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Las elecciones europeas existen, pero poco

Vista general del Parlamento Europeo (PE) en Estrasburgo (Francia).

Andrés Gil

Corresponsal en Bruselas —

Más del 70% de los españoles no sabía que las elecciones europeas se celebran en mayo. Ni siquiera el 26 de mayo, con decir mayo valía, pero sólo lo hicieron el 28% de los españoles, según el Eurobarómetro. Las elecciones europeas no despiertan el espíritu político de los votantes. Las últimas registraron una participación del 43%, y en esta ocasión se espera que mejore el porcentaje en España por coincidir con las municipales y autonómicas... Pero, por otro lado, el hecho de que coincidan con otras elecciones en España amenaza con eclipsar el debate europeo.

Las elecciones europeas, que se celebran en los 28 países de la UE después de las sucesivas prórrogas del Brexit, se dirigen al mayor censo electoral del planeta para elegir el único organismo comunitario que votan los europeos: representa a 500 millones de personas. Y esos votos dibujarán un mapa político durante cinco años que puede ser importante para la confección de los diferentes órganos europeos, y para la vida de esos 500 millones de personas. 

“Pido a los ciudadanos que se imaginen el paisaje si todos votaran como ellos”, decía este martes el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, este martes, agriamente enfrentado al primer ministro húngaro, el derechista Viktor Orbán, suspendido del PP europeo por su pulso con Juncker: “Si todos votan a los extremistas populistas, ¿qué paisaje nos va a quedar en Europa? Debemos luchar contra el populismo y el extremismo, pero no podemos hacerlo con eslóganes baratos o ataques personales. Los ataques personales se están incrementando en Europa”.

Pero, ¿para qué sirven estas elecciones europeas? En primer lugar, para elegir a los 751 eurodiputados, para repartir una Cámara legislativa sin capacidad plena, pero con algunas capacidades: el Parlamento Europeo no es una Cámara legislativa al uso porque la iniciativa legislativa no parte sólo de él –la comparte con el Ejecutivo comunitario, la Comisión Europea–; y lo que aprueba se mastica antes y después por los gobiernos en el Consejo Europeo que, en muchos temas, tienen derecho a veto. 

Pero del mismo modo que una directiva no entra en vigor si no pasa el filtro del Consejo, tampoco entra en vigor si no pasa el filtro del Parlamento o si no cuenta con la Comisión. De ahí que las negociaciones previas a la aprobación de una directiva se llamen coloquialmente trílogos, porque participan los tres organismos: Comisión, Consejo y Parlamento. 

Iniciativas relevantes que han terminado pasando por el Parlamento esta legislatura (2014-2019) son: el fin del roaming; la nueva directiva del copyright; el fin de los plásticos de un solo uso para 2021; y el registro de datos de los pasajeros aéreos (PNR) .

El Parlamento, además, es un organismo que cuenta con proyección exterior: a menudo sirve para poner sobre la agenda temas de interés público, aunque sea a través de meras resoluciones no vinculantes: como la que condenaba hace unos meses la herencia del franquismo en España, por ejemplo. 

Dentro de la burbuja comunitaria, el Parlamento es el órgano más diverso, porque es la foto política de Europa. Y, en estas elecciones, como advertía Juncker, puede sumar un porcentaje nada desdeñable de eurodiputados de todo el pantone de la extrema derecha. La duda es si, como hasta ahora, seguirán repartidos –Orbán en el PPE; la Lega de Salvini y Marine Le Pen, en ENF; Ley y Justicia en ECR, probable grupo al que irá Vox; y AfD en EFDD– o se juntarán en un megagrupo que pueda agrupar una cuarta parte del Parlamento. En ese caso, podrían determinar los órganos de gobierno del Parlamento, incluida su presidencia, y participar de la configuración de la Comisión Europea. 

El presidente de la Comisión, según los tratados, se elige a propuesta del Consejo. Es decir, de los gobiernos. Pero ha de ser votado por el Parlamento. Se entiende que en tanto que los partidos de los gobiernos están representados en la Eurocámara, ésta hace de correa de transmisión. Pero está por ver. Más aún si hay un vasto grupo de extrema derecha.

En 2014 se inauguró el sistema de los spitzenkandidaten: las familias políticas eligen a su candidato a presidir la Comisión y el candidato de la familia vencedora de las elecciones pasa a ser el presidente del Ejecutivo comunitario. En realidad, es un mecanismo que no está en los tratados. Y los gobiernos se niegan a perder la atribución de nominar al presidente de la Comisión.

¿Problema? Que Jean-Claude Juncker, en 2014, venía de ser primer ministro de Luxemburgo y había sido presidente del Eurogrupo, y se medía con otro peso pesado, el socialista alemán Martin Schulz. En esta ocasión, los dos principales candidatos son otro alemán, el jefe del grupo parlamentario del PPE en la Eurocámara, Manfred Weber; y el socialdemócrata holandés Frans Timmermans. Y muy pocos quieren de verdad a Weber al frente de la Comisión, político sin experiencia de gobierno, aunque todo apunte a que el PPE volverá a ser la familia política con más votos. Y cada vez esas voces se oyen más en Bruselas, sobre todo entre los miembros del Consejo Europeo, que se reúnen este 9 de mayo en Sibiu (Rumanía) para comenzar a hablar, entre otras cosas, de esto, de los cargos, que cómo se elegirán las vacantes que quedarán tras las elecciones: presidente de la Comisión, del Consejo, del Parlamento Europeo, del Banco Central Europeo... Un reparto que deberá respetar equilibrios ideológicos, de género, de tamaño del país y geográficos.

Desde la Segunda Guerra Mundial, las familias socialdemócratas y democristianas han sido los pilares sobre los que se han construido los edificios comunitarios, con la colaboración creciente de los liberales, precisamente por la erosión de los dos grandes. Pero las alianzas para mantener el statu quo y frenar el desborde por la extrema derecha tendrán que ser más amplias. Y ahí los Verdes, con peso creciente en el centro de Europa, pueden desempeñar un papel mayor.  

Y nadie quiere perder lo que tiene: el Consejo, las competencias que le vienen dadas por los tratados; el Parlamento, las legitimidades que ganó en 2014 y que quiere incrementar con la ficción de que los europeos, cuando votan, están eligiendo también un presidente de la Comisión: Manfred Weber, Frans Timmermans, Margrethe Vestager, Ska Keller o Nico Cué. 

Pero el Consejo tiene las de ganar. Y este 9 de mayo, ya en plena campaña electoral de las elecciones europeas, está asestando dos duros estacazos al proceso democrático: el primero, comenzando el debate del reparto de los cargos en una sala cerrada y sin mediar urnas; el segundo, marcando unos objetivos estratégicos para el quinquenio 2019-2024 definiendo el futuro próximo de la UE sin tener en cuenta lo que puedan expresar en dos semanas los ciudadanos con su voto.  

Y, todo ello, con un lazo en forma de decálogo: la declaración de Sibiu, coincidiendo con el día de Europa –9 de mayo– en un país que hace 30 años pertenecía a la órbita soviética y que hace 12 entró en la UE. La declaración, según el borrador, será un llamamiento a la unidad, a los valores de la UE –“forma de vida, Estado de Derecho y democracia”–; y a la aspiración de tener capacidad de liderazgo mundial como sujeto político y económico. 

Las elecciones europeas existen. Se celebran el 26 de mayo, aunque sólo lo sepa uno de cada cuatro españoles. Tendrán trascendencia para lo que vaya a pasar en la vida de los europeos entre 2019 y 2024 en asuntos pendientes como, por ejemplo, la política de asilo de la Unión Europea. Y también servirán para medir el músculo –con las consecuencias que ello comporta– de una extrema derecha europea que llega particularmente fuerte a estas elecciones.

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