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OPINIÓN OPINIÓN

Occidente ha dado vía libre a Putin durante años

Protestas en Londres contra la invasión rusa a Ucrania

Jonathan Freedland

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El History Channel está emitiendo en directo. El comentarista estadounidense que hizo este comentario quería decir que los acontecimientos que se están produciendo en Ucrania se recordarán durante muchas décadas, que las futuras generaciones de estudiantes tendrán que memorizar la fecha del 24 de febrero de 2022. Sin embargo, estas palabras encierran otra verdad más oscura. Porque esta es una guerra que evoca al pasado; podríamos decir que es una guerra “retro”. ¿Tropas rusas marchando a través de una frontera internacional, acercándose a una capital europea? ¿Familias refugiadas en estaciones de metro, niños y niñas separados de sus padres, civiles enfundados en uniformes y cogiendo rifles, jurando luchar hasta la muerte por su patria? ¿Una invasión en toda regla de un país europeo por parte de otro? Las imágenes de estos acontecimientos parecen extrañas en color: deberían ser en blanco y negro granulado.

Porque se suponía que Europa había dejado atrás imágenes semejantes. Si no fue en la década de 1940, cuando el bombardeo nazi de Kiev comenzó a las cuatro de la mañana un día de 1941, en lugar de la hora de las cinco de la mañana elegida el jueves por Vladímir Putin, fue en el siglo XX, cuando los tanques soviéticos entraron en Budapest en 1956 o en Praga en 1968. Ahora, la historia ha vuelto y nos enfrenta a un dilema que creíamos haber resuelto hace mucho tiempo.

La elección fue expuesta de la forma más cruda posible por los líderes de los dos países que ahora están enzarzados en un combate desigual. Putin habló dos veces. Su primer discurso ha sido calificado una y otra vez de incoherente, pero no por ello es menos escalofriante. Entre las dos comparecencias, Putin expuso una justificación para la invasión que, naturalmente, se basaba en mentiras. Afirmó que Moscú tenía que invadir, para salvar a los rusoparlantes del este de Ucrania de una amenaza genocida que no existía. Rescataría a Ucrania del dominio de los “neonazis”, una forma extraña de describir un país cuyo presidente y exprimer ministro son judíos, ambos demócratas.

La negación de Ucrania

No obstante, bajo las espurias justificaciones subyace la visión del mundo de Putin. No rechazaba, como argumentaban los defensores occidentales de Putin de la extrema derecha y de la extrema izquierda, la expansión de la OTAN, sino algo más fundamental. Putin argumentó que Ucrania no era un país propiamente dicho, dando a entender que de los Estados nacidos de la extinta Unión Soviética, sólo uno era real y legítimo: Rusia. Todos los demás eran productos inventados, cuyo derecho a existir era difuso y debía ser determinado por el propio Putin, por la fuerza de las armas si era necesario. Si atendemos a sus palabras y a sus acciones, Putin se cree con derecho a redibujar el mapa de Europa, y a hacerlo con sangre.

Poco después, el ucraniano Volodímir Zelenski se dirigió al pueblo ruso, y también habló en ruso. Fue un discurso que pasará a la historia y que merece ser leído ahora y mucho después de que este conflicto haya terminado. Porque no se limitó a defender a su pueblo, aunque lo hizo: “Muchos de vosotros tenéis familiares en Ucrania. Conocéis nuestro carácter, nuestros principios, lo que nos importa”. No se limitó a argumentar contra todas las guerras: “Las personas pierden a sus seres queridos y a sí mismas”. Exponía específicamente el principio que estaba en juego: “el derecho internacional, el derecho a determinar su propio futuro”.

Esta es, pues, la elección. ¿Queremos vivir en el mundo descrito por Volodímir Zelenski, donde los Estados democráticos están protegidos por un sistema internacional de normas, por muy defectuoso e incoherente que sea ese sistema? ¿O queremos vivir en el mundo de Putin, regido por la ley de la selva y donde la fuerza es la única razón?

¿De qué lado estás?

Creemos saber de qué lado estamos. Queremos estar con esos niños y niñas de ojos cansados, aferrados a sus libros de colorear mientras se acuestan en una estación de metro de Kiev. Nos decimos que estamos con ellos y en contra de Putin y su guerra de agresión.

¿Pero estamos a su lado? Porque la visión de Putin sobre el mundo era un secreto a voces. De hecho, la ha mostrado en al menos tres ocasiones en los últimos 15 años, y cada vez que lo ha hecho ha tenido que pagar un precio muy bajo por ello. Se apoderó de una parte de Georgia en 2008 y de otra de Ucrania en 2014, por no hablar de su decisión de hacer suya la guerra sangrienta del régimen de Asad contra el pueblo sirio un año después. Puede que lo hayamos olvidado, de hecho, el disidente ruso Garry Kasparov lamenta la “amnesia de Occidente”, pero Putin, no. Tomó nota de la tibia reacción de Occidente tras la anexión de Crimea. Sólo cuatro años después, Rusia se convirtió en flamante anfitrión de la Copa del Mundo de fútbol. No hemos reforzado el sistema de defensa de los ucranianos para que pudieran protegerse de este momento. No hubo una limpieza del dinero de los oligarcas de Londongrad (el nombre de una serie sobre oligarcas y supermodelos rusos que se emite en el canal de televisión ruso CTC). Putin entendió la señal: tenía vía libre.

¿Y qué nos proponemos hacer para detenerlo ahora, mientras invade a su vecino? Las últimas rondas de sanciones económicas resultan insuficientes. Moscú tiene aliados, China en primer lugar, que están dispuestos a suavizar el golpe. Pero incluso si las medidas fueran más fuertes, no hay garantía de que funcionen. Tanto Bashar al-Asad como el régimen de Teherán se han enfrentado a sanciones durante años; siguen en pie, y su comportamiento apenas ha cambiado.

El problema es evidente: A Putin no le importa que su pueblo sufra. Ha valorado el impacto que esta acción tendrá para sus amigos oligarcas, al igual que ha valorado la pérdida de vidas de soldados rusos. Para él vale la pena conquistar Ucrania, y eliminar el ejemplo de un vecino democrático que podría mostrar a los rusos que una vida diferente es posible.

Pero si enfrentarse a Putin desde el punto de vista económico es ineficaz, enfrentarse a él desde el punto de vista militar es apenas plausible o aceptable. El dictador ruso ha recordado a Occidente, por activa y por pasiva, que el suyo es un “poderoso Estado nuclear”. Los analistas afirman que Putin no ve la capacidad nuclear de Rusia como algo teórico: está absorbida en su estrategia militar. Nadie querría enfrentarse a un hombre así, sobre todo porque parece alejarse cada vez más de un comportamiento racional estable. Las opciones aparentemente más prudentes, como la imposición de una zona de exclusión aérea sobre Ucrania, se enfrentan a los mismos problemas: significaría que la OTAN estaría en guerra con Rusia.

Podemos esperar un golpe de palacio contra el zar. Podemos expresar nuestra solidaridad y admiración hacia los rusos que se manifiestan contra la guerra y que son lo suficientemente valientes como para salir a la calle, con la esperanza de que puedan derrocar al autócrata que está arruinando tantas vidas. Pero esto no son más que deseos. La perspectiva más sombría es que Putin reconozca un aspecto del siglo XXI que muy pocos estamos dispuestos a reconocer: que ésta es una era de impunidad, especialmente para quienes disponen de un vasto y mortífero arsenal, pero no tienen escrúpulos.

Eso es lo que está en juego en este momento. Pekín lo entiende: si Rusia puede tomar Ucrania, ¿por qué no puede China hacerse con Taiwán? Kseniia también lo entiende. Es la joven residente en Kiev que, tras una noche en una estación de metro, declaró a la BBC: “Somos como un escudo para Europa y para el mundo. Luchamos por la libertad del mundo”. Tiene razón, y sin embargo ella, y su país, están terriblemente solos.

Jonathan Freedland es columnista de The Guardian

Traducción de Emma Reverter.

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