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ANÁLISIS

La primavera árabe diez años después: decepciones, represión y un proceso que continúa

Un grafiti recuerda en Tunez a Mohaamad Bouauzizi, el joven vendedor de frutas ambulante, que se quemara a lo bonzo en la plaza de su pueblo y desatara con esa protesta, las llamadas "primaveras árabes" hace 10 años.

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Han pasado diez años desde que el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi se inmolase en plena calle después de que las autoridades tunecinas le confiscasen su herramienta de trabajo. Aquella injusticia que, en menor o mayor medida, las poblaciones de la región han sufrido bajo regímenes autoritarios desde hace décadas, provocó una sacudida de movilizaciones en Túnez, que enseguida se extendió a Egipto, a otros países de la región y, con distintos ecos, al resto del mundo. Diez años después de ese estallido revolucionario, ¿en qué punto se encuentra la región y qué nos han dejado estos procesos revolucionarios?

Tres grandes escenarios

Si nos acercamos a la situación actual de los países que en 2011 protagonizaron los levantamientos populares, nos encontramos, a grandes rasgos, ante tres tipos de escenarios.

Procesos de transición democrática. En su búsqueda de cauces de mayor justicia social, una de las formas de canalizar el descontento pasaba por iniciar procesos de transición democrática. En la actualidad, solo Túnez ha logrado avanzar en ese proceso tras la caída de Ben Ali, aunque en la actualidad esa transición pasa por momentos muy difíciles. Según el periodista afincado en Túnez Javier Martín, la transición política exitosa que vivió el país “ahora se tambalea por la irrupción del movimiento neo-benalista y por una economía en crisis que adolece de las mismas cuestiones que desencadenaron las protestas en 2011”.

Retorno del statu quo. Otro de los escenarios que se ha impuesto en la región es el del regreso de fuerzas reaccionarias que se impusieron a las ansias revolucionarias. Es el caso de Egipto, donde la dictadura de Mubarak dio paso, después de unos meses de gobierno de la Hermandad Musulmana, al golpe de estado del general Sisi, con un aumento de la represión, la censura y el control de la ciudadanía que hoy no tiene nada que envidiar al de Mubarak. En este contexto, Europa continúa siendo uno de los principales inversores y socios comerciales del país, y los lazos con el estado egipcio en torno a cuestiones tan estratégicas como el gas y las migraciones se han reforzado.

Guerra abierta. Es el caso de Siria, Libia o Yemen, cuyo tejido social, político, económico y prácticamente todas sus infraestructuras han quedado destruidas. En estos contextos, los levantamientos legítimos contra dictaduras que gobernaron con puño de hierro durante décadas quedaron aplastados bajo el peso de la reacción brutal de las propias dictaduras y de potencias como Rusia, Estados Unidos, Irán o Arabia Saudí, que avanzaban sus intereses a costa de las tensiones populares. Según el periodista libanés Joey Ayoub, “la deriva actual de estos países es una muestra del poder devastador de la alianza entre gobiernos autoritarios e injerencias geopolíticas”.

Más impunidad

Los distintos escenarios dibujan una panorámica regional en la que los abusos y las violaciones de derechos humanos no dejan de aumentar. En estos diez años se ha multiplicado el número de víctimas civiles en los conflictos de la región, con cifras que, en casos extremos como el sirio, son tan altas que incluso las Naciones Unidas se han declarado incapaces de seguir el recuento.

Michelle Bachelet, alta comisionada de derechos humanos de la ONU, dijo en julio de 2019 que los bombardeos en Siria están siendo ignorados. También en Yemen la población sufre desde hace años bombardeos indiscriminados, que se han recrudecido en las últimas semanas, como denuncia Médicos sin Fronteras. Según Naciones Unidas, en la actualidad los civiles conforman “la vasta mayoría de las víctimas en los conflictos” y el “90% de los abatidos o lesionados por armas explosivas utilizadas en áreas pobladas en todos los conflictos del momento eran civiles”.

En este período ha aumentado la represión de manifestantes, periodistas y defensores/as de derechos humanos en contextos tan autoritarios como el Egipto de Sisi, la Siria de Asad o el Bahréin de los Jalifa. Las bombardeos para reprimir focos de insurrección se han cebado con hospitales, escuelas y otras infraestructuras civiles, y han llegado a emplearse armas químicas contra núcleos de población civil. La lista de abusos es interminable y apunta a un retroceso en los mecanismos de protección de la población civil, en línea con la represión de los levantamientos populares y la impunidad de que han gozado estos abusos.

En octubre de 2011, durante un encuentro con responsables del Parlamento Europeo en el que se homenajeaba a activistas de la Primavera árabe, una de las responsables del acto nos confesó a quienes habíamos acudido que Europa había cometido el error de estrechar lazos con dictaduras que reprimían a sus poblaciones, y que de estos procesos las democracias europeas debían aprender la importancia de no legitimar a gobiernos autoritarios. Recuerdo que insistió en la errónea idea de “seguridad” que suponía aceptar la “paz militar” que imponen estas dictaduras y en la necesidad de trabajar en una seguridad que parta del respeto de los derechos humanos.

Diez años después, vemos que los gobiernos autoritarios de la región continúan contando con el respaldo de aliados como la Unión Europea, un respaldo que les da alas para continuar sus abusos y dificulta que puedan darse procesos de rendición de cuentas. Así lo recalcaban en entrevista con elDiario.ese Ahmad Abdallah, de la comisión egipcia de Derechos y Libertades, y Lucía Alonso Pérez, de Euromed Rights, que alertaban de que había en Egipto más de 150.000 presos políticos dispersos en 60 cárceles, una cifra que no ha dejado de aumentar en el contexto actual de pandemia.

“La presión internacional, si se toma en serio, es efectiva”, insistía Abdallah, a la vez que lamentaba la escasa presión a la que se ve sometido el régimen de Sisi en su cruzada contra activistas y defensores/as de derechos humanos. La efectividad de la presión internacional como garante de los derechos humanos, y lo peligroso de no ejercerla, es otra de las lecciones que nos dejan las Primaveras Árabes.

Los resultados

En este contexto de violencia e impunidad, es tentador volver la vista atrás y recordar con nostalgia los contextos pre-2011. “¿No era mejor una dictadura, por terrible que fuese, que este caos?”, nos preguntan a menudo a quienes seguimos de cerca los procesos en la región. Y, sin embargo, se trata de una pregunta trampa que lleva a avalar la legitimidad o ilegitimidad de un proceso en función de sus resultados.

Pocas luchas y reivindicaciones populares resistirían el escrutinio de una valoración basada sólo en sus resultados. Así se refería el escritor Albert Camus a un contexto que vivió de cerca y que no por ser derrotado militarmente dejó de ser legítimo: “Fue en España donde mi generación aprendió que se puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma y que a veces el coraje no obtiene recompensa”. Esta misma conclusión podría extraer toda una generación del sur del Mediterráneo, que ha visto sus luchas derrotadas militarmente sin que eso anule la legitimidad de las reivindicaciones de libertad, justicia y dignidad que llevaron a millones de personas a las calles hipermilitarizadas de sus países.

Según Rocco Rossetti, editor del libro De Egipto a Siria: Un principio de una revolución humana, en conversación con elDiario.es, las revoluciones de 2011 han sido derrotadas, pero no las ideas que la inspiraron porque “esas fuerzas contrarrevolucionarias que son Asad, Sisi o Putin no tienen otra legitimidad que su dominio militar, es decir no han podido ni encauzar ni reemplazar los ideales revolucionarios”. Sostiene Rossetti que los movimientos de 2011, en sus expresiones más avanzadas, tenían un contenido revolucionario que iba a la raíz de cuestiones que conciernen a la vida y las relaciones de las comunidades y reivindicaban valores profundamente humanos y universales en una región que se ha representado como movida por pulsiones sectarias e identitarias. 

“Por eso las exigencias de 2011 no es que no tengan ya validez ni vigencia, es que la tienen más que nunca. La represión que ha sufrido la gente de estos países demuestra hasta qué punto era legítimo su deseo de cambio”, señala.

La represión no ha funcionado

Si la pobreza, la falta de oportunidades y las ansias de libertad fueron el caldo de cultivo de las movilizaciones en Túnez, Egipto, Siria y el resto de la región, el hecho de que esas condiciones se mantengan, o sean hoy más extremas si cabe, hacen aún más relevantes las reivindicaciones de 2011. Pese al aumento de la represión y la impunidad, la difícil situación que atraviesan poblaciones como las de Libia, Yemen o Siria no ha tenido el efecto disuasorio que los regímenes de los países vecinos esperaban.

“La consigna más repetida por las autoridades durante las movilizaciones en Sudán entre 2018 y 2019 fue la de Tened cuidado si no queréis acabar como Libia o Siria”, señala Ahmed, activista local sudanés que nos pide que no desvelemos su apellido. Este ha sido el mantra que han enarbolado las dictaduras de la región para advertir contra potenciales cuestionamientos de sus políticas, asumiendo que la devastación sufrida en los países vecinos sería ejemplarizante para sus poblaciones. Sin embargo, años después de los procesos de 2011, continuaron sumándose nuevos países a la ola de protestas que canalizaban un descontento social de raíces profundas.

Los más recientes, Argelia y Sudán, donde millones de personas se manifestaron desde finales de 2018 contra unos regímenes con fuerte presencia militar. También Líbano e Irak, donde el estallido popular se centró en los sistemas corruptos y sectarios de distribución del poder y los recursos. Ni la destrucción de los países vecinos logró extinguir la mecha del descontento social de esta región maltratada, en lo que pueden considerarse ecos o rebrotes de esa oleada revolucionaria de 2011.

Según el periodista libanés Kareem Chehayeb, “los procesos de la región son eso: procesos, y es simplista darlos por vivos, muertos o enterrados”. Señala Chehayeb el ejemplo de Líbano, “un contexto terriblemente complejo donde vivimos un proceso de cuestionamiento del sistema sectario actual, que no se ha detenido pese al estallido en el puerto de Beirut”.

“Es importante salir de esta lógica de fracasos y victorias absolutas y simplistas y reconocer los matices”, recalca. “Los avances que se están desarrollando con tantas dificultades y en contextos tan corruptos son más importantes que nunca, igual que el hecho de que ni toda la represión del mundo ha logrado anular las aspiraciones de una vida digna”.

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