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OPINIÓN | Huérfanos, por Enric González
Tomás Balmaceda / Agustina Larrea —

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El 22 de enero de 1939 una jabalina lanzada desde un avión Passat se clavó de manera perfecta en el centenario y virgen hielo de la Tierra de la Reina Maud, en la Antártida Oriental, a pocos kilómetros del océano Antártico. Con el primer viento, el artefacto pudo desplegar la bandera que llevaba, un paño rojo con una esvástica negra sobre un círculo blanco. Siete días más tarde, el hidroavión Boreas divisó una extensa cordillera en el interior del continente y dio luz verde para que tres hombres la recorrieran a pie. A 500 metros de la costa, la pequeña excursión clavó otra bandera, esta vez mucho más grande e imponente, y consagró la tierra como la primera colonia del Tercer Reich en el sexto Continente. Los únicos testigos fueron un grupo de pingüinos, quienes se sobresaltaron al escuchar el grito de “¡Heil Hitler!”.

Al día siguiente, el 30 de enero, se celebró el sexto aniversario del ascenso al poder de Adolf Hitler en la sala principal del barco Schwabenland, con un discurso del segundo oficial, Karl-Heinz Röbke, quien recordó todos los logros del Führer y volvió a explicar los planes del líder: la Antártida debía ser territorio nazi.

La expedición del Schwabenland zarpó de Hamburgo el 17 de diciembre de 1938 con rumbo sur. Era una tripulación de 82 personas e incluía dos hidroaviones, el Boreas y el Passat, que habían sido especialmente modificados para poder ser utilizados en temperaturas menores a los 50 grados, con un suelo reforzado, una mezcla de combustible que no se congelaba y provisiones para un mes empaquetadas en 60 bolsas con paracaídas, para el caso de una eventual misión de rescate. Además, se reacondicionó la parte trasera para poder cargar 50 jabalinas metálicas con banderas nazis que serían utilizadas para marcar el nuevo territorio. Al despedirse de tierras germanas, el ministro de Estado Rudolf Hess, segundo de Hitler, saludó al Schwabenland recordando la importancia de la misión para el plan del Tercer Reich.

Los nazis pusieron sus ojos en la Antártida a finales de la década de los 30 por varios motivos. Por un lado, la región ofrecía un atractivo geoestratégico único. Alemania había perdido con la Primera Guerra Mundial varias colonias africanas, una base naval en China y tierras sobre el Océano Pacífico, lo que significó una merma importante en puertos en diversas latitudes. El nuevo gobierno sabía que, frente a un inevitable nuevo conflicto mundial, iba a necesitar bases en el hemisferio sur, imprescindibles para el abastecimiento de buques y submarinos. Las islas subantárticas eran una oportunidad perfecta de sumar puertos sin entrar directamente en conflicto con otro país.

Lo cierto es que Alemania había hecho varios avances en la región a comienzos de siglo, desde la estación meteorológica en Puerto Moltke, en las Islas Georgias del Sur, hasta la mítica Primera Expedición Antártica Alemana del Gauss a cargo de Erich von Drygalski en 1903. 

Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial toda misión había sido detenida. El Tratado de Versalles, que terminó oficialmente con el estado de guerra entre la Alemania del segundo Reich y los aliados, consignaba en su artículo 118 que Alemania renunciaba a todo reclamo de soberanía territorial externo a Europa. Sin embargo, Hitler ordenó avanzar con el plan antártico pese a todo.

No se trataba solo de una cuestión territorial: las tierras heladas tenían también un valor comercial para el régimen alemán. Desde los años 20, el aceite de ballena se había vuelto un suministro vital para la economía del país, presente en un amplio abanico de víveres cotidianos que iban desde la margarina hasta los productos de limpieza esenciales. Inicialmente, ese aceite provenía de grasas animales y vegetales, pero la derrota en la Primera Guerra Mundial había dejado al país sin sus colonias, por lo que debió encontrar nuevas fuentes para reemplazarlo.

A medida que pasaron los años, la dependencia al aceite de ballena fue mayor, lo que impulsó al régimen nacionalsocialista a fomentar el crecimiento de la industria ballenera local, creando una flota propia que pudiera ofrecer mejores condiciones comerciales –para 1935, Alemania era el mayor comprador de aceite de ballena, al consumir la mitad de la producción mundial– y cimentando la política de autarquía económica del régimen de Adolf Hitler. 

Alemania había perdido con la Primera Guerra Mundial varias colonias africanas, una base naval en China y tierras sobre el Océano Pacífico, lo que significó una merma importante en puertos en diversas latitudes

Más tarde, en tiempos de guerra, las ballenas demostraron tener varios usos: su carne podía ser consumida por humanos, almacenada durante mucho tiempo si se congelaba y su grasa podía servir de lubricante o ser parte de la elaboración de nitroglicerina.

Con la Expedición Alemana de 1938 comenzó la página más tensa en la breve historia antártica. Y es que parecía que, de golpe y sin previo aviso, estas tierras lejanas y aparentemente olvidadas estaban en la agenda del nazismo y cobraban relevancia mundial.

El historiador argentino Pablo Fontana, al analizar la pugna entre 1939 y 1959, destaca que el imaginario del helado continente comenzó a aparecer en la propaganda nazi con Colonia Mar Helado, un documental que se rodó a bordo del ballenero, y Mil años de caza alemana de ballenas, un libro de Albrecht Janssen, dos productos culturales que ayudaron a moldear épicamente el resurgir de esa industria como símbolo de “la nueva y fuerte Alemania”.

La expedición del Schwabenland tenía un supuesto objetivo científico: la investigación climática por medio de radiosondas, la medición de las temperaturas del océano, la corrección de cartas náuticas y el estudio del relieve submarino. Sin embargo, lo que estaban buscando eran tierras para anexionar al régimen, un Lebensraum antártico. Lo hallarían el 3 de febrero cuando el Passat sobrevoló los 71º 45' Sur y 10º 57' Este y halló un oasis perfecto para instalar una base. 

“Encontramos una pequeña formación rocosa sobre la cual resplandecían piscinas de agua. Esta se hallaba a 100 metros al norte de una llanura de roca que se eleva del hielo con una temperatura exterior de 5º centígrados bajo cero y forma un estanque abierto y pequeño sin ningún afluente visible. Toda la llanura rocosa está casi sin nieve ni hielo, y tiene una apariencia húmeda y fangosa”, escribió en su bitácora Richard Schirmacher, el piloto del avión. 

El Tratado de Versalles, que terminó con el estado de guerra entre la Alemania del segundo Reich y los aliados, consignaba que Alemania renunciaba a todo reclamo de soberanía territorial por fuera de Europa. Sin embargo, Hitler ordenó avanzar con el plan.

Al día siguiente, el otro hidroavión, el Boreas, regresó al lugar para examinarlo con mayor detalle, esta vez con el meteorólogo Herbert Regula y el fotógrafo Max Bundermann a bordo para fotografiarlo y filmarlo. Al día siguiente se celebró con cervezas el gran descubrimiento, que ponía el broche de oro a la primera etapa del plan. 

El 5 de febrero, la expedición izó la bandera nazi en el emplazamiento de la futura base, capturó cuatro pingüinos emperadores y comenzó el regreso a Alemania. Los miembros de la tripulación llegaron un mes después a Ciudad del Cabo, donde les esperaba una felicitación por telegrama del prócer alemán de aviación Hermann Wilhelm Göring. A mediados de abril, el Schwabenland atracó en Hamburgo, donde fue recibido por las más altas autoridades y con todas las banderas de la ciudad en lo alto. El propio Hitler se sumó a las felicitaciones con un mensaje para los exploradores.

Sin duda, para el nazismo lo que realizó la tripulación del Schwabenland fue una hazaña. No solo consiguió varios desembarcos en el continente, sino que también pudo realizar vuelos de exploración y cartografía, además de aterrizajes, algo que hasta entonces no se había logrado. La expedición regresó con 11.600 fotografías aéreas, lo que permitió tener los mapas más detallados de varias regiones, incluyendo una cordillera de ochocientos kilómetros de largo a cien kilómetros del borde de hielo y el oasis, bautizado Schirmacher en honor al piloto. De hecho, acostumbrados a la retórica grandilocuente del Tercer Reich, todos los accidentes geográficos fueron nombrados con los apellidos de los miembros de la expedición, los más famosos geógrafos y exploradores alemanes y hasta con los nombres de directivos de Lufthansa y la Norddeutscher Lloyd, quienes colaboraron con vehículos para la misión. La flamante región recorrida, cuya superficie alcanza los 600 mil kilómetros cuadrados, fue denominada Neu-Schwabenland, es decir “Nueva Suabia”, en honor al barco. 

Pronto quedó claro que las promesas de una misión científica eran solo una fachada y que la verdadera motivación era política y económica. Si bien la expedición había sido casi secreta, una semana después los periódicos alemanes comenzaron a hablar sobre ella, lo que generó una reacción en cadena que sacudiría la historia antártica durante años. La caída del nazismo, en 1945, detendría los planes alemanes pero no detuvo los mitos y las leyendas alrededor de los planes secretos en las lejanas tierras.

Y es que, tras el suicidio de Hitler, quien quedó a cargo del Tercer Reich fue el almirante naval Karl Dönitz, encargado de firman la rendición de Alemania ante los Aliados y la Unión Soviética el 8 de mayo de 1945, dando por terminada, así, la Segunda Guerra Mundial. Fue detenido por las Fuerzas Aliadas y llevado a la ciudad de Núremberg, donde fue juzgado por crímenes de guerra. Muchos aseguran que, al conocer su condena, se rió y aseguró que el futuro de Alemania estaba a salvo en una “fortaleza invulnerable, un oasis paradisíaco en medio del hielo eterno”. 

Si bien no existen registros históricos de la cita, el rumor corrió de manera tan rápida que incluso la prensa de la época se hizo eco. Medios como el New York Times o el Montreal Daily Star aseguraron: “En el momento de la rendición de Alemania en mayo de 1945, mucha de la tecnología nazi se envió a escondites seguros en el Ártico, América del Sur y en la Antártida”.

De acuerdo con otros testimonios publicados en periódicos y revistas de la década de los 50, la explicación oficial del gobierno de los Estados Unidos a los avistamientos de ovnis era que, en realidad, lo que se veían eran vehículos nazis ocultos en regiones remotas e inaccesibles del mundo que estaban realizando pruebas. Esto nunca fue confirmado por las autoridades, pero no parece descabellado creer que efectivamente lo pensaban.

Medios como el New York Times o el Montreal Daily Star aseguraron: “En el momento de la rendición de Alemania en mayo de 1945, mucha de la tecnología nazi se envió a escondites seguros en el Ártico, América del Sur y en la Antártida”

El único testimonio registrado de un eventual refugio nazi en tierras antárticas se dio en Argentina. El exiliado húngaro Ladislao Szabo, quien se convertiría en jugador de waterpolo olímpico, publicó el 16 de julio de 1945 en el diario Crítica un extenso relato de la huida en avión de Hitler y su posterior escondite en una base subterránea en la Tierra de la Reina Maud, el espacio reclamado como Nueva Suabia. 

Según el deportista, la información le había llegado de una fuente que tenía toda su confianza y se sentía en la obligación de compartirla con el mundo. Su deseo eventualmente se cumpliría, ya que varios periódicos se hicieron eco del relato, que a partir de allí fue transmitido como una suerte de secreto a voces o una verdad que no era confesada públicamente pues su difusión ponía en riesgo a quien la revelara.

La especulación aumentó cuando el 17 de agosto de ese año detuvieron en Mar del Plata al teniente Heinz Schaeffer, quien al ser interrogado aseguró que Hitler y otros nazis de alto rango habían escapado de Alemania en submarino, algo que jamás pudo probarse. 

A pesar de que el mito persiste medio siglo después, no existen argumentos serios para creer que los nazis tienen una base escondida en tierras antárticas. 

El geólogo marino y oceanógrafo Colin Summerhayes se tomó el trabajo de recopilar toda la información y revisar todos los testimonios disponibles. En un artículo científico que publicó en 2007 echó por tierra cualquier sospecha de un refugio nazi congelado.

“No existe ninguna mención en ninguno de los documentos alemanes de alguna intención de establecer una base durante la expedición de 1938-1939, ni que se hizo ningún intento de hacerlo en ese momento o después”, concluyó. Incluso, si esa base existiera, no parece posible que contara con los suministros disponibles para soportar más de dos invernadas. Sí se descubrió en 2016 una base nazi oculta en el Ártico, bautizada Schatzgräber (“cazador de tesoros”), pero que era muy pequeña y funcionaba como estación meteorológica destinada a transmitir información a los submarinos. Lejos de las fantasías de tecnología de punta, solamente hallaron cadáveres, pues sus ocupantes habían muerto envenenados por la carne cruda de oso polar que se habían visto obligados a comer debido a la falta de suministros.

Antártida. Historias desconocidas e increíbles del continente blanco se presenta el sábado 13 de febrero en el Parque de la Estación (Perón 3258, Balvanera, CABA) a las 20. Acompañará a los autores la escritora Silvia Itkin.

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