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OPINIÓN

Del “exportaremos la democracia” al “no os debemos nada”: Afganistán y la caída de las máscaras

Joe Biden durante su comparecencia sobre la ofensiva talibán en Afganistán este lunes.

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“Nuestra misión en Afganistán nunca fue construir una democracia, sino evitar ataques terroristas contra suelo estadounidense”, declaró el presidente estadounidense Joe Biden el 16 de agosto, en pleno caos generado por la salida de Estados Unidos de Afganistán. Le retó públicamente el arquitecto de esa guerra, George W. Bush, que calificó la retirada como “un error”.

La contraposición de ambas posturas escenifica hasta qué punto han caído en estos años las máscaras de la defensa de la democracia y los derechos humanos que revestían las injerencias de las grandes potencias.

“Exportaremos la democracia”

La autora Christine Sylvester analiza en su libro Masquerades of War el modo en que las guerras se revisten de máscaras que sirven, entre otras cosas, para legitimar una violencia que no sería aceptable de otro modo. Se refiere así a las capas de discurso con que las élites que promueven las guerras recubren la realidad del horror que suponen para quienes las sufren. La invasión de Afganistán en 2001, tras los ataques del 11 de septiembre, ejemplificó el proceso de construcción de esa mascarada de guerra.

Viví este proceso de cerca entre 2001 y 2003, cuando impartía clases de español en la Universidad de Kansas, un pequeño oasis progresista en un contexto conservador. Al atentado contra las Torres Gemelas, que sumió al país en un estado de shock, le sucedió enseguida un discurso de estado de alerta que cerraba filas en torno al presidente y que, a través de una fuerte campaña de propaganda, se extendió a los medios de comunicación, universidades y centros de todo el país.

El profesorado recibió correos del decano en los que se nos invitaba a apoyar públicamente a las tropas estadounidenses, y quienes se atrevieron a lanzar mensajes, más o menos tímidos, contra la guerra, sufrieron despidos o boicots. Toda aquella operación militar, que se planteaba como imprescindible para la autodefensa frente a un ataque sin precedentes, estaba revestida de un discurso de construcción y expansión de la democracia.

Se reforzó una visión del mundo en dos ejes en la que Estados Unidos luchaba nada menos que para salvaguardar “el bien” en mayúsculas, no sólo para su propia ciudadanía sino para el resto del mundo, necesitado de un policía bueno que impartiese justicia frente a las fuerzas del mal.

“No os debemos nada”

Veinte años después, el discurso de Biden renuncia sin miramientos a esa pretensión democratizadora, a esa idea de la democracia o del bien en mayúsculas, y pone el único acento en el deseo estadounidense de librarse de una guerra que no le reporta nada. Recalca que no debe nada a los afganos, que “no han sabido utilizar la libertad que les hemos dado”, en un discurso tan sincero como despiadado.

Abandona a su suerte a millones de personas, también a las mujeres, que han sido un argumento de quita y pon en las empresas de las grandes potencias y a quienes dejar a merced del poder talibán supone condenarlas a la sumisión más absoluta o a la muerte. El deber de proteger o la responsabilidad hacia el sufrimiento generado por su país en la guerra más larga de su historia no ocupan ya ni los márgenes del discurso.

Afganistán no es un caso aislado, sino que ejemplifica una deriva cada vez mayor en la geopolítica desplegada en la región de Oriente Medio, convertida en un gran barómetro de impunidad en el que el destino de los civiles no ocupa consideraciones ni siquiera discursivas para las potencias ocupantes.

Ni para las internacionales, con Rusia desempeñando un liderazgo cada vez mayor con sus políticas de tierra quemada, ni para las regionales (Irán y Arabia Saudí, pero también Israel o Turquía), ni para las propias dictaduras que someten a sus poblaciones abiertamente y sin necesidad ya de cumplir unas pautas mínimas de derechos humanos, ni siquiera de cara a la galería (Asad en Siria o Sisi en Egipto).

La caída de las máscaras que vestían de búsqueda de liberación y bien ajeno las injerencias, ocupaciones y alianzas con que EEUU y otras potencias buscan avanzar sus intereses se ve con más claridad si cabe si miramos a Israel y Palestina. La capa de discurso de búsqueda de una solución justa, que chocaba con los hechos consumados de apoyo a la ocupación sobre el terreno, ha dado paso en los últimos años a medidas mucho más representativas de las verdaderas intenciones estadounidenses, como demuestra la declaración unilateral de Jerusalén como capital de Israel.

La tendencia es palpable también por parte de las potencias europeas, en un contexto de cierre de fronteras, aumento de la impunidad y debilitamiento de los mecanismos de protección de las personas más vulnerables. Así lo demuestra la decisión del Gobierno danés de retirar el permiso de residencia a personas refugiadas procedentes de Siria, devolviéndolas a un país donde se asesina a disidentes “a escala industrial” y en el que se enfrentan a una muerte casi segura.

La medida supone un cambio en las concepciones de “seguridad” y “estabilidad” vinculadas a una dejación de responsabilidad de un país que en 1951 fue el primero en firmar la Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados, que establece los derechos de las personas refugiadas y las obligaciones de los estados en su protección.

Frente a la pretensión democratizadora anterior, y también frente al “no os debemos nada” al que tienden hoy las grandes potencias, es urgente, como recalca Sylvester, promover acercamientos a las guerras centrados en comprender y atender a sus efectos en sus protagonistas. Es urgente escuchar las peticiones de quienes las viven y sufren en primera persona, de quienes resisten dándonos grandes ejemplos de valentía y humanidad, como las mujeres afganas que hoy nos gritan que siguen ahí.

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