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The Guardian en español

¿Cómo es posible condenar a Trump y callarse ante la brutalidad de Reino Unido?

La primera ministra británica, Theresa May (i) saluda al primer ministro húngaro, Viktor Orbán (d) antes de su reunión en el número 10 de Downing Street, en Londres, Reino Unido, el 9 de noviembre de 2016.

Aditya Chakrabortty

En los últimos días, mientras arreciaban las condenas contra Donald Trump por arrancar a niños de los brazos de sus padres inmigrantes, mis pensamientos se volvieron hacia un niño pequeño y asustado que vive mucho más cerca de casa. Ocho mil kilómetros separan la frontera de Texas con México de Folkestone, en Kent, donde Bashir Khan Ahmadzai duerme en una cama para niños bajo un calendario de hace dos años. Su situación no atraerá a presentadores de televisión ni será inmortalizada por un fotógrafo de Getty. Sin embargo, cuanto más pienso en su historia, más me preocupan él y lo que su caso revela sobre nuestra política y nuestros medios de comunicación.

Gritar contra el bárbaro de la Casa Blanca, denunciar al matón del viceprimer ministro italiano Matteo Salvini, o estremecerse ante el presidente húngaro, Viktor Orbán: todo eso es muy fácil de hacer para expertos y políticos decentes. Y está bien que así sea, porque cada uno de estos hombres normaliza una crueldad racista. Pero si se detienen ahí estarán jugando a la pantomima liberal. Lo más difícil, pero igual de crucial, es apartar los ojos de las pantallas de televisión y los titulares para detectar signos de esa misma crueldad racista y cotidiana en casa, en nuestro sistema político y en un caso como el de Ahmadzai.

“Vulnerable”. Ese es el término que todos usan para referirse a Ahmadzai. Sus amigos lo dicen. La gente que trabaja con él lo dice. Incluso los severos jueces lo usan una y otra vez. Cuando lo conoces, como me pasó a mí la semana pasada, entiendes por qué. Es pura piel y huesos y unos grandes ojos marrones. En cada oído lleva un audífono del que se escucha un ruido de electricidad estática. Las autoridades lo tienen clasificado como de 21 años, pero parece una exageración. “Es como un niño, yo me encargo de que esté bien”, dice su compañero en la casa, Khalil Niazi.

Ahmadzai llegó a Gran Bretaña de niño, hace casi seis años. Venía de una provincia de Afganistán y su padre, un policía, acababa de ser asesinado por los talibanes. Luego vinieron a buscarlo, recuerda, y su madre lo envió fuera del país. A su llegada a Gran Bretaña, el niño solicitó asilo, pero por algún motivo registraron que tenía abuelos en Kabul que podrían cuidar de él.

Ahmadzai niega haber dicho tal cosa. Niazi cree que el intérprete simplemente no lo entendió: “Ni siquiera mis otros amigos afganos pueden entender lo que dice”. He visto los documentos del tribunal y confirman que tiene “dificultades graves en el habla, el lenguaje y la comunicación”.

Pero esa anotación sobre unos parientes en Kabul le ha perseguido durante todo el proceso y ha contribuido a asegurar que no le dieran asilo, sino un permiso temporal para quedarse en Reino Unido mientras fuera menor. Ahora se supone que es adulto y tiene que presentarse periódicamente en el centro de inmigración Lunar House de Croydon, a las afueras de Londres.

En mayo, Ahmadzai fue a firmar como de costumbre. Debería haber sido cosa de un momento pero el funcionario le pidió que se quedara un rato, que luego se convirtió en unas horas y que luego se transformó en su traslado a Brook House, el centro de poca altura en las inmediaciones del aeropuerto de Gatwick donde el Gobierno suele enviar a los afganos y a otros inmigrantes antes de forzarlos a subirse a un avión que se los lleve del país.

Le encerraron en una pequeña celda: un inodoro, una cama, una pequeña ventana por la que no se podía salir y una mirilla para que los funcionarios miraran hacia dentro. Ahmadzai escuchaba gritos y el motor de los aviones y no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Los funcionarios no respondían cuando él les decía que no estaba bien, que tenía problemas de salud y que se sentía débil por ayunar en Ramadán. Lo que sí le decían, de una forma brusca y grosera, era: “Vamos a deportarte”. Lo hicieron tan a menudo que casi se convirtió en un canto: “Vamos a deportarte, vamos a deportarte, vamos a deportarte”.

Afganistán, según una guía del propio Ministerio del Interior, es “el segundo país menos pacífico del mundo, después de Siria”. En cada uno de los últimos cinco años, más de 10.000 civiles han muerto o resultado heridos por bombas colocadas al borde de las carreteras o por ataques suicidas, entre otras formas de violencia armada. El Gobierno británico nos advierte de que no debemos viajar a ese país, pero no tiene problemas en enviar allí a un joven que los tribunales han descrito como “dependiente de otros para su bienestar”.

Me pregunto cómo se las habría arreglado Ahmadzai en Kabul. Ni siquiera en Folkestone, dice, puede salir de casa por la noche porque unas bandas de jóvenes le golpean. Luego se imagina la vida en un país tan destrozado como Afganistán, 17 años después de una guerra iniciada por Gran Bretaña, Estados Unidos y otros aliados. Su familia vive en la provincia nororiental de Baghlan, donde los talibanes están tomando ciudades constantemente. Ahmadzai ni siquiera sabe su dirección.

Su amigo Niazi me traduce esto y luego me dice en voz baja, incluso en inglés (sabe que Ahmadzai no puede entenderlo): “Creo que en Kabul moriría”. Sabiendo lo que sabemos sobre Afganistán, no me suena a exageración.

Sin embargo, nuestro Gobierno estaba dispuesto a hacerle correr ese riesgo a un joven muy vulnerable. El Ministerio del Interior no respondió a mis preguntas sobre el caso, pero dijo: “Nos tomamos muy en serio las responsabilidades en materia de salud y bienestar y estamos trabajando en estrecha colaboración con nuestros socios para garantizar que el señor Ahmadzai reciba la ayuda que necesita”.

El Consejo del Condado de Kent es uno de esos “socios” y, según tengo entendido, no sabía que Ahmadzai fuera a ser detenido. Su trabajador social escribió una solicitud pidiendo por la seguridad de Ahmadzai (el Consejo no dio una respuesta oficial).

Ahmadzai no pudo dormir en Brook House. Llamaba una y otra vez a su amigo y cuidador Niazi: ¿qué iba a pasar? ¿Qué iba a hacer? “Me decía una y otra vez que tenía miedo”, cuenta Niazi. Más tarde, cuatro días después, le dejaron ir con la misma rapidez con la que se lo habían llevado.

Su historia es dramática pero, de una forma preocupante, también común entre los afganos. Según el abogado de inmigración Colin Yeo, el Ministerio del Interior suele detener a cientos de afganos cada año para luego liberar a tres de cada cuatro. Es un tipo de apuesta oportunista que juega con las vidas de personas: traerlas, golpearlas y luego mirar a ver si se pueden arrastrar hasta el asiento de un avión donde dejarán de ser un problema. Y si eso no funciona, por lo menos se llevan un buen susto. Lo mismo que hacen los guardias fronterizos de El Paso.

El Estado británico contribuyó a crear el caos en Afganistán que obligó a Ahmadzai a huir. Ahora le está castigando por escapar de ese caos. Según Sue Clayton, profesora en Goldsmiths, University of London, el Ministerio de Interior lleva desde el inicio de los 2000 reuniendo a afganos para arrastrarlos a “vuelos fantasma” que despegaban en plena noche desde las terminales de carga de los aeropuertos. La práctica sólo se detuvo en 2015, y por las enormes protestas que hubo en contra de ella.

Sucedió bajo la dirección de Tony Blair, Gordon Brown y David Cameron. Theresa May fue la responsable de Interior que pidió la expulsión de Gran Bretaña de gente como Ahmadzai. Si bien no estamos hablando de insensibles políticos extremistas, usaron las mismas tácticas que ellos y apuntaron contra las mismas personas sin avergonzarse. Incluso la cobertura mediática es similar.

Cuando la comentarista estadounidense Ann Coulter, conservadora, dice que los bebés que lloran en la frontera de Texas son “niños actores”, sólo está dando un paso más grande y audaz que el iniciado por nuestros periódicos y diputados conservadores cuando decían que los niños refugiados huyendo de Calais eran adultos disfrazados.

Hay una sensación de comodidad fácil en ese sacudir el puño ante el monstruo extranjero que sale en el plasma y no fijarse en la monstruosidad que se está cometiendo aquí mismo. Una delgada línea separa la hipocresía de la indignación justificada. La cruzamos cuando no examinamos los ultrajes que se perpetran en nuestro nombre.

Creer que esta época en la que humillamos y deshumanizamos al otro por su país de nacimiento sólo tiene que ver con el voto por el Brexit (la arrastramos desde 2016 hasta la década de los treinta) es apostar por una interpretación de la historia equivocada y por políticas erradas. Marchar contra Trump y no hacer nada cuando la extrema derecha suma decenas de miles de apoyos para Tommy Robinson es el tipo de ceguera de autosatisfacción que ve la amenaza en lugares lejanos, pero se pierde la que está justo delante de sus narices.

Niazi sabe de la nueva política de inmigración de Trump. “Lo que está pasando allí es horrible, me hace enfadar”, afirma. “Pero mira cómo trata el Gobierno a Bashir [Ahmadzai], no están teniendo ninguna compasión con él”. Este miércoles, Ahmadzai ha vuelto a tener que registrarse en el centro de inmigración Lunar House.

Traducido por Francisco de Zárate

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