Las redes sociales también han servido para sacar a la luz casos como el del madrileño Carlos Alegre, un chaval de 24 años que trabaja en Uber de repartidor de comida a domicilio, motorizado por las calles de Málaga. Estudia mecánica de motos y confiesa que, entre pedido y pedido, repasa los apuntes. Hace días, un policía local lo observó estudiando bajo la tenue luz de una farola mientras esperaba una llamada para ir a cumplir con su cometido. Lo fotografió y lo subió a las redes. La foto de Carlos se ha hecho viral, como ejemplo de esa gente “silenciosa, que trabaja, estudia y no hace ruido”, como él mismo ha dicho, quitándole importancia a su gesta.
Los disturbios ocasionados en Barcelona, Madrid y otras ciudades españolas, como consecuencia de la detención de un rapero, reproducidos con extrema violencia, con la quema de contenedores y saqueo de comercios, han ofrecido esa otra imagen de la juventud contemporánea. Por supuesto que no se puede generalizar, pero las expectativas que se ofrecen a los ojos de los que hoy rozan la veintena en su edad es bastante descorazonadora. Con escasas perspectivas laborales, sin horizonte al que mirar, los jóvenes de esta generación llevan camino de vivir, caso insólito en muchos años, peor que sus padres, lo que ya de por sí constituye un drama y un fracaso sin paliativos.
Mucho se habló en el pasado reciente de que era la generación mejor preparada, la más cualificada, la más sobresaliente. Son hijos de nuestro tiempo, nacidos y adaptados a las nuevas tecnologías, bastante menos sociables de lo que nosotros lo fuimos cuando, a su edad, la calle casi constituía nuestra razón de ser. Pero también son aquellos que se han dado de bruces con la desesperanza originada por las crisis sucesivas, rematadas por esta pandemia que certifica su hartazgo y desasosiego. Algunos han tenido que emigrar al extranjero, como hicieron sus abuelos en los sesenta y setenta del siglo pasado, ante la falta de oportunidades que se les presenta en su propio país.
El 15-M constituyó para muchos de ellos un soplo de aire fresco, una primavera inesperada, un aldabonazo para quienes aún resultaban insultantemente jóvenes, algo que desembocó en alternativas políticas decepcionantes de los que, de anunciar con camisa de Alcampo el asalto de los cielos pasaron a establecerse como aristócratas de alta alcurnia en auténticos casoplones. Nadie da hoy la cara por chavales como Carlos Alegre, desencantados y decepcionados como están, mientras él repasa sus apuntes a la luz ambarina de una farola en un barrio malagueño y sueña con un puesto de trabajo decente en lo suyo.
En Mayo del 68 los jóvenes de entonces arrancaban los adoquines en las calles de París para arrojárselos a la policía porque decían que debajo de ellos estaba la playa. Por razones obvias, los marmóreos adoquines siempre me han parecido más líricos que los contenedores plastificados de la basura. Como la poesía de entonces, bastante más enjundiosa que la del rapero Hasél, muchas veces escrita con sangre en los muros y paredes por revolucionarios melenudos y barbudos. Uno de los mensajes impresos por aquellos grafiteros del Mayo francés costaría hoy un riñón convalidarlo: “Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar”. Con sueldos de miseria y sin expectativas de futuro, lo primero será subsistir.
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