¿Y qué pasaría con Gaza después de la invasión de Israel?
Tres semanas después del inicio de la escalada más devastadora para israelíes y palestinos, el Gobierno de emergencia liderado por Benjamín Netanyahu continúa con su dilema: retrasar la anunciada invasión terrestre de la Franja de Gaza a la espera de liberar a un mayor número de rehenes y, de paso, facilitar el despliegue estadounidense de más defensas antiaéreas en la zona –tal y como demanda el presidente Joe Biden– o seguir adelante con la operación militar, con el consiguiente número de bajas, para terminar cediendo a presiones domésticas y foráneas.
De momento, el tiempo corre, mientras crecen las voces que exigen el anuncio de un plan para la “Gaza post-Hamás” una vez que el liderazgo hebreo, desacreditado y titubeante, siente que necesita una mayor legitimidad internacional. Su política de castigo colectivo al amparo de su derecho a defenderse podría suponer ya, también por parte de la milicia islamista Hamás, la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad, según han apuntado expertos independientes del sistema de Derechos Humanos de la ONU.
Para los investigadores Jonathan Reinhold y Tobi Green, del Centro Begin-Sadat de Estudios Estratégicos, vinculado a la Universidad Bar-Ilán, ha llegado la hora de que Israel tome la iniciativa diplomática y declare cuanto antes “su apoyo al establecimiento de un gobierno moderado en Gaza bajo la Autoridad Palestina y con respaldo de la comunidad internacional”, según señalan en el último informe publicado por este prestigioso think-tank. “Está claro que no sólo la legitimidad de Israel como Estado judío y democrático depende en última instancia de un acuerdo de dos Estados, sino que su seguridad también depende del fortalecimiento de una opción palestina que no sea yihadista”, añaden.
En su opinión, ésta sería la opción más deseable en cuanto que el Israel de la post-guerra deberá atenuar el atractivo a largo plazo de mantener a una milicia como Hamás, fortaleciendo una alternativa moderada que garantice su seguridad, mejore significativamente el bienestar de una población palestina castigada por más de medio siglo de ocupación o tres lustros de bloqueo, al tiempo que impida que Irán y sus aliados recojan el rédito de su defensa y bienestar.
Así, Reinhold y Green desgranan los distintos desenlaces políticos de un conflicto que ya ha dejado más de 10.000 muertes (más de 8.000 palestinos –3.342 serían niños, según datos del ministerio de Salud de Gaza– y 1.400 israelíes –de los que una treintena serían menores, de acuerdo a los datos de las autoridades hebreas–). Además, otras 220 personas entre israelíes y extranjeros, –uno de ellos español– seguirían cautivas en la Franja de Gaza.
Primera opción: gobierno bajo el paraguas de la ANP y reconstrucción de Gaza
Según los autores, solo una Gaza bajo gobierno palestino tendrá legitimidad para establecer un orden político sostenible y, en definitiva, una paz duradera. La opción más inmediata sería un Ejecutivo liderado por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), que ya participó en la gestión de Gaza una vez que Israel se retiró en 2005 de forma unilateral, lo que facilitó, dos años después, la victoria de Hamás. Pero incluso con sus dirigentes expulsados o sus funcionarios hibernando, la ANP siguió involucrada pagando sus salarios o coordinando lo que entraba y salía por el paso de Rafah. Una coordinación que resultó vital en Cisjordania, donde el gobierno liderado por Al Fatah contribuyó a reprimir la influencia de Hamás.
Pero esa Autoridad Nacional Palestina no es la actual. Con un Consejo Legislativo congelado, sin elecciones parlamentarias o presidenciales desde hace más de 15 años años y con un líder, Mahmud Abbás, debilitado, el gobierno de facto de Ramala es percibido por gran parte de la sociedad local como débil, corrupto y cada vez más autoritario. Por ello, explican Reinhold y Green, hoy necesita de un apoyo internacional que sea coordinado por Estados Unidos y sustentado en socios occidentales, sobre todo, en los llamados “árabes moderados”.
Estos no se involucrarán activamente en el proceso hasta que Israel anuncie el que, según sus autores, debería ser su plan: retirarse cuanto antes de la Franja de Gaza y trabajar con la Autoridad Palestina, además de con otros actores, para establecer allí un gobierno tecnócrata al estilo del que impulsó Salam Fayyad, exprimer ministro de la ANP (2007 - 2012) y dos veces titular de la cartera Finanzas, la primera con Yasir Arafat (2002). El Banco Mundial, la ONU y otras organizaciones supranacionales consideraron a Fayyad, economista de reconocido prestigio, responsable de importantes mejoras en la infraestructura política, el buen gobierno y los resultados económicos durante sus años en activo.
Un gobierno así, apuntan desde el Centro Begin-Sadat, podría funcionar bajo el paraguas de la Autoridad Palestina, pero con la ayuda financiera fluyendo directamente a Gaza. Los países del Foro del Néguev (Bahréin, Egipto, Israel, Marruecos, los Emiratos Árabes Unidos y Estados Unidos), establecido tras los Acuerdos de Abraham, más Jordania, Arabia Saudí o la Unión Europea, podrían proporcionar el marco político y económico para asentar esas bases, con los países del Golfo como los principales financiadores, apuntan. Por ejemplo, los saudíes ya han mostrado interés en proporcionar capital para la reconstrucción de infraestructuras con objeto de mejorar su imagen en Occidente, así como para normalizar relaciones con Israel, un proceso que, a pesar de la mortífera ofensiva israelí contra Gaza, tarde o temprano seguirá adelante.
Mantener el statu quo
Tras el “Shabat negro”, como ya se conoce a la peor matanza de israelíes desde la fundación de su Estado, a la que siguió la ofensiva aérea israelí más mortífera contra la Franja –en tres semanas han muerto más niños que en los últimos 15 años– la opción de mantener el llamado status quo supondría repetir el fracaso que hizo posible los acontecimientos del pasado 7 de octubre, señalan los investigadores Jonathan Reinhold y Tobi Green.
Y lo ocurrido, apuntan, no fue sólo un fallo táctico, relacionado con otro fracaso de inteligencia o en el despliegue defensivo. Fue el resultado de un error estratégico. Durante casi veinte años –dieciséis de ellos con Benjamín Netanyahu como primer ministro– Israel ha ignorado sistemáticamente las condiciones en Gaza, fomentando el reinado de Hamás en un territorio minúsculo con un ejército de jóvenes desempleados a los que reclutar y que, en apenas dos décadas, solo han conocido cinco guerras o el bloqueo terrestre, aéreo y marítimo de sus tierras. El germen ideal para la radicalización, remarcan los autores, en un contexto de permanente menoscabo de cualquier atisbo de paz o coexistencia pacífica con el Estado judío.
A lo mencionado hay que añadirle el fracaso de la estrategia diplomática que, Reinhold y Green, definen como “de fuera hacia adentro”, es decir, asumir que Israel sería capaz de normalizar relaciones con los países árabes sin abordar la cuestión palestina. Lo sucedido en las últimas tres semanas demuestra, nuevamente, que es una empresa imposible.
Por tanto, proseguir con la fórmula de “cortar el césped” –término inicialmente táctico que ha terminado por definir la estrategia antiterrorista israelí, según la cual Israel no busca poner fin a un conflicto en el campo de batalla, sino retrasar el siguiente conato violento degradando continuamente las capacidades militares de sus enemigos– contravendría el objetivo bélico de su Ejército, explican los investigadores, lo que no sólo dañaría su capacidad de disuasión frente a sus adversarios, sino que podría alentarles a más ataques y, esta vez, desde varios frentes y escenarios.
La ocupación de Gaza
La última alternativa, y más remota, supondría que Israel consiguiera desmantelar la infraestructura militar, que no política, de Hamás en la Franja de Gaza, ocupándola a largo plazo como ya hizo entre 1967 y 2005. Esta opción maximizaría lo que para el Estado hebreo es un pilar, su control de la seguridad, pero dispararía el coste político y diplomático, por no hablar de la carga económica que implicaría la reconstrucción de la Franja, lo que, en ningún caso, asumirá. Además, la presencia de sus fuerzas en zonas urbanas palestinas las dejaría constantemente expuestas, siendo una fuente constante de fricción, lo que ya fue razón para la retirada de sus bases y colonias en el llamado “Plan de Desconexión” (2005).
Asimismo, una ocupación sin límite de tiempo, como la que ya practica en Cisjordania, amenazaría lo que para Israel es un pilar fundamental en su rivalidad eterna con Irán, las alianzas con nuevos países árabes (en la actualidad Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Marruecos o Sudán) que llegaron tras la firma en 2020 de los Acuerdos de Abraham, auspiciados por Donald Trump.
En resumen, concluyen los autores, hay muchos riesgos, obstáculos y posibles saboteadores incluso para el mejor de los enfoques, pero “ha llegado el momento de dejar claro si la elección (del país) es aquella que permaneció en la sombra durante los mandatos de Netanyahu: un proceso que culmine con la creación de un Estado palestino con el que Israel pueda convivir en paz y seguridad” o si, por el contrario, prefiere “·la conquista” –y por ende, ocupación– o hasta una nueva guerra regional.
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