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La memoria en las manos: Lorquí visto por los ojos de un niño

"Si quieres un hijo pillo, mételo a monaguillo"

Pedro Serrano Solana

Lorquí —

Dicen que la infancia es nuestra patria. Y esa patria, hetéra y fugaz, transcurre en un espacio físico que la completa, que la condiciona y la modela. Las personas que nos rodean también forman parte del decorado y nos marcan tanto como la acequia, la plaza o la higuera. Todo es uno y todo se amasa en la rueda de la memoria. “Recordar es vivir de nuevo, y me atrevería a decir que de forma más consciente. Los recuerdos son para cada persona los hitos, los mojones que la vida le ha ido clavando a lo largo de su existencia para dejar constancia, primero ante ella misma, de que esa persona ha vivido. No se eligen los recuerdos ni se selecciona aquello de lo que quieres acordarte. Son los recuerdos los que eligen y optan por su propia realidad, quedándose anclados en el fondo de la memoria para siempre”.

Así habla el autor de 'La memoria en las manos. Lorquí visto por los ojos de un niño', en las primeras páginas del libro. Ignacio García García, hijo de Paco Salar, es pintor, Catedrático de Dibujo y Doctor de Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia, y ha querido, o ha sentido la necesidad, de plasmar los breves años en los que se forjaron sus recuerdos de infancia en su Lorquí natal. “Una infancia muy intensa”, reconoce, “sin tecnología, y pegada a la calle, a la huerta, a los montes y a la plaza”. Nacido en 1951, Ignacio nos cuenta que sus primeros recuerdos son de 1955 y que en 1962 se marchó a los Maristas, en Guardamar. Hasta ahí abarcan las 234 páginas del libro.

“En poco tiempo se acumularon muchas experiencias, ya fuera en la escuela o corriendo por la calle”, dice, “en un pueblo pequeño de cinco mil habitantes”. Fue su infancia, sus recuerdos, sus amigos y familiares y su pueblo, pero cualquier lector de su edad y de otro lugar podrá verse representado. “Aprendíamos de todo, era una educación rica y variada”, y ello en unos años muy duros. Sin embargo, para un niño que nace donde y cuando nace, en unas circunstancias que no elige y que tampoco podía comparar, la dureza era un término relativo: “La nuestra fue la postguerra tardía, en los cuarenta fue más duro y yo entonces no notaba que la vida era dura, porque afortunadamente teníamos lo suficiente para comer”.

No faltaba comida, pero tampoco se nadaba en la abundancia: “No teníamos bicicleta pero sí una radio antigua. Y estábamos siempre jugando. Tres capítulos los dedico a los juegos de la plaza, que iban por épocas: la de las trompas, la de los rompes, la de las chapas...”, siempre bajo la atenta mirada de los ancianos que se sentaban en el poyete de la iglesia. No se nadaba en la abundancia material pero sí en el río Segura, que también se prestaba al ocio y al baño.

Entre los juegos y repasar la lección, había encargos de los mayores; los niños echaban una mano: “A partir de los 9 años se acababan los Reyes Magos, dejabas de ser un niño y tenías que ayudar”, cuenta Ignacio. Por ejemplo, recuerda las labores que hacía junto a su amigo Antonio el de la Aurora -el apodo familiar que no falte-: espantar a los pájaros o preparar chámbiles en la máquina de helados; “también teníamos animales en el corral y había que llevar los sacos de hierba para los conejos...”.

En los seis años que relata el libro del hijo de Paco Salar, no falta de nada: la etapa de monaguillo -“si quieres un hijo pillo, mételo a monagillo”-, la Primera Comunión, los oficios ambulantes en la calle, los carteles del cine, las lavanderas, las labores agrícolas y ganaderas, las fiestas y la música popular -entonces, sencillamente música-, o la típica foto escolar con el mapa, el libro y el teléfono. También 'los viajes' a la ciudad: “Por entonces, la diferencia entre el pueblo y la ciudad era grandísima”, reconoce Ignacio. “Tardábamos una hora para hacer 15 kilómetros, y allí la vida era diferente: el modo de vestir, por ejemplo... Cuando íbamos a Murcia al médico o a lo que fuera, lo notábamos, y hoy eso no pasa”.

La infancia acabó en 1962, cuando llegó un “reclutador” de los Maristas e Ignacio, junto a otros amigos, hizo las maletas y se marchó a Guardamar: “No lo recuerdo como una quiebra ni como algo traumático, sino como una mejora social, una oportunidad de estudiar; me sentí un privilegiado”, reconoce Ignacio García, retrocediendo a unos años en los que los niños de Lorquí -o de cualquier pueblecico murciano- que podían completar sus estudios se contaban con los dedos de una mano.

Todo eso y más, será rememorado en la noche del jueves, a las 21:00 horas, en el Centro Cultural de Lorquí. Allí, el hijo de Paco Salar hablará del Lorquí de hace sesenta años visto por los ojos de un niño.

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