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Las torturas de la guerra de Malvinas irán a la justicia internacional

Un excombatiente de la Guerra de Malvinas visita las cruces del cenotafio, réplica del cementerio de Darwin, Malvinas, inaugurado en 2012 en Pilar (Buenos Aires) al cumplirse 30 años de la guerra. /EFE

Natalia Chientaroli

Era mayo de 1982. Hace 30 años Rubén Darío Gleriano tenía 18, y junto a otros miles de jóvenes que estaban haciendo el servicio militar cuando el gobierno de facto argentino decidió el desembarco en las Islas Malvinas acabó sin quererlo en ese archipiélago austral combatiendo en una guerra sobrevenida e improvisada por la dictadura. En los 73 días que duró, 649 argentinos se dejaron la vida, 1.082 resultaron heridos y muchos más sufrieron el frío y el hambre.

Como Gleriano, que llevaba dos días sin probar bocado cuando decidió salir a buscar comida. Pero al volver fue descubierto, y como castigo el cabo Pedro Valentín Pierri  lo mandó a 'estaquear'. Fue atado de pies y manos en el suelo boca arriba y a la intemperie, con los ojos cubiertos. Permaneció así, oyendo las bombas caer en los alrededores, hasta la medianoche, cuando dos compañeros lo desataron. Se había desmayado de frío.

El de Gleriano es uno de los casos que los excombatientes de Malvinas llevarán a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, paso previo a pedir que sea la Corte Internacional de Derechos Humanos la que juzgue lo sucedido. Las instancias judiciales en Argentina se han agotado. Hace unos días la Corte Suprema se desentendió de la causa iniciada en 2007 al considerar que no se trata de delitos de lesa humanidad y que, por lo tanto, han prescrito. 

Muertos (literalmente) de hambre

En el expediente que rechazó el máximo tribunal argentino hay un centenar de denuncias contra oficiales de las Fuerzas Armadas: estaqueamientos, asesinatos por parte de jefes militares y muertes por hambre. Como en el caso de Remigio Fernández, Juan Quintana, Higinio Segovia y Secundino Riquelme, que fallecieron a causa de la “desidia e inacción” de los mandos del ejército, tal y como sostiene el escrito. En él tres testigos relatan, por ejemplo, cómo Fernández estaba visiblemente desnutrido, y quien era el Jefe de la sección en ese momento conocía bien su estado. Finalmente, el soldado fue trasladado a la enfermería “cuando ya era tarde”.

El escrito incluye acusaciones de homicidio, como el de Rito Portillo, relatado por tres compañeros: Germán Navarro, Mario Pacheco y Marcos Omar Ojeda. Ellos relatan cómo durante un bombardeo un cabo a cargo del Batallón Antiaéreo en Puerto Argentino le tiró a Portillo una ráfaga de metralla. “Cuando cayó siguió tirando”, aseguran. Ya de vuelta en el continente, Navarro relató lo sucedido ante el Servicio de Inteligencia Naval, pero como única respuesta consiguió una recomendación: que no hablara de lo que había vivido en las islas. Pocos días después, según su relato, sus jefes le acercaron una declaración a favor de aquel cabo que había disparado a Portillo para que la firmara. Al principio se negó, pero lo amenazaron con ser sometido al Consejo de Guerra.

En los dos meses que duró el conflicto armado los argentinos no supieron lo que estaba pasando en las islas. Hasta el día de la capitulación la prensa repetía un incesante “Vamos ganando”, y reproducía declaraciones del Gobierno militar en las que se afirmaba que los soldados “comían mejor que en sus casas”, ilustradas con fotos de jóvenes uniformados devorando sonrientes las tabletas de chocolate que la población donaba para ellos. Las imágenes de los bombardeos, del frío –la temperatura media en el archipiélago es de 8 grados en verano– y de los muertos desaparecían en manos de la censura. Ni siquiera tras la derrota y la llegada de la democracia las desgracias vividas allí se convirtieron en un tema de repercusión nacional. De hecho, las denuncias que ahora serán elevadas a organismos internacionales fueron realizadas en 2007, 25 años después de acabar la guerra.

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