El sistema multilateral al que ataca Trump está lejos de ser la panacea que nos venden
Donald Trump está jugando con fuego. Este pensamiento dominó las reuniones de primavera del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial que se celebraron en Washington la semana pasada. El enfoque de ir por su cuenta que mantiene el presidente de EEUU –sobre todo en lo referente a comercio– sin duda, ha causado una conmoción. No se trata solo de la amenaza de aumento de los aranceles, ni de que EEUU haya paralizado el sistema de solución de diferencias en la Organización Mundial del Comercio.
Más bien, existe una preocupación de que Trump esté rechazando el sistema multilateral que ha estado en funcionamiento durante más de 70 años y de que exista el riesgo de enviar al mundo de vuelta a los años 30. Esto no es del todo preciso. Después de intensas negociaciones, EEUU ha aceptado financiar un incremento del capital del Banco Mundial que le permitirá prestar más.
Pero todo el mundo sabía a lo que se refería Christine Lagarde, directora del FMI, cuando dijo la semana pasada que la cooperación internacional desde la II Guerra Mundial había ayudado a reducir la pobreza y lograr más progreso que en ningún otro momento de la historia, y que el sistema basado en normas debe ser valorado y no atacado.
Este argumento es válido dentro de lo que cabe. Sin embargo, tal y como dijo Richard Kozul-Wright, economista jefe de Unctad (la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo), el sistema multilateral que opera en 2018 no es de ninguna manera el ideado por sus impulsores en los años 40.
La conferencia de Bretton Woods de 1944, que creó el FMI y el Banco Mundial, estuvo dominada por EEUU y Reino Unido, con el primero ejerciendo una influencia mucho mayor en el resultado. Harry Dexter White, el representante de EEUU, no siempre estuvo de acuerdo con su homólogo de Reino Unido, Maynard Keynes, pero estuvieron de acuerdo en tres ideas básicas.
La primera fue que el pleno empleo era el objetivo económico principal. El segundo, que la lección de la Gran Depresión fue que había que controlar las finanzas. La tercera, que las nuevas instituciones no se iban a dedicar a prescribir soluciones únicas para todos los casos, sino que crearían un entorno que permitiría a los países elaborar políticas para sí mismos de acuerdo con sus propias preferencias culturales.
Todo esto ha cambiado en las últimas siete décadas. La ortodoxia que prevalece en el FMI es que contener la inflación es más importante que el pleno empleo, por lo que se recomienda –con las menores pruebas posibles– que la Reserva Federal de EEUU y el Banco de Inglaterra eleven los tipos de interés.
Una creencia mesiánica en la libre circulación de capitales para todos los países, incluso para aquellos con los sistemas financieros más inmaduros, prevaleció en los años previos a la crisis de 2008, y fue en gran parte responsable de todo esto. Los mercados financieros siguen siendo vulnerables: el riesgo ha migrado desde los bancos a otras partes del sistema.
Y lo que es más, la idea de que a los países que están en problemas se les debe permitir margen de maniobra ha desaparecido hace mucho. Hay un modelo básico de ajuste estructural cuando el FMI toma las riendas: exprimir la economía interna para reducir los costes, privatizar para hacer más eficientes las industrias y devaluar la moneda para fomentar el crecimiento impulsado por las exportaciones.
Pero no se trata solo de volver al proyecto original de 1944. Se necesitan otros cambios.
La Organización Mundial de Comercio proporciona un sistema basado en normas para el comercio internacional, pero no existe un sistema basado en normas para la reestructuración de la deuda. Los planes para un mecanismo de bancarrota soberana se lanzaron a finales de los 90 y principios del 2000, pero la presión de Wall Street, que iba a perder oportunidades de hacer dinero, acabó con la idea.
Esto no parecía importar mucho en aquel momento, porque dos rondas sobre reestructuración de la deuda que culminaron en el acuerdo de Gleneagles de 2005 parecía que resolvieron el problema de la deuda. Sin embargo, una de las características de la reunión de la semana pasada fue el reconocimiento tardío de que la deuda ha vuelto.
El FMI dijo que el 40% de los países de bajos ingresos están actualmente en riesgo o ya en crisis de deuda y se han duplicado en los últimos cinco años. Jim Yong Kim, el presidente del Banco Mundial, dijo que estaba siguiendo la situación “muy, muy de cerca” y tiene razón al hacerlo. Muchos países se han endeudado enormemente al pedir dólares en los mercados de capital de todo el mundo en un momento en el que los tipos de interés estadounidenses se están incrementando.
Otra debilidad fundamental del sistema internacional, que se ha puesto de relieve por la tensión comercial sostenida entre EEUU y China, es que carece de una manera de tratar de manera justa los desequilibrios de la balanza por cuenta corriente. El FMI puede obligar a un país deficitario que pide ayuda a importar menos y exportar más, pero no tiene influencia sobre los países con superávit.
Los intentos de Keynes de asegurar que tanto las naciones acreedoras como las deudoras tuvieran que hacer ajustes fueron frustradas por EEUU en Bretton Woods, una época en la que era la principal nación acreedora del mundo. Trump, a juzgar por sus acciones, sería mucho más partidario de un sistema que consagrara la acción recíproca.
Por último, la gobernanza de las instituciones de Bretton Woods no refleja los cambios que se han producido en la economía global desde 1944. A pesar de algunos modestos ajustes realizados en los últimos años, el poder de decisión sigue perteneciendo a los países desarrollados que crearon el FMI y el Banco Mundial. Cada director de Fondo ha sido europeo, y cada presidente del Banco, estadounidense. EEUU sigue teniendo posibilidad de veto en todas las decisiones importantes que se toman en ambas instituciones.
Hay una diferencia entre el multilateralismo como concepto y el multilateralismo como se ha practicado en las últimas décadas. El estado actual de las cosas no es perfecto, ni mucho menos. Si Trump facilita una evaluación esperada desde hace mucho sobre lo que sería un sistema internacional que funcione correctamente, bienvenido sea. Lo cierto es que sería bastante diferente.
Traducido por Cristina Armunia Berges