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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Guerra de guerrillas contra Blackstone en Torrejón

Carteles de protesta contra Fidere, filial de Blackstone.

Víctor Honorato

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José Domingo Moreno conduce despacio por las amplias avenidas de Soto del Henares, el ensanche ‘bien’ de Torrejón de Ardoz, proyectado hace algo más de una década para acoger a 20.000 nuevos madrileños. “Ese bloque de ahí es de Vivenio, el fondo holandés”, dice señalando una urbanización. Avanza 200 metros. “Ese de ahí es de Azora, que en realidad es Goldman Sachs”, indica. Pone el intermitente, gira, acelera suavemente, pasa delante del colegio concertado, murmurando sobre las contribuciones voluntarias que en realidad no lo son y, al rato, aparca frente a su bloque, su hogar, donde vive alquilado desde 2015. Tanto a él como a decenas de sus vecinos estuvieron a punto de echarlos, pero hoy están a salvo. José sonríe, resopla, recuerda: “Fue una guerra de guerrillas”. 

Por los avatares de la vida, José, de 48 años, casado y con una hija, trabajador del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, se ha convertido en un experto en la propiedad del suelo. Su familia es una de las 84 de Carabanchel, Vallecas, Tres Cantos, Móstoles, Colmenar Viejo y Torrejón que consiguieron obligar a negociar a Fidere, uno de esos vehículos financieros que desde la crisis del ladrillo fueron aterrizando en España para hacer caja con las rebajas en el sector. Tras dos años de movilizaciones vecinales, el apoyo del Sindicato de Inquilinas y una acción colectiva por nulidad de las condiciones contractuales, Fidere, que pertenece al fondo Blackstone, se avino a negociar unos alquileres decentes, tras haber intentado durante dos años subirles la renta entre un 60% y un 100%, unilateralmente y entre amenazas de desahucios expeditivos. A quien pagaba 450 euros por un piso de dos dormitorios se lo subían a 900. A Moreno, que abonaba 750 por cuatro habitaciones, le pedían 1.200. 

En Torrejón la cuestión era especialmente sangrante por el origen de los pisos. Soto del Henares no se proyectó como una barriada de casas humildes. Al contrario, aquí se apostaba por el concepto “premium”. El atractivo anunciado era que uno se alejaba un poquito de Madrid, pero ganaba en calidad de vida. Más dormitorios, mejores materiales, avenidas espaciosas, servicios, estación de Cercanías. El PP de Esperanza Aguirre, campeón de la colaboración público privada, se encargó de ceder suelo público a las constructoras, a cambio de una cuota de vivienda social. En los sorteos para la adjudicación de los pisos, la entonces presidenta de la Comunidad sonreía y servía champán a los agraciados. Eran viviendas en alquiler público con opción a compra. Ser menor de 35 y aspirar a propietario no era un sueño, se proclamaba. 

Fue un espejismo. La crisis estalló y empezaron los saldos, a espaldas de los inquilinos. Fidere se hizo con un buen paquete de viviendas de la Comunidad de Madrid. Mantuvo los precios públicos hasta que acabó el plazo contractual. Después llegaron los sablazos, la incomprensión, el miedo. Manuel, de 37 años, es uno de los supervivientes que resistió y llegó hasta el final. Aunque ahora no se le borra la sonrisa, recuerda los malos momentos. “En las primeras reuniones había gente que lloraba, se derrumbaba”, cuenta.

La lucha creó la comunidad

En Soto del Henares no había reuniones de vecinos ni vida comunal más allá de los esporádicos encuentros con los niños en el parque. “Los tres primeros años no conocía a nadie”, rememora Moreno. Pero la amenaza de expulsión fue un revulsivo que vertebró al colectivo. Aparecieron las primeras pancartas, confeccionadas por Toñi, una de las pocas inquilinas jubiladas en una urbanización de gente joven. Las paredes de la comunidad eran empapeladas continuamente con mensajes críticos con Fidere. Aunque no todos ayudaban. “Yo es que trabajo en la base [militar de Torrejón]”, se justificaba alguno. 

Había quien hasta llamaba a la policía contra los alborotadores. Otros renunciaban y se marchaban, incapaces de aguantar económicamente el tirón. Y menos desde que la COVID puso en peligro muchos puestos de trabajo. Cerca de la mitad acabaron rindiéndose. “Estábamos atrapados, porque al subir tanto los precios generaron una burbuja. Los sacaban en alquiler a cuentagotas, y el particular que tenía un pisito, al verlo, también lo subía”, rememora Moreno.

En la victoria fue fundamental el papel del Sindicato de Inquilinas. “De pensar lo que hicieron se me pone la piel de gallina”, cuenta el hombre, que cita a portavoces, activistas, juristas, entre ellos Alejandra Jacinto, la diputada madrileña de Unidas Podemos a quien la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, calificó recientemente de “abogada fracasada” en sede parlamentaria. La idea de una acción de nulidad por las condiciones contractuales abusivas partió del sindicato, precisamente. 

El vigilante de seguridad y el relator de la ONU

También ayudó el apoyo en bloque de la corporación municipal. El muy popular alcalde de Torrejón, Ignacio Vázquez (PP), remoloneó un poco al principio, pero se acabó sumando a la causa, hasta el punto de acudir al parlamento regional a reclamar soluciones. El mismo relator de la ONU sobre la extrema pobreza, Philip Alston, apareció un día de febrero de 2020 por Soto del Henares y empezó a sacar fotos del bloque. El vigilante de seguridad, combativo, de entrada, reculó cuando la escolta del diplomático le dijo que el intruso era un invitado de Estado. 

Moreno está convencido de que la victoria contra Blackstone es un ejemplo de que la movilización es útil, así que ahora acude allá donde lo llamen para dar testimonio. Hace unos días estuvo en Aranjuez, para animar a otros vecinos en una situación similar. A quienes le preguntan, les insiste en que sí se puede, en que no desfallezcan. Cae el sol de noviembre, empieza a hacer frío, José sintetiza: “Nos liamos la manta a la cabeza. Fue un esfuerzo titánico, pero queríamos luchar, porque era injusto”.

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