De palacio histórico a amenaza de ruina: el Ayuntamiento de Madrid acude al juzgado para desalojar de un edificio protegido a 250 personas sin alternativas
El agente de policía resopla y empieza a subir las escaleras del edificio. Se las conoce bien. “Por lo menos venimos unas siete u ocho veces por semana”, dice, camino de la última planta, recordando revuelos recientes. Arriba está ya una funcionaria municipal escoltada por más policías, que va llamando a las puertas de los pisos para levantar acta, una a una. El Ayuntamiento de Madrid es el propietario y quiere desalojar, pero con cinco pisos y unas 250 personas dentro (210 adultos y 40 niños), el procedimiento para vaciar el inmueble de las Calle Luna, 32 de Malasaña, antiguo palacio de la Infanta Carlota, obra de arquitectura neoclásica del siglo XVIII a cargo de Juan de Villanueva, va camino del juzgado. Los vecinos no se niegan a irse, pero quieren que se les garantiza una alternativa que no acaba de llegar.
El bloque es de propiedad municipal desde 2005, cuando lo expropió el gobierno de Alberto Ruiz-Gallardón. En los años anteriores lo había adquirido la agencia Cintia Real, vinculada al empresario iraní Teafi Alí, que lo dedicó al alquiler, pero descuidó el mantenimiento y retiró los elementos ornamentales, como unos leones pasantes a los flancos de la escalera, o unos frescos de estilo pompeyano, para dejar el inmueble en la cáscara. El proceso expropiatorio llevó años y supuso el abono final de más de 10 millones de euros.
“Llevo aquí 70 años y me parece a mí que tendré unos derechos”, esgrime Julia Lucas, hija de los difuntos conserjes del edificio. “Mi madre murió con 96 años en la portería”, señala. Julia pagaba el alquiler a la inmobiliaria, pero cuando el ayuntamiento se hizo con las llaves avisó de que ya no hacía falta abonar renta, con lo que, técnicamente, todo el mundo es aquí un okupa. “Yo no me niego a pagar nada, allá ellos”, explica la mujer, a quien los servicios sociales ofrecen una plaza en una residencia de ancianos. Ella lo que quiere es una “vivienda digna”.
Los casos de los vecinos son variopintos. A los pies de la escalera están a eso de las 9.00 Lady y Ámbar, que ven a los agentes subir. Lady tiene dos hijos y lleva cinco años aquí. Ámbar, con tres vástagos, llegó hace 15. Tenía contrato con la inmobiliaria, hoy papel mojado. Ainhoa, embarazada, subarrendó una habitación hace seis años. “Luego me enteré de que eran okupas y dejé de pagar”, alega. Su tío se acerca al mar de periodistas, cámaras y fotógrafos que aparecieron por la mañana para intentar enterarse de si verdaderamente pueden echarlos hoy. Se queda más tranquilo cuando le dicen que solo se está notificando. Algunas viviendas están en mal estado, pero no la de Soraya Endara, originaria de Ecuador, que vive con su hijo y su perro. Tiene 52 años y lleva tres en el piso, que muestra a los periodistas para demostrar que es bien habitable.
Con el paso de los minutos cunde la noticia de que lo de hoy es solo un trámite y los residentes que se asomaban por las ventanas del patio interior con cara de preocupación se van apartando. La tensión se relaja e incluso los activistas antidesahucios que esperan en el exterior se muestran bastante tranquilos, con cánticos de apoyo cada vez más esporádicos. Dentro sigue Alberto Terreros, inquilino del último piso de la última planta, y como tal, el primero que recibió la notificación municipal. Tiene 62 años y un hijo de 29, es electricista y está en el paro. Sobrevive haciendo chapuzas, y aún no le han contestado tras pedir el Ingreso Mínimo Vital, por lo que no tiene rentas regulares. Le ofrecen tres meses en un piso compartido, prorrogables otros tres, pero tras 11 años viviendo aquí, calcula que no tiene dinero para pagar el transporte de sus cosas dos veces. “Es la pescadilla que se muerde la cola”, apunta respecto a los trámites administrativos para pedir ayudas, que requieren contratos de alquiler o trabajo formal. Recuerda que algunos de los inquilinos originales recibieron indemnizaciones y fueron realojados hace años, pero él no cumplía los requisitos.
“Aquí hay un problema social muy grave. El ayuntamiento pretende, en medio de la pandemia, desalojar este edificio sin dar una solución habitacional en condiciones”, explica en la entrada Jordi Gordon, portavoz de SOS Malasaña. “Lo único que se ha ofrecido, a través de los servicios sociales y verbalmente, porque no se lo han querido dar por escrito, es compartir una habitación o un piso durante un mes y como máximo tres. Mucha de la gente son familias en situación vulnerable, que trabajan en la economía irregular, en la hostelería, la limpieza o cuidando personas mayores, que se han quedado sin trabajo”, añade. Lamenta que el ayuntamiento sea “implacable” y reclama que elabore “un plan para realojar a todas estas personas y buscar alquileres sociales”. También, que se garantice que el edificio mantenga el uso dotacional. “Ya nos pasó en Malasaña, que el palacio de la calle Corredera se dejó deteriorar y se vendió al mejor postor y ahora son unos bonitos apartamentos en manos de una empresa privada”, advierte.
Desde el consistorio oponen que se ha seguido “muy de cerca” la situación para evitar desamparo alguno, informa Sofía Pérez Mendoza. Indican que han detectado 32 hogares en situación de vulnerabilidad, según criterios como la presencia de menores o de dependientes y el nivel de ingresos, a los que se han ofrecido esos alojamientos de emergencia que los habitantes rechazan. El ayuntamiento dice que esto no excluye que se pueda dar otro tipo de atención a otros vecinos y recuerda que hace ya un año empezaron los trámites de desahucio. El acta que le entregaron a Julia Lucas reza que el desalojo se insta “para destinar el edificio al fin público”. El proceso puede extenderse varios meses. Alberto Terreros, el vecino del quinto, asegura que se inspirará en la canción de la cuarentena: “Resistiré”.
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