Eusebio Lázaro, director de teatro: “En la vida, si no multiplicas el talento que se te ha dado, eres arrojado a las sombras”
El actor, autor y director de teatro Eusebio Lázaro (Cartagena, 1942) presentó recientemente sus memorias 'Fiebre alta'. El libro, además de crónica personal, es un recorrido por la historia del teatro, el cine y la cultura españolas en las últimas décadas. A lo largo de su extensa carrera, ha trabajado con Berlanga, Saura, Mario Camus, Almodóvar, Guillermo del Toro, Richard Lester, Milos Forman o John Malkovich, entre muchos otros. En televisión lo hemos visto en 'Amar en tiempos revueltos' o 'Cuéntame'. Ha traducido a Shakespeare e interpretado y montado varias de sus obras. De todas las piezas que ha dirigido, él mismo destaca el montaje de 'Las troyanas' de Eurípides, en Mérida 1994.
¿Lo de “Fiebre alta” se refiere a los 39 de fiebre con que saliste a actuar en 'La llama viva' de Steinbeck, la primera obra que dirigiste?
En realidad va referido a que yo la vida la he tomado siempre de manera febril, apasionada. No tanto por aquel estreno donde, efectivamente, tuve que dar la función con 39 y pico de fiebre.
¿Qué te impulsó a escribir tus memorias?
Todo partió de unas notas que fui tomando. Me di cuenta de que, si el recuerdo se cuenta, se escribe, se convierte en literatura. Comprendí que la memoria es una forma no tanto nostálgica de acercarse al pasado, sino una manera de recuperar el presente, o de desvelarlo. La memoria te puede iluminar para comprender este momento. Ese fue el impulso, porque no creo que lo que me ha ocurrido interese demasiado. Sería de una vanidad absurda. Pero si de lo que te ha acontecido sacas conclusiones que puedan ser útiles a los demás, entonces sí es válido.
Rememoras la Cartagena y la Murcia de los años 40 y 50, cuando el viaje entre estas dos ciudades “era una aventura”. ¿Qué queda de ese mundo?
Ha cambiado muchísimo, pero quedan remanentes. Siempre es doloroso ver determinados estropicios urbanísticos. No se trata de lamentar el cambio, que es una cosa muy humana, pero algunas actuaciones han sido brutales, gratuitas, hechas con estulticia y necedad. Otras han mejorado la vida de la gente y, como dijo mi padre cuando me quejaba de que un sitio que me gustaba ya no existía: “No vamos a vivir como en el tiempo de los romanos”. Otras cosas sí permanecen. Cuando voy a Cartagena o Murcia siempre paseo por los lugares donde fui feliz, siguen ahí. Y luego hay una cierta idiosincrasia, una forma de hablar, la amabilidad, los diminutivos en “ico”, esta cosa cariñosa… Todo eso forma parte del mundo sensible que yo guardo y que sigue existiendo.
Están también tus primeras lecturas: Blasco Ibáñez, Prosper de Merimée… Relatas el día en que pediste un libro de Nietzsche en la biblioteca pública, en pleno franquismo… ¿Qué papel tuvieron esos primeros libros en tu vida?
Muy definitivo. En Cartagena había una cierta tradición de bibliotecas privadas, también públicas. Pero tras la Guerra Civil, cuando la Falange se encargó de la depuración cultural, esas bibliotecas desaparecieron. Sin embargo, por mucho que se quiera, no todo se puede eliminar: Ya en mi niñez, en la posguerra, iban apareciendo de la forma más insólita libros que iban a parar a mis manos: A través de amigos, de sus padres, sus abuelos… Y así me llegó, por ejemplo, el libro de Merimée sobre la matanza que los católicos hicieron en París en la noche de San Bartolomé. Eran libros absolutamente contrarios al pensamiento impuesto por la Iglesia y a la educación que se imponía en los colegios.
También están tus primeras salidas de Cartagena, en una época en que la gente no solía moverse mucho. Es muy significativo tu primer viaje a Valencia.
Esa escapada de casa fue algo definitivo. Porque cuando te vas lejos, a una ciudad más grande y populosa como era Valencia, con un pasado histórico importante, aquello, además de suponer la ruptura con la autoridad paterna, fue también para mí una apertura de horizontes increíble. Valencia, la Valencia antigua del barrio del Carmen, tenía un sabor… Más adelante llegué a vivir por el Mercado Central, esa zona artesanal, operaria, de tradición anarquista, que ha desaparecido. Tenía un encanto fabuloso. Luego todo eso se destrozó.
Cuentas una anécdota muy ilustrativa: La visita de Franco a Cartagena, que delata el absurdo y el miedo de aquellos tiempos.
Todavía veo nítidamente a los policías en los tejados. El coche descubierto y a Franco vestido de marino. Entró por la calle Mayor hasta el Ayuntamiento y salió al balcón. Yo estaba allí cuando apareció aquel hombre un poco muñecón y empezó a dar un discurso cansino, moviendo la mano arriba y abajo… De pronto el micrófono dejó de funcionar y no se le oía. Él no se percató y siguió hablando y aquello se convirtió en una secuencia de cine cómico de Chaplin: Imagínate la plaza llena de gente y a Franco haciendo el muñecón mudo. Pero nadie se atrevía a reírse o a decir nada. Hasta que alguien de su séquito se acercó, le dijo algo al oído, él se quedó medio sorprendido porque tampoco era un hombre muy rápido mentalmente y se retiró con mal talante. A Franco lo sufrí mucho, pero en persona lo vi esa única vez.
Afirmas que te costó muchísimo descubrir tus talentos.
Eso es un problema de la propia educación, del carácter de mi padre, un hombre autoritario. Siempre tuve una falta de confianza en mí mismo, lo cual no quiere decir que fuera una persona retraída, que nunca lo fui. Tampoco me corté en emprender aventuras. Si tenía el deseo de hacer una función de teatro en Cartagena, el impulso no lo refrenaba. Lo que ocurre es que no tenía suficiente fe en el resultado. Y eso me impedía valorar mi propio trabajo como debía, y eso me llevaba a emprender otra cosa nueva. Así como hay gente que pinta un cuadro y se piensa que es Velázquez, a mí me ocurría lo contrario. Quizá por eso siempre he puesto en mi trabajo toda mi energía y rigor.
¿Fue dirigiendo la adaptación de 'La llama viva' de Steinbeck, tu primer montaje en Cartagena, cuando descubriste que lo tuyo era la dirección de teatro?
Sabía que tenía capacidad de actuar porque había hecho varias cosas como actor. El caso es que me interesaba más dirigir y escribir que ser actor, pero socialmente me habían dado ese rol los compañeros. Decían que lo hacía bien. Más tarde, cuando llegué a Madrid, empecé escribiendo guiones con Pedro Beltrán ('Mambrú se fue a la guerra', 'El extraño viaje'), paisano de Cartagena.
En tus memorias de hecho hablas de la actuación como de un medio que te ha posibilitado hacer otras cosas más que como de una pasión en sí misma.
La actuación, aunque no me llenara del todo, tiene algo realmente fuerte. Descubrí la verdadera profundidad de lo que es actuar interpretando a Shakespeare: Te plantea una exigencia tan grande que me apasionó vivamente. Entre las grandes cosas que he realizado en mi vida está el haber hecho algunos de sus grandes personajes. Y también me complació traducirlo.
Evocas el café Gijón de los 60, que frecuentaste. Te refieres a él como una suerte de gueto donde los intelectuales podían desfogarse a gusto.
Efectivamente, porque la posguerra fue muy dura para la intelectualidad. Gran parte se fue al exilio. Uno de los grandes daños que hizo la dictadura fue descabezar la 'intelligentsia' del país. Es algo que los dictadores suelen tener en común. Y eso tarda en arreglarse una generación o dos. En el momento en que arribo a Madrid, la intelectualidad está recuperándose lentamente. La generación del 50 había dado estupendos poetas como mi amigo Caballero Bonald, pero la sensación era que estábamos en una especie de redil en donde nos dejaban balar un poquito a nuestro gusto. Con todo, para un chaval de veintipocos años tenían mucho atractivo esas tertulias, donde había gente como Julio Caro Baroja. Escuchabas a personas mayores y de provecho. Descubrías libros que te interesaban y que ibas a la biblioteca a buscar. Era apasionante.
¿Sigue siendo Madrid esa ciudad a la que un artista debe ir si quiere hacerse un lugar?
Eso ha cambiado. Hoy lo que antes llamaban 'las provincias' tiene unas infraestructuras culturales mucho más avanzadas. Hay teatros, y centros dramáticos nacionales en diversos sitios de España. Siempre es lógico que Madrid te dé un poco la alternativa como actor, como ocurre con París o Londres, pero incluso allí hay una gran descentralización.
Tras el Madrid gris del franquismo, Inglaterra y en especial Londres debieron de ser un gran impacto para ti cuando llegaste en los 60.
Amo Londres e Inglaterra. Y admiro ese país de tradición democrática extraordinaria. Al margen de su pasado rapaz e imperialista, por el que todos los países hemos pasado, habían alcanzado unas cotas de civismo extraordinarias en las relaciones humanas, los servicios. Cuando fui a Inglaterra en los sesenta, la sanidad allí era la mejor de Europa. Todo eso quedó destrozado con las reformas de Thatcher, mano a mano con las políticas de Reagan en EE.UU. Thatcher desmanteló el Estado de Bienestar e Inglaterra se llenó de mendigos ingleses. Desapareció la clase media, de grandes gustos estéticos, y emergió esta otra tipo 'hooligan'. Eso va a ser la ruina de este país y un poco el desmantelamiento europeo.
Hablas de la evolución del teatro desde el tardofranquismo a los años 80, cómo se buscaban nuevos caminos. ¿Qué dirías del teatro hoy?
Después del franquismo surgió el teatro independiente, donde la reivindicación política era lo principal, pero se hicieron cosas interesantes. En los 80 hubo un excelente momento teatral, por España pasó lo mejorcito del teatro europeo. Lo que pasa es que en los 90, que había dinero, se intentó imitar ese teatro de la gran idea, pero sin sentar unas bases sólidas y aquello quedó en una imitación. Ahora no suelo ir mucho al teatro porque, por lo menos en Madrid, el envoltorio prima demasiado. Se asemeja a lo que se hace en Europa, pero la profundidad en la actuación y la dicción tiene unas lagunas extraordinarias, de muy poca exigencia. Hay intérpretes nuevos que no han pasado por una depuración técnica y no les entiendes cuando hablan, lo que debería ser impensable en teatro. E igual ocurre en cine y televisión.
Sobre la dirección teatral, escribes: “Pocas cosas hay comparables a verse situado en el vacío de un escenario inanimado y encontrar el contenido oculto de ese vacío que hará surgir un universo vivo”.
Es un fenómeno tan profundo esa capacidad humana para fingir una realidad… Que la gente vaya a un lugar, el teatro, que es lo más parecido a un templo, y pague para sentarse en una butaca y que otros le cuenten una historia que saben que no es verdad… es un fenómeno maravilloso, de una complejidad mental extraordinaria. Recuerdo cuando dirigí 'Las troyanas' de Eurípides en Mérida y la gente lloraba. Ese desdoblarse, esa otredad… es increíble.
Describes el mundo del cine como una industria muy complicada, que requiere una constancia casi sobrehumana para sacar adelante un proyecto.
Sí, es complicado porque hacer una película requiere adelantar mucho dinero. A poco que tenga una producción de dos millones de euros, que es poco, necesitas unos productores que lo hagan posible. Todo director que levante un proyecto en España invierte como mínimo dos o tres años en conseguir el dinero, a no ser gente tipo Almodóvar que tienen su propia estructura de producción. Pero incluso a Amenábar, según leí, le ha costado lo suyo sacar adelante 'Mientras dure la guerra'. Y no me refiero a la preparación artística, sino a la cosa económica, porque aquí no hay una industria cinematográfica muy desarrollada como en Hollywood o Francia. La española es más raquítica, con menos ayudas. Hay que hacer muchos equilibrios, que la televisión apoye tu proyecto… Es muy complicado. Si no sirves para eso, a las primeras de cambio te hartas y abandonas.
Relatas que cuando 'Taxi', película de Carlos Saura en la que participaste, fue estrenada algunos la criticaron por hablar de un racismo que, -decían-, en España no existía. Era 1996.
Hubo alguna crítica de alguien a quien sentó mal, sí, por ese patriotismo mal entendido y barato que tenemos. Porque no seremos los peores, pero tampoco los mejores y racismo aquí hay. Y si no, ahí están los votos de Vox. España tiene menos presión migratoria que Inglaterra o Francia. Me gustaría saber cómo reaccionaríamos si tuviésemos la inmigración que tienen ellos.
En televisión has interpretado, entre muchos otros, al don Severiano de 'Cuéntame' y al don Paco en 'Amar en tiempos revueltos', dos papeles que terminaste abandonando. ¿Alergia al éxito?
'Cuéntame' no lo dejé: Me echaron como echaron a Echanove o a todos los que no les han ido haciendo falta. En ese sentido han tenido una actitud fatal. Un día les pedí si podíamos cambiar la fecha de grabación de una secuencia porque yo tenía que estar ese día en Nueva York. Me dijeron que no y ya no se me llamó para ninguna más. Y no lo digo con resquemor, sino porque han hecho exactamente igual con otros. De 'Amar en tiempos revueltos' sí me marché porque rodaba muchísimo, cuatro o cinco días a la semana. Era mucha presión, muchas secuencias. Y cuando me surgió el compromiso de dirigir una función de teatro, lo expliqué y fueron extraordinariamente amables. Me pidieron, eso sí, que me quedara hasta que mataran al personaje. No tengo ninguna queja. En cuanto a lo de dejar algo cuando empieza a tener éxito, eso me ha pasado en todos los campos, no sólo en televisión. Y no con una voluntad de huir del éxito, aunque algo de eso en el fondo sí hay.
Es casi infinita la lista de personajes memorables que desfilan por tus memorias, como el poeta Rafael Alberti, una de cuyas obras te propusiste representar cuando él aún vivía en París.
Fue un regalo estar con alguien que había ido brazo con brazo con Lorca y Cernuda. No tuve un trato muy largo con él, pero sí suficientemente cercano. Era un hombre de una gran facundia, cultura y generosidad personal: El modo en que se abría a los demás, comunicaba su esencia, su saber… Era extraordinario oírle hablar. Recuerdo que sabía mucho de flores.
De Berlanga dices que era un maestro generando el caos y sacando provecho de él.
A Berlanga lo conocí cuando yo tenía veintipocos años y él ya había rodado 'El verdugo' y otras grandes películas. Yo le admiraba muchísimo y él me quería. Trabajé más adelante con él en 'Todos a la cárcel', 'Blasco Ibáñez' y 'París-Tombuctú'. En efecto, le encantaba el caos. Lo consideraba un germen creativo. Sin embargo lo controlaba todo. No dejaba pasar una.
Era una estrategia creativa.
Totalmente. Y otra estrategia muy sabia que también utilizaba era que, todos los días a las ocho de la mañana al principio del rodaje, nos reunía a los actores y nos decía: “¿Tú qué dirías aquí?”. Nos ponía en la tesitura de cambiar el guión, los diálogos. Si decías algo que no le gustaba se podía burlar de ti, pero al final lograba que todos los actores nos transformáramos en berlanguianos y por eso en sus películas se forma ese tono coral.
Aceptaba ideas de los actores.
Cuando rodaba estaba atentísimo a lo que pudiera sugerir cualquiera. Igual que Carlos Saura y que todos los grandes directores. A quienes no les gusta que les digan nada es a los mediocres, que son inseguros. A la gente con talento le gusta escuchar las ideas de los demás.
Describes la dificultad de rodar los interminables planos-secuencia de 'Todos a la cárcel'.
Es que son muy difíciles de hacer, una maldición para los actores. Duraban tres o cuatro minutos y salían hasta ochenta figurantes. Había que ensayar muchísimo porque siempre alguien entraba tarde o una mesa se movía cuando no tocaba. Debía hacerse todo de manera matemática y se requerían un montón de ensayos y de tomas y al final terminabas maldiciendo la escena.
Carlos Saura es otro director con el que has trabajado mucho.
Carlos ha hecho unas cuantas de las mejores películas del cine español y del cine en general. Trabajé con él me parece que en tres y en una más no porque no me dejó Berlanga, con quien estaba rodando y no consintió. Carlos es un hombre muy diferente de Berlanga. Crea un clima muy agradable en el rodaje, muy simpático. Sabe muy bien lo que quiere y lo notas en la finura con que elige cada plano y en las indicaciones que da a los actores, a los que también escucha.
De Fernando Fernán Gómez recuerdas cómo la potencia de su interpretación en 'El enemigo del pueblo', en una escena en que participaste como extra, te dejó clavado sobre el escenario.
Sí, me quedé de una pieza, porque el grado de realidad que transmitía era tan enorme… Además de su talento personal como artista, poseía una cosa que sólo él tenía: su persona. Fernando Fernán Gómez era en sí mismo una obra de arte: Lo paradójico de su conversación, le gustaba la controversia, ir más allá de la norma y del pensamiento conocidos. Era estupendo en eso.
En 'Fiebre alta' también dejas tus conclusiones sobre la vida, como cuando dices: “Vivir es ser fuera de sí, realizarse. Pero esa es precisamente la lucha, cómo sacar lo de dentro, reconocerlo y darle adecuada forma. Para ello será necesario conectar con lo más íntimo de uno mismo”.
No se trata tanto de conocerse a sí mismo como de sacar de tu interior cosas útiles a los demás. En ese sentido, creo que en la medida de mis humildes posibilidades he transmitido todo aquello que he podido. Conocerse a uno mismo es una tarea casi imposible. Es una maldición que nos han echado los dioses. Te pasas la vida tratando de hacerlo y cuando lo medio logras te mueres.
Es curiosa la interpretación que das a la parábola de los talentos, que a menudo se suele entender en un sentido económico.
Siempre me ha fascinado. Si la interpretamos desde una perspectiva práctica y material, es algo terrorífico. Pero si entendemos talento no como moneda sino como algo simbólico -un don, una capacidad- cambia por completo: Entonces significa que, si no multiplicas el talento personal que se te ha dado, eres arrojado a las sombra.
0