jim Lo Scalzo

Javier Biosca Azcoiti

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“El ingrediente más importante que necesita un presidente en el cargo es un Senado del mismo partido. Es muy, muy importante”, afirmó el demócrata Joe Biden en 2016 en una entrevista con el Washington Post. Entonces Biden estaba haciendo campaña para darle la vuelta a un Senado republicano que en los últimos años se lo había puesto realmente difícil a él y a Obama, pero no lo consiguió.

Hoy, Biden se puede quedar sin ese ingrediente clave si no consiguen dos escaños en juego en Georgia. Un Senado republicano sería el principal obstáculo durante, al menos, la primera mitad de su mandato, ya que cada dos años se renueva un tercio de esta cámara.

En un principio, la situación en el Senado pintaba bien para los demócratas en estas elecciones. Había en juego 35 escaños, de los cuales 23 estaban controlados por el Partido Republicano y solo 10 de ellos se consideraban seguros, por lo que los conservadores tenían mucho más que perder. De los 12 demócratas, 10 se consideraban seguros. Según FiveThirtyEight, el Partido Demócrata tenía un 70% de posibilidades de arrebatarle el Senado a los de Trump. No ha sido tan fácil y más de dos semanas después de las elecciones, el control de la Cámara Alta aún sigue en el aire (y estará así hasta enero).

A falta de dos escaños por asignar, los republicanos ya tienen garantizados 50 de los 100 asientos del Senado. Los de Biden necesitan ganar los dos restantes para igualar a los republicanos. En caso de empate, la futura vicepresidenta, Kamala Harris, tiene el voto definitivo en calidad de presidenta del Senado, lo que en la práctica daría a los demócratas el control del Senado. Estos dos escaños pendientes pertenecen a Georgia, que hasta el 5 de enero se convertirá en el centro del universo político estadounidense.

El origen de la ley de la segunda vuelta

La ley en Georgia establece que si ninguno de los candidatos llega al 50% de los votos, se debe celebrar una segunda vuelta con los dos más votados. Esta ley, que ahora da otra oportunidad a los candidatos demócratas que quedaron por detrás de los republicanos en las elecciones del 3 de noviembre, se creó a principios de los 60 como una forma de garantizar el poder político blanco en un estado de mayoría blanca y debilitando así lo que se conocía como “el bloque de voto negro”.

El principal promotor de esta ley, Denmark Groover, confesó posteriormente su motivación: “Era segregacionista. Si quieres saber si tenía prejuicios raciales, los tenía”. Hoy, esa ley racista decidirá lo difícil que lo tendrá Biden durante su mandato. Groover era una congresista polémico que en una ocasión intentó paralizar el reloj del Parlamento estatal durante un tenso debate de demarcación de distritos.

El republicano David Perdue ganó el pasado 3 de noviembre a su rival demócrata, Jon Ossoff, por menos de dos puntos porcentuales y se quedó a muy pocos votos de la mayoría que hubiese evitado la segunda vuelta. En la otra carrera, el demócrata Raphael Warnock obtuvo un 32,9% de los votos, mientras que la conservadora Kelly Loeffer se hizo con el 25,9%. En tercera posición quedó otro republicano, Doug Collins (19,9%). 

Varios medios dan como favoritos a los candidatos republicanos, sin embargo, Sean Trende, analista de Real Clear Politics, tiene dudas al respecto. “Yo vería estas carreras como empatadas desde el inicio”, señala en un artículo. “Parece que la evidencia real de que los republicanos empiezan como favoritos es escasa y no deberíamos sorprendernos si los demócratas ganan uno o los dos escaños”.

Trende menciona varios motivos, entre ellos que los votantes demócratas ya no son mayoritariamente blancos sin graduado escolar y afroamericanos, ambos colectivos con muchas posibilidades de no acudir a votar en una segunda vuelta que habitualmente registra poca participación; que los votantes de Trump pueden estar desanimados; que muchos de ellos no responden a la tradicional etiqueta de votante republicano; y, sobre todo, que Biden ha ganado en este estado tradicionalmente republicano.

El poder del Senado

El Senado es la cámara más poderosa de las dos que conforman el Congreso de Estados Unidos. Toda legislación tiene que aprobarse necesariamente en ambas cámaras, pero además el Senado tiene la potestad de ratificar tratados, de confirmar jueces y altos cargos del presidente para su gobierno y de juzgar al presidente en caso de impeachment. Existe, sin embargo, un problema en términos de representación con la conformación de la Cámara Alta. Todos los estados, independientemente de su población, tienen dos senadores, lo que implica que actualmente hay 26 estados (suficientes para lograr una mayoría) que representan solo al 18% de la población. Según varias estimaciones, para el año 2040, el 70% de la población estará representada por un 30% de los senadores.

Un claro ejemplo del poder del Senado es lo ocurrido en el poder judicial durante el gobierno de Trump y el gobierno de Obama. Trump ha presumido en numerosas ocasiones de haber nombrado un elevado número de jueces conservadores durante sus cuatro años de mandato. En total, el republicano ha nombrado a 222 magistrados, tres de ellos al Tribunal Supremo, dando al órgano de máxima instancia una mayoría de jueces conservadores que tienen un mandato vitalicio.

Del mismo modo, el presidente se ha jactado de que Obama le dejó 105 vacantes en los tribunales, lo que ha achacado a una falta de interés. La realidad es que buena parte de esas vacantes se debe al papel obstruccionista del Partido Republicano en el Senado. En los dos años anteriores a que los conservadores tomasen el control de la Cámara Alta, Obama tenía un porcentaje de confirmación en el Senado del 88,6% en materia de jueces. Una vez el Partido Republicano se hizo con la mayoría, esa cifra cayó de forma abrupta hasta el 28,6%.

El caso más sonado se dio con el fallecimiento del juez conservador del Tribunal Supremo Antonin Scalia en febrero de 2016. Antes de que a Obama le diese tiempo de nombrar a Merrick Garland, considerado un moderado, y tan solo unas horas después del fallecimiento de Scalia, Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en la Cámara, advirtió que ni siquiera iba a considerar una candidatura propuesta por Obama porque, en su opinión, el próximo juez del Supremo debería ser elegido por el siguiente presidente. “Uno de los momentos de los que me siento más orgulloso fue cuando miré a Barack Obama a los ojos y le dije: ‘Señor presidente, no va a ocupar la vacante del Tribunal Supremo’”, afirmó meses después

Menos de dos semanas después de convertirse en presidente, Trump nominó al conservador Neil Gorsuch para sustituir a Scalia y este fue confirmado en abril.

La situación con Scalia contrasta con lo ocurrido este año tras el fallecimiento el 18 de septiembre de la jueza Ruth Bader Ginsburg, convertida en icono progresista. Quedaban dos meses para las elecciones, pero el Senado republicano acabó confirmando a la candidata propuesta por el presidente, Amy Coney Barrett, tan solo una semana antes de los comicios. A mediados de 2018 Trump también consiguió colocar a Brett Kavanaugh tras el anuncio de jubilación de Anthony Kennedy. Con sus decisiones irrevocables, el Tribunal Supremo tiene un papel fundamental en la dirección de las políticas del país.

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