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The Guardian en español

Hablan los veteranos de EEUU tras la retirada de Afganistán: “Solo espero que esta vez aprendamos la lección”

El sargento de la Fuerza Aérea de EEUU retirado Michael Walsh espera en la parte trasera de su coche el inicio de una vigilia por el sargento de la Marina de los Estados Unidos, Johanny Rosario, en el Estadio de los Veteranos en Lawrence, Massachusetts el 31 de agosto.

Cecilia Saixue Watt

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June Spence recuerda cuándo perdió las esperanzas en la intervención militar estadounidense en Afganistán. Originaria de Augusta, Georgia, Spencer se graduó en el instituto en 2009, durante la recesión económica. “No podías encontrar trabajo, así que el Ejército era una apuesta bastante segura”, dice. “Crecí viendo a los soldados caídos en guerra en la televisión, y todos esos vídeos de ‘bienvenido a casa’ en YouTube, y lo genial que era que te celebraran como un héroe al regresar”. Quería ver mundo.

En 2012, Spence estaba destinada en un área rural de la provincia de Kandahar. Tenía 21 años. Un día vio a tres chavales, de no más de 14 años, a los que reconoció. Eran unos hermanos con los que había jugado antes, simulando peleas con piedrecitas y tirachinas. Estaban empujando una carretilla cubierta con una lona. Dentro, Spence encontró componentes para la fabricación de artefactos explosivos improvisados (IED, por sus siglas en inglés).

“Pillé a tres niños transportando armas de guerra y comportándose como si todos fuésemos amigos”. dice. “Eso es fanatismo ideológico casero. ¿Cómo vences a algo así?”.

De la derrota a la ira

Desde que los talibanes tomaron Kabul tras 20 años de ocupación estadounidense, Spence ha estado consolando a sus amigos, muchos de los cuales han estado recaudando dinero para ayudar a evacuar a los intérpretes afganos y al personal de apoyo con el que trabajaron.

La mayoría de los veteranos estadounidenses se enfrenta a muchos sentimientos: derrota, desolación, ira. Pero no sorpresa.

Cuando Estados Unidos invadió Afganistán, el país ya llevaba dos décadas de conflictos armados. En 1979, la Unión Soviética invadió Afganistán. En respuesta, sus rivales en la Guerra Fría –principalmente Estados Unidos y Pakistán– comenzaron a dar apoyo a grupos guerrilleros anticomunistas conocidos como muyahidines, muchos de ellos integrados por extremistas religiosos que decían luchar en nombre del islam.

Cuando la Unión Soviética se derrumbó, se desató una guerra civil entre las facciones muyahidines, cada una de ellas respaldada por diversas potencias extranjeras. Finalmente, un nuevo grupo de milicianos llamado los talibanes, liderado por un excombatiente muyahidín, se hizo con el control de Afganistán y promulgó un régimen de totalitarismo violento que llegó a su fin en 2001, cuando Estados Unidos invadió el país.

Said Sabir Ibrahimi es becario no residente del Centro de Cooperación Internacional de la Universidad de Nueva York. En 2002, era adolescente y formó parte de la ola de refugiados afganos que lograron regresar a casa. “Depende de a quién se lo preguntes, pero la mayoría de los afganos recibió con agrado la invasión estadounidense”, dice. “Estaban cansados de aquel régimen tiránico. Yo detestaba mi vida como refugiado en Pakistán. Estaba muy contento de poder volver a mi país”.

Pero, pronto, los talibanes se reorganizaron y comenzó la insurgencia.

Laura Jedeed se unió al Ejército estadounidense en 2005, el mismo año en que Sabir Ibrahimi oyó por primera vez la explosión de una bomba suicida. Jedeed tenía 18 años recién cumplidos.

“Creía en ello de verdad”, dice. “Pensaba que estábamos llevando la libertad y la democracia a gente que lo quería. No me esperaba que tuviésemos tan poca idea de cómo era su cultura. Una vez llegué allí, era obvio que necesitábamos comprender la estructura tribal, pero nadie sabía cómo estaban organizadas las tribus. Y esto fue en 2008, ya era el séptimo año. Esa fue la primera vez que me dije: 'Esto no me parece bien”.

Jedeed, que ahora tiene 34 años, creció en una pequeña localidad cerca de Colorado Springs, Colorado. Es de ascendencia siria y, al principio, consideró que unirse el Ejército era una oportunidad para aprender árabe. “Pensé que era una oportunidad de aprender más sobre mi lugar de origen y así fue. El Ejército me enseñó árabe. Y entonces me enviaron a Afganistán, donde no se habla nada de árabe”.

A medio camino entre el centro y el sur de Asia, Afganistán es un país multiétnico y multilingüe. Alrededor del 40% de los afganos pertenecen al pueblo pastún, el mayor grupo étnico, y hablan pastún como lengua materna. La mayoría de los afganos también habla darí o farsi afgano, que es tan similar al farsi hablado en Irán como el inglés estadounidense al británico. (Los afganos, por supuesto, insisten en que el darí es el farsi real y que la versión iraní es una desviación).

“No tengo esperanzas de que hayamos aprendido”

“Esperaba que fuera un desierto”, dice Jedeed. “Quizá estaba pensando en Irak. Pero volamos a Bagram, hacía frío y era montañoso. Era precioso”. En Bagram está ubicada una antigua ciudad llamada Kapisi, que en su día fue punto clave de la Ruta de la Seda y destino de peregrinos budistas. Allí se encuentra hoy el aeródromo de Bagram, que fue la mayor base del Ejército estadounidense en Afganistán. Fue tomada por los talibanes el 15 de agosto.

“Es horrible verlo”, dice Jedeed. “Pero esto iba a pasar y es mejor que nos hayamos ido ahora que en dos, tres o diez años. Solo espero que esta vez aprendamos la lección que no aprendimos en Vietnam. No tengo muchas esperanzas de que eso ocurra”.

La primera campaña presidencial de Barack Obama incluía entre sus promesas la retirada militar de Irak y un enfoque renovado en Afganistán. Obama calificó a Irak como una estupidez de Bush, pero la de Afganistán era una guerra justificable, una guerra que buscaba represalias para los responsables por los atentados del 11-S. Durante su primer año en el Gobierno, Obama anunció el despliegue de 30.000 tropas adicionales en Afganistán.

Mientras tanto, la gravedad de los ataques de los talibanes en áreas urbanas iba en aumento, incluyendo objetivos civiles como centros comerciales, hoteles, cines, un hotel de lujo en Kabul, un salón de bodas en Kandahar. Coches bomba, chalecos explosivos, hombres armados con AK-47: todo el optimismo afgano se desvanecía rápidamente.

“Fue entonces cuando gran parte de la gente que vivía en las ciudades empezó a perder la esperanza”, dice Ibrahimi. “Pero la gente de las aldeas, bombardeada por los estadounidenses y por la OTAN, estaba igual de desesperanzada”.

En 2011, Osama Bin Laden fue asesinado en Abbottabad, Pakistán. A cientos de kilómetros de distancia, en un centro de comando en la provincia de Helmand en Afganistán, Kyle Bibby fue el primero en su base de patrullas en ver la noticia. Despertó a sus compañeros marines de inmediato para contarles lo sucedido. “Fue una gran alegría”, dice. “Y entonces, inmediatamente uno de mis marines me preguntó ‘Bien, ¿entonces nos vamos?’. Lo preguntó con sarcasmo, porque sabía que no nos iríamos”.

Bibby creció en el norte de Nueva Jersey, en el área metropolitana de Nueva York. Poco después de los atentados del 11-S, se postuló para la Academia Naval de Estados Unidos. Tenía 16 años. Fue nombrado miembro del Cuerpo de Marines en 2007 y llegó a Afganistán en 2010.

“Tenía el temor de que los talibanes nos iban a esperar”, dice Bibby. “Y de que todas esas familias, esos niños, van a estar bajo el dominio de los talibanes. Y nosotros solo habremos algo pasajero para ellos”.

Durante las últimas semanas, ha visto cómo sus miedos se han hecho realidad. “Junto a cada militar desplegado en Afganistán, hemos visto cómo el mapa cambiaba sus colores otra vez”, dice. “Sabía que sucedería. Sabía que no duraría. Miré el mapa y vi que Helmand estaba bajo control de los talibanes. Todas las personas con las que trabajé están bajo control de los talibanes”.

“Estábamos intentando construir algo a nuestra imagen y semejanza sin la aprobación verdadera ni el liderazgo del pueblo afgano”, dice Brittany Ramos DeBarros, de 32 años y proveniente de Staten Island, Nueva York. Fue enviada a Afganistán en 2012. “No porque haya habido falta de voluntad, sino por nuestra arrogancia. El Ejército de Estados Unidos es una institución diseñada para ejercer toda la violencia posible. No puedes usarlo, retorcerlo un poquito y pretender que te dé un resultado distinto”.

La “afganización” de Afganistán

Zach Guiliano creció en Long Island, Nueva York. “El 11-S fue importante para nosotros”, dice. “Lo recuerdo. Recuerdo volver a casa ese día y querer matar a Bin Laden”. Tenía 9 años. Cuando llegó a Bagram en 2013, EEUU había pasado a centrarse en un proyecto de “afganización”, es decir, reducir gradualmente la presencia militar estadounidense y acabar cediendo el control al Gobierno afgano. La “afganización” implicaba aplicar en Afganistán la política de “vietnamización” de Richard Nixon.

“Quizá deberían haber pensando en otra estrategia histórica en la cual inspirarse”, dice Guiliano. “Odio ser de esos que dicen: 'Yo tenía razón, yo me lo veía venir’. Pero, en especial durante las últimas semanas, ver las noticias ha sido una mezcla de irrealidad y furia”.

Jon Kelly creció en Brooklyn, Nueva York, donde los ataques del 11-S también marcaron su infancia. Fue designado subteniente en West Point en 2015 y enviado a Afganistán al año siguiente. El Día de los veteranos de 2016, Kelly estaba en el aeródromo de Bagram, cuando un excombatiente talibán detonó un cinturón explosivo.

“El sargento de mi tropa viene a buscarnos con una flota de camionetas”, dice Kelly. “Pasamos por el punto de control y en la base veo a todos los afganos de la base apoyados sobre las palmas de sus manos y sus rodillas, mientras los soldados estadounidenses, de infantería, los patrullan de arriba abajo. Al ver que trataban a la gente como si fuera ganado, me di cuenta de que algo no iba bien. Y al día siguiente, los despidieron a todos. Se suponía que íbamos a mejorar la economía local, y eso se esfumó”.

Dos días después, Kelly llamó a sus padres. “Cuando estás desplegado, tus padres ven las noticias”. Pero no habían visto ninguna sobre el atentado. “¿Dónde diablos estaban los periodistas durante los últimos 20 años?”. A medida que el conflicto se prolongaba, muchos medios de comunicación parecían perder el interés. “Es una vergüenza insoportable”, dice Kyle Bibby. “Se supone que son el cuarto poder”.

La etapa Trump y la retirada

En 2017, Donald Trump juró como presidente de Estados Unidos. Nada cambió en Afganistán. “Lo único que cambió fue la fotografía en la pared”, dice Jon Kelly. “Todo era igual. No importaba”.

El Gobierno de Trump desplegó unos cuantos miles de tropas más en Afganistán, pero los talibanes iban ganando terreno. Un año más tarde, diplomáticos estadounidenses se reunieron con delegados talibanes para negociar un acuerdo de paz. Muchos expertos en política exterior consideraron que estas conversaciones eran una estrategia para alcanzar la paz, pero el encuentro no estuvo falto de controversia.

“Nos sentimos traicionados”, dice Ibrahimi. “¿Negociar con los talibanes? La gente como yo tenía la esperanza de tener una sociedad abierta y progresista. Todos esos sueños se han roto”.

En octubre de 2018, Jon Kelly regresó a Afganistán para un segundo despliegue. “No lo hacía por lo que sea que dijeran el Ejército o el presidente. Solo lo hacía para asegurarme de que todos mis soldados volvieran”.

Menos de dos años después, Estados Unidos y los talibanes firmaron el acuerdo de Doha, que establecía un calendario para la retirada total de las fuerzas estadounidenses en Afganistán. Durante los meses siguientes, a medida que los estadounidenses se retiraban, la ofensiva talibana se intensificó. Kabul cayó el 15 de agosto.

Muchos veteranos sienten que su servicio –ya sea a Estados Unidos, al pueblo afgano o a un nebuloso bien superior– no ha terminado. Kylie Bibby y June Spence trabajan en Common Defense, una agrupación progresista de veteranos. Laura Jedeed estudió Ciencias Políticas y es periodista de investigación. Brittany Ramos DeBarros se presenta como candidata a la Cámara de Representantes.

“La culpa es de todos”

Afganistán no se ha terminado. El 26 de agosto, una bomba seguida de un tiroteo resultó en la muerte de decenas de civiles afganos y 13 militares estadounidenses.

“Me rompe el corazón porque da cuenta de lo inútil que es esta guerra”, dice Zach Guiliano. “ISIS-K afirma que uno de los terroristas suicidas se hallaba a cinco metros de las tropas estadounidenses y, a pesar de todo el presupuesto invertido en ‘defensa’, al ser asignados a aquella puerta ya estaban muertos”. El Estado Islámico-Jorasán o ISIS-K, filial de ISIS y rival de Estados Unidos y de los talibanes, se adjudicó la autoría.

La situación está evolucionando. El conflicto continuará.

“Los talibanes no representan a Afganistán”, dice Ibrahimi, que hoy vive en Nueva York. “Solo representan a una facción. Los afganos son iguales a cualquier otro pueblo de la tierra a la hora de buscar libertad y vivir en una sociedad pluralista. No necesariamente bajo el modelo de democracia estadounidense, pero con nuestra propia libertad, como afganos”.

Para Ibrahimi, ha habido muchos errores en el camino. Estados Unidos, Pakistán, Irán y otras potencias extranjeras han usado a su país para la guerra subsidiaria. Ha habido corrupción en el Ministerio de Interior, en el Ministerio de Defensa, corrupción en todo. La producción de opio ha transformado a Afganistán en un narcoestado. “La culpa es de todos”.

“Este fue un error de nuestro Gobierno a lo largo de varias administraciones”, dice Kylie Bibby. “La culpa es bipartidista. Nadie debería salir impune de esto, excepto la población afgana. Estuve allí ocho meses y me cambió la vida. No puedo imaginar lo que debe ser para ellos”.

Han pasado 43 años desde que comenzaron los combates.

Traducción de Julián Cnochaert.

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