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El mundo académico y la publicidad controlan nuestra mente. ¿No lo sabías?

Un edificio de Berlín cubierto por una lona publicitaria

George Monbiot

¿Hasta qué punto somos libres al tomar decisiones? Estamos convencidos de que nosotros mismos elegimos nuestro camino, pero, ¿es del todo cierto? Si tú o yo hubiésemos vivido hace 500 años, nuestra visión del mundo y nuestras decisiones habrían sido completamente diferentes. Nuestro entorno social moldea nuestra mente, especialmente los sistemas de creencias que establecen aquellos en situación de poder. En esa época eran los monarcas, los aristócratas y los teólogos; hoy son las corporaciones, los multimillonarios y los medios de comunicación.

Los seres humanos, mamíferos extremadamente sociales, somos esponjas éticas e intelectuales. Para bien o para mal, absorbemos de forma inconsciente las influencias que nos rodean. Es más, el mero hecho de que seamos capaces de formar nuestra mente es una idea que habría resultado imposible de creer para la sociedad de hace cinco siglos. Con esto no quiero sugerir que no tengamos la capacidad de formar un pensamiento independiente. No obstante, para ejercitarlo debemos nadar contra la corriente social que nos arrastra la mayoría del tiempo sin que nos demos cuenta, y tenemos que hacerlo a conciencia y con gran empeño.

Sin embargo, aunque estemos mayormente condicionados por nuestro entorno social, sí que controlamos las pequeñas decisiones que tomamos, ¿verdad? A veces. Quizás. En estos casos también estamos bajo una influencia constante, que en parte vemos y en parte no. Y existe una gran industria que busca tomar las decisiones por nosotros. Sus técnicas son cada vez más sofisticadas, nutriéndose de los últimos descubrimientos de la neurociencia y la psicología. Se llama publicidad.

Cada mes se publican nuevos libros sobre el tema, con títulos como El código de la persuasión: cómo el neuromárketing puede ayudarte a convencer a cualquiera, en cualquier sitio, en cualquier momento. A pesar de que algunos están indudablemente sobrevalorados, describen una disciplina que penetra rápidamente en nuestra mente, haciendo que el pensamiento independiente sea cada vez más difícil. La publicidad más sofisticada se asocia con las tecnologías digitales diseñadas para eliminar el trabajo de una agencia.

A principios de este año, el psicólogo infantil Richard Freed explicó cómo se han aplicado novedosas investigaciones del sector para desarrollar redes sociales, juegos de ordenador y teléfonos con características realmente adictivas. Freed citó a un tecnólogo que alardea de ello, aparentemente con razón: “Tenemos la capacidad de apretar unos botones en el panel de una máquina que construimos, y que va a conseguir que en todo el mundo cientos de miles de personas cambien silenciosamente de comportamiento. Ellos sentirán que es de manera instintiva, cuando en realidad está diseñada, aunque no lo sepan”.

El objetivo de este hackeo de mentes es crear plataformas de publicidad más efectivas. Sin embargo, los esfuerzos serán en vano si las personas conseguimos resistirnos. Según un informe filtrado a los medios, Facebook realizó una investigación -en conjunto con una empresa de publicidad- para determinar cuándo los adolescentes que utilizan su plataforma se sienten inseguros, estresados o se infravaloran. Entonces parece ser el momento ideal para bombardearlos con publicidad micro-focalizada. Facebook negó haber ofrecido “herramientas para identificar a las personas según su estado emocional”.

Es de esperar que las empresas comerciales se valgan de cualquier treta de la que dispongan. La responsabilidad de ponerles freno recae en la sociedad, respaldada por los gobiernos, que deben utilizar leyes adecuadas que por el momento no tenemos.

Lo que me desconcierta, y me indigna aún más que este fracaso, es la disposición de las universidades para realizar investigaciones que ayudan a las empresas publicitarias a meterse en nuestras mentes. El ideal de la Ilustración, del que todas las universidades dicen formar parte, es que las personas deberíamos pensar por nosotras mismas. Entonces, ¿por qué tienen departamentos que se dedican a investigar nuevas formas de inhibir esta capacidad?

Me lo pregunto porque, mientras reflexionaba sobre este frenesí de consumismo que en este momento del año se eleva por encima de sus niveles habituales, me encontré con un estudio que me dejó pasmado. Lo firmaban académicos de universidades públicas de Holanda y Estados Unidos. Su objetivo era, en mi opinión, contrario al interés público: querían poder identificar “diferentes formas en las que los consumidores se resisten a la publicidad y las tácticas que se pueden utilizar para evitar o contrarrestar esta resistencia”.

Entre las técnicas “neutralizantes” que destacaba, estaba el “esconder la intención persuasiva del mensaje”; distraer nuestra atención presentando frases confusas que dificulten la identificación de las intenciones del anunciante. También “utilizar el desgaste cognitivo como táctica para reducir la capacidad de los consumidores de resistirse al mensaje”. Es decir, bombardearnos con publicidad hasta que agotemos nuestros recursos mentales, reduciendo nuestra capacidad para pensar.

Intrigado, empecé a buscar otros estudios académicos sobre el mismo tema, y me encontré con una bibliografía entera. Había artículos sobre cada aspecto imaginable de oposición y consejos útiles para vencerla. Por ejemplo, encontré un artículo que aconseja a los anunciantes sobre cómo reconstruir la confianza del público cuando una figura pública con la que trabajan se mete en problemas. En lugar de abandonar este recurso lucrativo, los investigadores aconsejaban que la mejor forma de mejorar “el auténtico atractivo persuasivo de un patrocinador famoso” cuyo prestigio se ha manchado es pedirle que muestre “una sonrisa de Duchenne”, conocida como “una sonrisa sincera”. El estudio describía anatómicamente esta sonrisa, enseñaba cómo identificarla y analizaba la “construcción” de la sinceridad y la “autenticidad”: un espléndido ejercicio de falsa autenticidad.

Otro artículo analizaba cómo convencer a las personas escépticas para que acepten las declaraciones de responsabilidad social corporativa de una empresa, especialmente cuando esas declaraciones entran en conflicto con los objetivos generales de la empresa. Un ejemplo obvio son los intentos de ExxonMobil de convencer a la gente de que es responsable con el medio ambiente porque está investigando el combustible de algas que algún día podrían ayudar a reducir el dióxido de carbono, mientras sigue extrayendo millones de barriles de combustible fósil cada día.

Tenía la esperanza de que este artículo recomendara que la mejor forma de concienciar a la gente es cambiar las prácticas. En cambio, los autores mostraban cómo las imágenes y los comunicados se podían combinar inteligentemente para “minimizar el escepticismo de los accionistas”.

Otro de los estudios evaluaba publicidades que estimulan el miedo a quedarse fuera (Fomo por sus siglas en inglés). El artículo señalaba que este tipo de publicidad funciona a través de la “motivación controlada”, que es “algo que aborrece el bienestar”.

Las publicidades basadas en el Fomo, explicaba el artículo, tienden a provocar una considerable incomodidad en aquellos que las advierten. Además, mostraba que “la oportunidad de mejorar la efectividad del Fomo en su función de detonante de compras” se potenciaba con un análisis adecuado de las reacciones de la gente. Una de las tácticas que proponía era seguir estimulando el miedo a quedarse fuera, tanto durante como después de que se tomase la decisión de comprar. Según la investigación, esto hace que la gente sea más susceptible a futuros anuncios del mismo tipo.

Sí, ya lo sé: yo trabajo en una industria cuyos mayores beneficios provienen de la publicidad, así que soy un cómplice más de esto. Pero todos lo somos. La publicidad y su destructivo impacto sobre el planeta, nuestra tranquilidad y nuestro libre albedrío es parte del núcleo de nuestra economía, basada en el crecimiento. Con más razón debemos desafiarla. Las universidades y las sociedades académicas son los primeros espacios donde debería comenzar esta resistencia: son ellas las que deben marcar y mantener unos estándares éticos. Si ellas no pueden nadar contra la corriente del deseo construido y el pensamiento construido, ¿quién podrá?

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