El partido de la UEFA Champions League PSG- Estambul Basaksehir, jugado el 8 de diciembre de 2020, fue suspendido a los catorce minutos del primer tiempo. Pierre Webó, miembro del cuerpo técnico del equipo turco fue expulsado por encararse con el cuarto árbitro, Sebastian Coltescu, tras haberse referido este a aquel como “el negro” en conversación con el resto del equipo arbitral. Webó entendió que la expresión de Coltescu era racista, como hicieron también los dos equipos, que abandonaron el terreno de juego. La UEFA también lo entendió así, y retiró a Coltescu de las competiciones europeas. Posteriormente, han aparecido distintos comentarios en los medios de comunicación discutiendo sobre si la acción había sido o no racista. Quisiera aportar mi propia visión al respecto.
El término utilizado, reflejado en la prensa española como “negro”, equivalente al “black” inglés, no es en sí un término racista u ofensivo en la actualidad. Sí fue considerado como ofensivo hasta el siglo XX, y sustituido por expresiones como “de color”, pero posteriormente la comunidad afroamericana, que ejerce una función de liderazgo en estas cuestiones, se ha reapropiado el término “black” y ha legitimado su uso. En inglés continúan siendo intrínsecamente ofensivos términos como “negro” o “nigger” para los que no tenemos un equivalente en castellano (“negrata” sería lo más parecido), pero esa es otra cuestión.
El problema no radica en el término utilizado, sino en el modo de utilizarlo, y en si ese uso resulta racista o no. Antes de abordar esta cuestión, quisiera revisar el concepto de racismo, así como la noción asociada de xenofobia.
En sentido estricto, podemos entender el racismo, siguiendo a Lévi-Strauss, como una ideología basada en cuatro principios fundamentales:
1) Existe una correlación entre el patrimonio genético, la capacidad intelectual y la disposición moral.
2) Ciertos grupos humanos (razas) comparten un patrimonio genético común.
3) Estas razas se pueden jerarquizar según la calidad de su patrimonio genético.
4) Las razas superiores pueden dominar, explotar o destruir a las inferiores.
En el siglo XIX, esta ideología se presentaba como sustentada por la ciencia, y fue utilizada para justificar tanto la esclavitud como la explotación colonial. Posteriormente, la investigación antropológica ha refutado estas tesis, llegando incluso a descartar la validez del concepto de raza. A pesar de que la apariencia física nos permita agrupar a las personas en razas, el análisis genético desmiente que existan diferencias que delimiten estos grupos.
Entiendo que este “racismo científico” prácticamente ha desaparecido en nuestros días, aunque aún persiste un racismo en sentido amplio, más impreciso, pero que podríamos definir como la creencia de que “la raza define a la persona” y que se vincula de forma estrecha a la xenofobia.
La sobresimplificación de la complejidad de una persona y la imposición, por la sociedad o por el propio individuo en cuestión, de una identidad única y reduccionista resulta cosificadora. Esta maniobra destructiva puede basarse en la raza, pero también en la religión, el género, la identidad sexual, la nacionalidad, la afinidad política o cualquier otro rasgo que fagocite la multidimensionalidad del ser humano.
La compartimentalización identitaria de las personas en grupos fomenta la xenofobia. Una persona compleja puede encontrar tanto elementos de afinidad como de diferencia con otra, sentirse cercana al prójimo y a la vez afrontar el cuestionamiento que supone la diferencia, creciendo con ello. Por el contrario, una persona colapsada en una identidad única sólo puede sentirse afín a aquellos que compartan esa identidad, convirtiendo al resto del mundo en “otros”, en extraños y, con gran facilidad, en enemigos.
Es importante reconocer que la xenofobia es una actitud natural, un logro en el desarrollo de los bebés posterior a la indiscriminación del entorno. Un desarrollo sano permite transcenderla y no quedarse en una actitud “paranoide” que considera a cualquier extraño como enemigo, pero incluso cuando se logra crecer más allá de este posicionamiento, persisten restos de esta actitud que facilitan la identificación de amenazas y son útiles para la supervivencia.
La demonización de la xenofobia, basada en las atrocidades que esta ha llegado a provocar, niega su función evolutiva, asume que percibimos a todos los seres humanos como igualmente cercanos de una manera indiscriminada y ataca cualquier expresión de diferencias. No permite hablar, pensar ni crecer. Genera la exclusión del discurso de unas percepciones sociales que se pudren en lo marginal, sin poder ser abordadas ni confrontadas, y estallan en brotes de violencia sectaria o en fenómenos como el Brexit.
Volviendo a la expresión de Coltescu, no me queda claro si con “el negro” estaba definiendo a Webó, negando que existiera algo de importancia en esa persona más allá de su color de piel, lo que es racista, o si sólo lo estaba describiendo, fijándose en un rasgo llamativo para identificarlo ante unos compañeros que no necesariamente conocían los nombres de todos los integrantes de los dos equipos de fútbol, incluidos sus cuerpos técnicos. Este caso, que no me parecería racista, sería como cuando nos referimos a alguien como “el de la barba”, “el de la camiseta azul” o “el más alto”. Es lo que yo he hecho en el primer párrafo de este artículo cuando me he referido al Estambul Basaksehir como “el equipo turco”, señalando su nacionalidad en detrimento de sus muchas otras características, pero sin negar su existencia e importancia.
En esta situación ambigua, Coltescu ha sido condenado, retirado de las competiciones europeas, truncado en su profesión, sin juicio ni posibilidad de defensa. Esto sirve de aviso a navegantes, la mención de ciertos temas (la raza no es el único) no queda incluida en la libertad de expresión, hay tabúes que no se pueden nombrar, sobre los que no se puede pensar, y que antes o después servirán de combustible para algún grupo radical. Además, la extensión indiscriminada de la represión a todo lo que se parezca remotamente al racismo puede llevar a la banalización del término, al desgaste de su rechazo, y a la reemergencia del racismo propiamente dicho, sin oposición por haberse abusado del “que viene el lobo”.
Considero un hecho que Webó se sintió ofendido por el comentario de Coltescu, pero no necesariamente el que la sensibilidad subjetiva de una persona implicada sea el fiel que discrimine la adecuación o no de una expresión.
Otra cuestión que quisiera señalar, a partir del hecho de que Webó se encarase con el árbitro, es la facilidad con la que se confronta a la autoridad a partir de la Revolución Francesa y la independencia de los Estados Unidos. No defiendo la consideración de una autoridad inviolable e infalible. Creo en el diálogo y el análisis, en la corrección de errores allí donde se cometan y en la depuración de responsabilidades. Sin embargo, me preocupa la rapidez con que se ataca a la autoridad y al orden establecido ante cualquier percepción de injusticia (real o imaginaria), sea descalificando como “racista”, “facha” o “rojo” o quemando contenedores de basura. El caso es que con estas actitudes no se abre el diálogo, sino que se bloquea y se cataliza la violencia, aunque sea en nombre de la justicia. Existen procedimientos para corregir las injusticias, y si no son adecuados habrá que mejorarlos, pero no podemos vivir permanentemente en la revolución.
En conclusión, la injusticia en general, el racismo en particular, la autoridad y los regímenes sancionadores son cuestiones complejas sobre los que reflexionar como sociedad. Si bloqueamos el diálogo público acerca de estos temas, impedimos que se afinen los conceptos, se logren consensos y definan áreas de discrepancia, con lo que trasladamos a la acción lo que debiera pasar primero por el pensamiento, con los peligros que ello conlleva.
0