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Arte y sexo en el Gran Canal: cómo Peggy Guggenheim conquistó Venecia

Peggy Guggenheim en Venecia // David Seymour

Judith Mackrell

En el verano de 1948, la Bienal de Venecia se reanudó después de los largos y recluidos años de la Segunda Guerra Mundial. Fue un evento histórico, que celebraba no sólo la paz internacional sino el fin del fascismo en Italia. Entre los artistas que mostraron su obra había varios que habían sido prohibidos por “degenerados” durante el gobierno de Mussolini. Sin embargo, la atracción principal no estaba en ninguno de los pabellones nacionales, sino en la sorprendente y variada colección de arte moderno que exhibió una mujer: la heredera estadounidense Peggy Guggenheim.

Cuando Peggy recibió al presidente italiano en la inauguración de su muestra, sintió que iba mal vestida. Había tenido que pedir prestadas unas medias a una amiga y, como no había encontrado un sombrero que le combinara, se las había arreglado con unos enormes pendientes venecianos con forma de margaritas. Pero su colección no necesitaba mucho escaparatismo. Influenciada por los maestros europeos como Picasso, Ernst y Dalí, así como por jóvenes estadounidenses contemporáneos como Jackson Pollock, su colección era un registro vívido de los movimientos artísticos de las tres décadas anteriores. Los italianos, que hacía mucho se habían quedado al margen de la vanguardia, vieron parte de la obra como una revelación, y otra parte les resultó incomprensible. Un móvil de Alexander Calder, hecho con vidrio roto y porcelana, fue casi tirado a la basura.

A Peggy le encantó ser la estrella de la Bienal. Iba cada día a ver la multitud que admiraba su colección, y sus dos perritos engordaron a fuerza de helados, los que les daban los fascinados turistas. Si bien ya había pensado en mudarse a Venecia, su éxito durante ese verano terminó de convencerla.

Peggy Guggenheim había llegado a Venecia decepcionada por su vida anterior en Nueva York. A pesar del éxito de su innovadora galería, Arte de este Siglo, y su enérgico apoyo a artistas nuevos, siempre había sentido que el masculino y misógino mundo del arte la trataba con condescendencia. A menudo veía cómo menospreciaban su galería, considerándola el proyecto egocéntrico de una niña rica. Y muy a menudo la trataban de forma descaradamente sexista y antisemita.

Peggy era una mujer despampanante, pero para muchos el rasgo que la caracterizaba era la nariz grande que había heredado de su abuelo Meyer. También era condenada por tener una actitud sexualmente desinhibida. Durante la mayor parte de su vida adulta, Peggy había tenido una ávida y promiscua vida sexual: su lista de amantes incluía a Samuel Beckett, Yves Tanguy, Marcel Duchamp y, durante un breve período de tiempo, John Cage. Y cuando su breve matrimonio con Max Ernst se desmoronó, ella lo compensó teniendo muchos más amantes que antes. Ese comportamiento, que en un hombre podía ser visto como libertino, era considerado directamente inaceptable en una mujer de 50 años. Incluso Pollock, que se había beneficiado de su generosidad, bromeaba con que sólo se acostaría con ella si estaba completamente tapada con toallas.

Un palacio lleno de arte

Venecia le prometía a Peggy una bienvenida más civilizada y, tras mucho buscar, encontró un palazzo vacío en el tramo oriental del Gran Canal. Era un edificio de construcción muy curiosa, muy ancho pero con sólo una planta de altura. La familia Venier, que había encargado su construcción a mediados del siglo XVIII, lo había imaginado con cinco monumentales plantas, pero se quedaron sin dinero (ni herederos masculinos). Los venecianos lo llamaban con sorna el “palazzo inconcluso”, pero para Peggy, que vivía sola con sus perros y sus obras de arte, era del tamaño perfecto.

Peggy vivió allí los 30 años de vida que le quedaban y, durante los veranos, lo abría al público. Era un arreglo informal y excéntrico, donde las obras de su colección se mezclaban con el desorden de su vida doméstica. Los huéspedes del palazzo se encontraban con turistas ansiosos paseando por sus habitaciones y (dada la ausencia de instalaciones sanitarias) los veían orinando discretamente en los jardines. Con el tiempo, el Palazzo Venier se convirtió en una de las mayores atracciones turísticas de Venecia, y estimuló el advenimiento de la ciudad como vitrina internacional del arte contemporáneo.

Peggy también recibió allí personalidades intelectualmente coloridas. Sus años entre la intelectualidad de París, Londres y Nueva York le habían dejado amistades tan llamativas como su colección de obras de arte. Stravinsky, Cocteau, Chagall, Capote y Gore Vidal la visitaban a menudo y Peggy, como anfitriona, desarrolló un estilo propio de gran dama distinguida y desenvuelta. En Venecia se le conocía como “la última Dogaressa”. Solía navegar por los canales en su góndola privada, con sus características gafas de sol chillonas y sus perros acurrucados en su regazo.

Pero Peggy no fue la primera mujer notable en ocupar el Palazzo Venier. Las cuatro décadas anteriores había sido habitado por la marquesa Luisa Casati y, más brevemente, por Doris, Lady Castlerosse, una mujer de la alta sociedad inglesa. Igual que Peggy, ambas habían llegado a Venecia a iniciar una nueva vida, y habían deslumbrado a la ciudad.

En 1910, Luisa, de 29 años, ocupaba un importante lugar en la alta sociedad italiana. Era heredera de una fortuna industrial y estaba casada con un distinguido aristócrata. Pero, seducida por el escritor y esteta Gabriele D’Annunzio, decidió entregarse a la creencia de que “uno debe hacer de su vida una obra de arte” y dejó su matrimonio para dedicarse a ello.

Luisa se convirtió en una atracción turística veneciana. Cuando salía con su guepardo a navegar por los canales, la gente se juntaba en los puentes a aplaudirla. Pero Luisa no sólo quería convertirse en una obra de arte viviente, sino que quería que otros artistas la inmortalizaran. Comenzó a encargar una serie de magníficos retratos. No menos de cinco de ellos fueron expuestos en la Bienal de 1914 y, en los años siguientes, posó para Jacob Epstein, Augustus John, Man Ray, Kees van Dongen y Giacomo Balla, llegando a atesorar una colección tan grande –pero mucho más narcisista– que la de Peggy.

Después de que Luisa dejase el palazzo, el edificio pasó por una serie de propietarios, hasta que en 1936 lo adquirió Doris Castlerosse. Nacida Doris Delevingne (era tía abuela de Cara), siempre quiso volar del cómodo pero convencional nido en Beckenham, al sur de Londres. Se casó con un lord, llenó sus armarios de ropa y su agenda de amigos glamurosos. Pero era inquieta por naturaleza y vergonzosamente infiel a su marido Valentine.

Su larga lista de amantes, que incluía conquistas tan disímiles como Cecil Beaton y Winston Churchill, hizo que le cerraran las puertas de varios salones ingleses. En Venecia quiso empezar de cero como gran socialité europea. Pero el comienzo de la guerra puso fin a sus ambiciones y, trágicamente, también a su vida. Para cuando Peggy llegó al palazzo, no quedaban rastros de Doris en el lugar. Las tropas que se alojaron allí durante la guerra cubrieron las paredes estucadas de pintadas.

Todas estas mujeres vivieron su vida por fuera de las convenciones morales de la época, y todas vivieron en el palazzo como desafiantes mujeres solteras. Hay cierta ironía en el hecho de que un edificio que fue pensado como un monumento al orgullo masculino Venier haya sido rescatado del olvido por este trío de mujeres inconformistas.

Traducido por Lucía Balducci

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