Robots e IA: dos exposiciones educativas para ver juntas y en familia
Aunque ustedes no lo sepan, la mayoría de las críticas a exposiciones que leen en este periódico son fruto de visitas matinales hechas en días de diario, momentos en los que las salas acostumbran a estar medio vacías y en silencio. Supongo que, inevitablemente, el clima tiene que influir en la percepción de quien esto escribe. Como excepción, el pasado viernes 2 de noviembre, día no lectivo, acudí con mis hijos a visitar dos exposiciones en Espacio Fundación Telefónica muy relacionadas entre sí, hasta el punto de que J. (8 años) y D. (4 años) siguen pensando que vieron una sola. Hablo de Nosotros, robots y Más allá de 2001: odiseas de la inteligencia. Sobre robótica e inteligencia artificial, en dos plantas correlativas. No me atrevo a llevarles la contraria: conviene verlas juntas o, al menos, yo voy a criticarlas como una unidad y desde la perspectiva de una visita familiar.
Nosotros, robots es una reflexión por acumulación. Me explico, hay muchos robots (industriales, cinematográficos, prototipos y hasta el roomba) organizados en torno a ejes temáticos: el origen de los robots y sus antepasados, sus componentes y tipologías, sus usos y funciones, las emociones implícitas en su relación con los humanos, y la fascinación que ejercen desde hace siglos en el ámbito de la creación artística y literaria.
Los robots gustarán a los niños y a sus padres, que probablemente no tendrán que explicar a estas alturas quienes son R2D2 o C3PO, convenientemente replicados, pero que a lo mejor se descubren contándoles quiénes son Johny 5 o Terminator. Pero lo realmente interesante de la muestra es que, al menos en mi caso y el de otras familias cuyas conversaciones, sí, cotilleé, la abundancia de artefactos no oculta el relato y suscita numerosas preguntas de los niños. Es educativa.
J., tras observar la evolución de los hombres máquina inanimados –papá les lee la historia mitológica de Talos, el hombre de bronce con sangre de plomo y se hacen una foto con el prototipo de poleas de Leonardo Da Vinci– dice, “entonces, ¿qué es un robot?. ¿Lo es mi muñeca que mueve los brazos y habla?” La pregunta parecía sencilla, pero, al fondo de la sala una gran proyección envolvente muestra una serie de humanoides japoneses hiperrealistas, cuyos gestos demuestran emociones humanas. Entonces, D. se pregunta en alto, “¿por qué queremos que los robots tengan emociones?” Y J., acaso perfeccionando su anterior duda, me dice, “si no los diferenciamos de humanos, ¿son robots o personas?” Chúpate esas Asimov. Al final de la visita, llena de fascinación e interrogantes, J. me dirá, “ojalá no lleguen a dominar el mundo”.
Lo cierto es que a ojos de un adulto a la exposición le falta un poco de movimiento. Son pocos los robots que podemos ver en funcionamiento e, incluso, demasiados los que ni siquiera nos muestran su actividad a través de una tablet situada a su lado, ingeniosa y eficaz solución expositiva que podría haberse extendido a todas las piezas.
No faltan en la exposición las inserciones de la robótica con la cultura, marca de la casa del Espacio Fundación Telefónica, a través de juguetes, libros, películas…pero en esta ocasión la representación cultural es más bien anecdótica y se imponen los robots. Seguramente, está bien así.
Si consigues arrancar a los niños de los brazos metálicos de sus amigos los robots, puedes subir una planta y ver con ellos Más allá de 2001: odiseas de la inteligencia, que utiliza la película de Kubrick como enganche para hablarnos de las inteligencias humana y artificial.
El comienzo de la exposición es una gran proyección de la escena inicial de 2001, la de los monos con la mayor elipsis narrativa de la historia. A pesar de lo obviamente superados que están los efectos especiales, las imágenes atraparon a D., al que tuve que arrancar de delante de la pantalla tras la sexta vez de éxtasis ante el bucle, y horrorizaron por su violencia a J. 1968-2018, estás en forma Stanley.
La exposición de esta planta es más modesta que la anterior en cuanto a dimensiones y, sin embargo, cuenta con más pirotecnia para los niños: un interactivo en el que podemos grabarnos y aparecer en otra sala como hologramas y un robot capaz de dibujarnos (funciona a determinadas horas y es necesario apuntarse para ser su modelo). Uno duda de que el ordenador pueda aprender nada útil de los movimientos conscientemente absurdos que desplegamos J. D y yo, pero fue divertido.
A los ojos de un adulto resultan también interesantes piezas como el Ajedrecista (1912), de Leonardo Torres Quevedo, primera máquina analítica del mundo de carácter autónomo y funcional con tecnología electromecánica; el cuadro fruto del proyecto The Next Rembrandt (una obra nueva al estilo del pintor hecho por una inteligencia artificial), o la música compuesta por ordenadores que aprenden. Enhorabuena The Beatles, las canciones compuestas por máquinas que plagian vuestro estilo siguen haciendo bailar a los niños menores de diez años, como antes lo hicieron los temas copiados por humanos.
Se trata, en suma, de dos exposiciones vistosas que gustarán a mayores y pequeños, con una alta concentración de frikis de la tecnología encantadores entre la concurrencia y que ofrece a los padres una buena ocasión para aprender de los niños con algunas de las preguntas a las que la humanidad trata de encontrar respuesta.
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