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The Guardian en español

Los ricos depredadores de Davos nos han estafado

Aditya Chakrabortty

La siguiente metáfora es difícil de superar. Esta semana, algunas de las personas más ricas del planeta se han dado cita en la cima de una montaña nevada situada en el principal paraíso fiscal del mundo. Muchas de ellas pagarán grandes sumas de dinero para poder participar en este encuentro de tres días celebrado en Davos. Ser miembro del exclusivo club de Davos cuesta unos 130.000 euros. Durante su estancia, compartirán sus opiniones sobre los riesgos y las oportunidades de la situación económica mundial con los periodistas. Hablarán sobre la desigualdad de género y sobre la innovación tecnológica. Y su mensaje tendrá el impacto deseado, inmune a la turbulenta situación económica mundial.

Son nuestra élite económica y quieren que todos nosotros los observemos desde la planicie. Grandes pensadores, bienintencionados, muy trabajadores y defensores de la meritocracia. Y es así como justifican las gigantescas recompensas que obtienen: trabajamos duro, lo merecemos. El mensaje siguiente es más sutil pero sustenta todo el sistema: si trabajas duro, tú también lo conseguirás.

Esta promesa contrasta con las recientes conclusiones de Oxfam, que señala que las 62 principales fortunas acumulan más riqueza que la mitad de la población mundial, es decir, que 3.500 millones de personas.

Reflexionemos sobre esas cifras porque se trata probablemente de la comparación más grotesca de la actual situación económica mundial. Si analizamos la lista de los más ricos, sus nombres demuestran que la meritocracia es una gran mentira. Los hombres, las mujeres y los niños que forman parte de esta masa de 3.500 millones de personas no nacieron con el dinero que acumulan cinco miembros de la familia Walton, propietaria de Walmart, que está cifrada en 136.000 millones de euros. Tampoco se convertirán en un príncipe de Arabia Saudita, como el príncipe Alwaleed bin Talal, con una fortuna en torno a los 24.000 millones de euros.

Podría sacar a relucir muchos otros apellidos que perpetúan la mentira de que esta es la era del plutócrata hecho a sí mismo. Lo cierto es que las principales fortunas se han heredado. Si echamos un vistazo al escaparate de la gran chocolatería de Michele Ferrero, veremos que su viuda, Maria Franca Fissolo es a sus 98 años la quinta mujer más rica del planeta. Los vástagos de las dinastías Lidl y Aldi, y los tres hermanos Mars, tienen más de 73.000 millones de euros. No es necesario ser un bolchevique para llegar a la conclusión de que la mayoría de las personas más ricas del mundo son los beneficiarios de la lotería de la vida; nacieron en el momento adecuado y en la familia adecuada.

Entre 2009 y 2012 el 1% de los hogares estadounidenses más adinerados se quedó con 91 centavos por cada dólar extra que el país ganó. El 99% restante compartió los 9 centavos que sobraron

Esas grotescas cifras ponen en evidencia que algo más se ha ido al traste: a principios de esta década, 388 multimillonarios poseían la mitad del planeta. En 2011, esta cifra se había reducido a 117. El año pasado, ya solo eran 80. En otras palabras, tras cinco años de recesión, los más ricos no han hecho más que multiplicar su inmensa fortuna. Y esto no se debe al hecho de que la economía mundial está floreciendo, como saben todos los trabajadores a los que se les ha congelado la nómina y todas las familias que tienen menos ingresos que antes. Lo cierto es que sufrimos las consecuencias de las medidas de “goteo hacia arriba”, que propician que la clase trabajadora y la clase media entreguen su dinero a los más privilegiados.

Los ochenta fueron la década del “goteo hacia abajo”. Thatcher y Reagan promovieron los recortes fiscales para los más ricos, con la promesa de que todos los ciudadanos, con independencia de que habitaran en Easington, Port Talbot, Pittsburg o en Milwaukee, se beneficiarían de estos incentivos. En cambio, en los últimos cinco años se ha apostado por el “goteo hacia arriba” y los principales bancos centrales han lanzado políticas que a todas luces benefician a los más ricos. Desde 2009, en Estados Unidos y el Reino Unido se han destinado miles de millones de euros al Programa de Expansión Cuantitativa (QE) con el objetivo de hacer subir los precios de los activos. A nadie se le escapa que estos activos están en manos de los más ricos.

No resulta sorprendente que el Banco de Inglaterra reconociera que el 40% de los beneficios de su programa de QE, valorado en 487.280 millones de euros, fuera a un 5% de los hogares del país. Tampoco, que Stanley Druckenmiller, un administrador de fondos multimillonario, describiera al programa de QE como “la mayor redistribución de riqueza de la clase trabajadora y de la clase media a los más ricos de todos los tiempos”.

Las cifras confirman que Druckenmiller está en lo cierto. Según el economista de Berkeley Emmanuel Saez, entre 2009 y 2012 el 1% de los hogares estadounidenses más adinerados se quedó con 91 centavos por cada dólar extra que el país ganó. El 99% restante compartió los 9 centavos que sobraron.

Nosotros nos hemos convertido en su fuente de ingresos, mientras vacían nuestro estado del bienestar, congelan nuestros salarios e impiden que nuestros empleadores puedan invertir

Todo esto no pasó por descuido. Es el resultado de décadas de creciente desigualdad (el club de Davos se ha ido quedando con una tajada cada vez mayor de los beneficios del crecimiento económico). Hemos permitido que los más ricos nos hagan creer que lo que a ellos les interesa es bueno para la economía. Algunas medidas tan manifiestamente injustas como el programa de QE nunca se hubieran impulsado en un contexto económico más equitativo. El Reino Unido y Estados Unidos hubieran optado por realizar inversiones públicas e impulsar programas gubernamentales.

Esta desigualdad masiva ha permitido que el 1% tenga una influencia política sin precedentes. De hecho, las grandes fortunas prácticamente redactan las leyes fiscales, solo hace faltar recordar que el ministro de Economía británico George Osborne invitó a su despacho a los responsables de las principales empresas del país y les pidió consejo sobre una revisión del impuesto sobre sociedades. Los ricos se aseguran de que los paraísos fiscales son tratados con la indulgencia necesaria, para seguir escondiendo sus billones allí. Compran a los políticos, como los banqueros que financiaron la campaña del partido Conservador (en el Reino Unido) o los multimillonarios hermanos Koch, que utilizan su fortuna para influir en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. De hecho, los más ambiciosos incluso se pasan a la política. Pensemos no solo en Donald Trump sino también en el operador de bonos, convertido en magnate de los medios de comunicación y después en alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg.

El gran error que ha cometido la corriente principal de la derecha y de la izquierda, e incluso algunas ONG como Oxfam, es creer que los más ricos, que ahora acumulan una enorme fortuna, juegan siguiendo las mismas reglas que nosotros. No son “creadores de riqueza”, ni invierten en la sociedad ni nos proporcionan trabajos. Ni tampoco renunciarán a los paraísos fiscales. Esto no va a pasar, al menos por ahora. Un grupo muy reducido se ha beneficiado de los recortes masivos y de la permisibilidad de las leyes. Se han quedado con tanto dinero como ha sido posible y ahora tienen cientos de miles de millones. Mientras tanto, nosotros nos hemos convertido en su fuente de ingresos, mientras vacían nuestro estado del bienestar, congelan nuestros salarios e impiden que nuestros empleadores puedan invertir. Lamentablemente, esto no tiene ninguna importancia en Davos.

Traducción de: Emma Reverter

 

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