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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

El cambio de escudo del Atleti, el odio al fútbol moderno y la falta de suelo social del deporte profesional

El último diseño del escudo del equipo dejará de ser oficial el 1 de julio de 2024

Luis de la Cruz

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Por una vez, la primera serpiente de verano en el Planeta Fútbol no fue de fichajes-culebrón, clubes Estado, el Real Madrid o El Barcelona. Por una vez, fue de la afición de un equipo y no de jugadores o de sus rectores. Tras años de bregar por ello, la afición del Atlético de Madrid consiguió vencer las reticencias del equipo a que se celebrara un referéndum que decidiera acerca de la vuelta al anterior escudo o la permanencia del actual, muy contestado desde el principio por amplias capas de atléticos.

La modificación del escudo y el traslado al Metropolitano se anunciaron a la vez en diciembre de 2016. Destinos unidos que no son casuales. La temporada 2017-2018 comenzó ya con el nuevo escudo, que no tardó en ser tildado de logotipo y en levantar ampollas por asuntos de diseño como invertir el orden de la osa y el madroño del escudo de la ciudad. Todos los cambios cuestan, no hay rediseño que no se lleve un buen rapapolvo, pero en la mayoría de los casos no pasa de ser una pataleta pronto olvidada. Pero no fue el caso.

La Unión Internacional de Peñas del Atlético de Madrid ya puso sobre la mesa en 2018 la necesidad de consultar a los socios sobre el escudo y el asunto del escudo, lejos de diluirse, fue creciendo en apoyo y carga simbólica de manera muy transversal entre la afición. En los puestos de fuera del estadio se venden bufandas con el nuevo escudo. En el interior del estadio, ondean las que tienen el de siempre (con origen en 1947).

Para una afición que se caracteriza por bajar a comprar el pan con la camiseta del equipo la mañana después de perder dramáticamente contra su enemigo histórico una final de la Liga de Campeones, la necesidad de poder identificarse con el escudo en su maltratado pecho es condición de posibilidad. Lo ilustran bien las palabras del comunicado de la Unión Internacional de Peñas del Atlético de Madrid:

“Sin sentimientos no hay afición y sin afición no hay fútbol. Los aficionados son los dueños –de manera exclusiva e intransferible– del sentimiento, y por tanto, de los valores que dan sentido y carta de naturaleza a la existencia de los clubes y del propio fútbol.

El escudo de un club es el símbolo que más y mejor representa esos valores, y cambiarlo sin consultar previamente a los legítimos tenedores del sentimiento supondrá siempre un error. Y eso es así aún en el caso de que los clubes sean Sociedades Anónimas Deportivas.“

El Atlético de Madrid creó en 2022 la Comisión Social, un órgano consultivo formado por representantes de diversos colectivos y aficionados del Atlético de Madrid cuyo primer gran caballo de batalla ha sido precisamente, el escudo (amén de otros asuntos como los actos por los 120 años del club).

En su última reunión, el 22 de junio, se decidió llevar a cabo el referéndum no vinculante (el club trató de disuadir a los miembros de la comisión con un informe de impacto económico). La votación online se vivió en medio de una intensa campaña a favor del viejo escudo, cibernética y con pegadas de carteles de los de verdad por parte de los atléticos más activos. A la campaña no tardaron en sumarse jugadores actuales de los equipos masculino y femenino (también los pesos pesados o el propio Simeone) y leyendas del club, que publicaron en sus perfiles sociales imágenes con #ElEscudoDeTodos. La votación transcurrió también con el mosqueo que provocó el comprobar que las abstenciones se computaran como votos a favor de mantener el nuevo escudo.

 Pero lo más impresionante fue la participación. Durante los dos días en que la elección estuvo abierta, 61.021 socios votaron en la misma a favor de volver al escudo anterior (un 44% del total de socios). Más gente de la que cabía en el viejo Calderón sin apenas tiempo para preparar la votación.  El Consejero Delegado del Club, en una carta abierta, prometió que el siguiente referéndum se celebraría pronto y sería vinculante.

Y vaya si fue pronto. El 30 de junio ya se había llevado a cabo y el Atlético de Madrid anunció lo siguiente: “Una vez finalizada la votación vinculante en la que han participado 77.690 socios, el club cambiará su escudo a partir del 1 de julio de 2024.”

Basta darse un paso por twitter Atleti para comprobar la euforia ante lo que se considera, en general, un triunfo inapelable de la afición. Uno que viene a hacer olvidar el mal ambiente creado durante la primera mitad de temporada en el estadio –cuando venían mal dadas deportivamente–, acrecentado por una efímera huelga de animación promovida por el Frente Atletico, precisamente para empujar a favor del referéndum, que no fue compartida por la mayoría de la afición.

Odio al fútbol moderno y el hilo rojiblanco de la identidad atlética

Curiosamente, el 30 de junio de 1992, el día que la afición atlética se cobraba su victoria frente a los rectores de la Sociedad Anónima Deportiva, hacía 31 años que el Atleti había dejado de ser un club (la justicia tildó de apropiación indebida la operación en que los Gil se hicieron con la casi totalidad de las acciones años después, cuando el delito había prescrito). La coincidencia de fechas recoge una de las querellas que se ha abierto en la grada atlética en los últimos años. Sin oposición significativa a las riendas del club más allá de las sucesivas inyecciones de capital extranjeras, los Gil-Cerezo sí han sido constantemente señalados por ello por la asociación Señales de humo y otras instancias de la afición.

El escudo, y otros asuntos aledaños como la camiseta de rayas borrachas de la pasada temporada, se convirtió en un aglutinador de contestación –acaso un poco naif e insuficiente– a los rectores de la empresa, pero, sobre todo, en faro del rechazo a la deriva mercantilizada que tan bien recoge el popular dicho odio al fútbol moderno.

En algunas ocasiones se ha acusado injustamente a Simeone de que su modelo testosterónico es perfecto caldo de cultivo para la permanencia de los nazis del Frente Atlético en el fondo del estadio, pero lo cierto que, coincidiendo con el Nunca dejes de creer de la década cholista, el debate público alrededor de su identidad atlética (siempre antimadridista, por descontado) no ha parado de crecer en diversidad y riqueza. Con una pléyade de podcasts sobre el equipo, asociaciones de barniz progresista como Los 50, la construcción de un Atleti que adora a Almudena Grandes, peñas LGTBI, hinchadas de nuevo cuño como Las Colchoneras y festivales culturales en el Metropolitano.

El modelo cholista ha alimentado también, pues, un atletismo ilustrado que crea identidad alrededor de siluetas un tanto macarras como los Panadero Díaz o Arteche –primer gran opositor mediático de los Gil en las entrañas del club, por cierto–. Una transversalidad interesante a la que solo le falta conseguir plantar cara decididamente a la lacra neonazi que sigue tratando de atribuirse la naturaleza atlética desde hace décadas.

La vuelta al viejo escudo es una pequeña victoria de este atletismo que vive fronteras afuera de los dictados de los mercados globalistas y reivindica el hilo histórico que recorre las masas de trabajadores bajando Reina Victoria para poblar la vieja gradona del Metropolitano primigenio; o las bufandas rojiblancas tiñendo el Paseo de los Melancólicos en dirección al Manzanares.

“Los niños de la calle Leñeros (cerca de Cuatro Caminos) de mi generación, y los que quedamos de entonces que seguimos viviendo allí, todos del Atleti por el Metropolitano”, cuenta Félix, que camina hacia la setentena. Testimonios parecidos podríamos encontrarlos en el entorno de Puerta de Toledo y sus bares. El Atleti, como todos los equipos que en el mundo son, tiene también una territorialidad que aún no ha sido capaz de encontrar en el entorno del Metropolitano –llamado “el erial” por algunos de sus aficionados– y esa orfandad espacial asociada a la falta de una casa común también late en la protesta contra el logotipo.

La contumaz pelea por el escudo está emparentada con el pataleo contra el precio de las entradas, la americanización del ambiente de los estadios, la imposibilidad de ver un partido sin pagar y el cambio de paisanaje en las gradas, que va tornando paulatinamente de los grupos de colegas y familias con bocata a ordenadas filas llevadas a su asiento por el touroperador. Una forma de cabalgar la contradicción inherente al fútbol actual en la que el principal activo de los equipos-empresa (y esto incluye a los que son, solo legalmente, clubes) es gente a la que no solo no le pagan por aportar, sino que paga una buena pasta. Un fútbol en el que al aficionado solo le queda hacer valer su peso como prosumidor (productor y consumidor) en el mercado global de camisetas y licencias televisivas.

La guerra por el escudo no es reacción nostálgica, pues, es la tímida avanzadilla de la lucha casi imposible por la defensa del deporte profesional como lugar de arraigo y sensaciones compartidas. Que sabe a poco, pero sabe a gloria.

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