Los derechos humanos son inherentes a toda persona y existen con independencia de cualquier declaración formal. Se expresan en la manera en que cada uno de nosotros se relaciona con los demás: en si ese vínculo nace del respeto, la empatía y la responsabilidad, o si, por el contrario, se funda en una mirada unidireccional que reduce al otro a objeto. Cuando predomina esta última perspectiva, se fractura la subjetividad y se debilita la capacidad de construir relatos compartidos con humanidad. Surge entonces esa figura contemporánea que Lola López Mondéjar denomina el sujeto “invulnerable e invertebrado”: alguien que se pretende ajeno a la fragilidad común y, por ello, eximido de toda obligación ética.
Esa fragilidad, sin embargo, no es exclusivamente humana. Es compartida con el mundo vivo del que formamos parte. El reconocimiento jurídico contemporáneo de la Naturaleza como sujeto de derechos reintroduce una verdad antigua: nuestra vulnerabilidad es inseparable de la vulnerabilidad de los ecosistemas que sostienen la vida. Cuando el lazo ético se limita al vínculo interpersonal, olvidamos que la degradación ambiental constituye una forma radical de deshumanización futura: una negación anticipada de derechos aún no ejercidos, pero ya amenazados.
En un tiempo en que la deshumanización regresa al discurso público con la naturalidad de un vicio persistente, la pregunta de ejercitar los derechos humanos reaparece con fuerza. Más que expresar cansancio, invita a volver a la raíz: la conciencia de un límite que no debemos franquear si no queremos deslizarnos hacia la barbarie. Hoy ese límite ya no es solo moral o político; es también ecológico. La destrucción de los ciclos esenciales del planeta anuncia un salvajismo ambiental que se suma al humano y que condiciona incluso la posibilidad de lo humano.
La vida solo puede considerarse inviolable si también lo son los procesos ecológicos que la sustentan. Un ambiente sano y un clima estable no son meros escenarios, sino condiciones previas para el ejercicio de todos los demás derechos y, en sí mismos, derechos colectivos que pertenecen tanto a las generaciones futuras como a la Naturaleza. La vulnerabilidad compartida lo confirma: una guerra, una crisis económica o un discurso de odio bastan para recordarnos nuestros límites; del mismo modo, un río desbordado, una sequía prolongada o una ola de calor muestran que la condición vulnerable de lo humano es indisociable de la fragilidad de los sistemas vivos. Por eso los derechos humanos —en diálogo ya inevitable con los derechos de la Naturaleza— actúan como un refugio simbólico y político: resguardan la dignidad donde podría ser negada y protegen el sustrato vital que la hace posible. Señalan un umbral que cada sociedad reelabora, pero que ninguna puede borrar sin desmentirse a sí misma.
Las amenazas actuales adoptan formas visibles y también silenciosas: poblaciones convertidas en cifras, personas migrantes reducidas a expedientes, minorías transformadas en amenazas, trabajadores tratados como recursos, discursos antifeministas que reinstalan jerarquías de dominación que se visibilizan incluso en programas de tv grabados en remotas islas. Son mecanismos que a menudo no excluyen explícitamente, sino que invisibilizan. Y entre esas invisibilizaciones hay una más profunda: la que borra el daño ecológico acumulado, convirtiendo a la Naturaleza en un recurso infinitamente disponible, ajeno a toda tutela moral, aunque su deterioro implique el menoscabo de la propia humanidad.
Frente a esta maquinaria, los derechos humanos funcionan como una semántica de resistencia: nombran lo que el poder quisiera mantener en la sombra y devuelven rostro a quienes han sido reducidos a estadística. Pero esa resistencia exige hoy un campo visual ampliado. Los derechos de la Naturaleza no desplazan a la persona: la sitúan en el entramado vivo del que depende. No existen sin deberes; tampoco los derechos ecológicos. Ambos reposan sobre la misma obligación primordial de cuidado y sobre una deuda originaria: con la comunidad, con la tradición que nos hace posibles y con la trama natural que nos precede y nos sobrevivirá.
Así se preserva también la universalidad de los derechos humanos frente a relativismos oportunistas. Aunque su formulación actual emerja de un contexto histórico determinado, todas las culturas han reconocido alguna forma de dignidad humana, y muchas han atribuido a la Naturaleza un valor intrínseco que excede el uso instrumental. La diversidad cultural merece respeto; la violación sistemática de la dignidad —sea humana o ecológica— jamás.
Los derechos humanos no constituyen una ética mínima. La Declaración Universal de 1948 no es un manual de supervivencia, sino un horizonte de máximos: libertad, justicia, igualdad, bienestar y condiciones materiales para una vida buena. Hoy esa aspiración se expande hacia la protección de la integridad ecológica, sin la cual tales bienes se vuelven promesas vacías. Exige virtudes: coraje para denunciar la injusticia, prudencia para equilibrar derechos en conflicto, empatía para ver en el otro algo más que una sombra, y la humildad de reconocernos interdependientes de procesos naturales que no controlamos.
Quizá la imagen más elocuente sea la de dos hilos entrelazados: el rojo de los derechos humanos y el verde de los derechos de la Naturaleza. Ambos atraviesan la historia, finos pero resistentes, capaces de mantener unido el tejido social y ecológico. Su fuerza reside en su fragilidad: deben custodiarse, repararse y renovarse cada día. Cuando cualquiera de los dos se quiebra, no desaparece solo un derecho; se extingue parte de nuestra humanidad y de nuestro mundo.
¿Para qué sirven, entonces, los derechos humanos? Para impedir que el mundo vuelva a ser un territorio donde la vida carezca de valor. ¿Y los derechos de la Naturaleza? Para evitar que ese territorio —el soporte de toda vida— sea degradado hasta volverse inhabitable. Juntos recuerdan que ninguna persona puede ser tratada como medio o como resto, y que ningún ecosistema puede reducirse a objeto prescindible. Juntos mantienen en pie una muralla ética frente a las pulsiones destructivas que nos acompañan desde siempre.
En suma, ambos valen para defender una humanidad compartida que solo perdura cuando reconocemos, cuidamos y hacemos posible la vida —humana y no humana— en la relación con los demás y con el mundo que nos alberga. ¿Dónde comienza esa defensa? En la forma más íntima de vincularnos: en ese gesto inicial donde respeto y responsabilidad se convierten en acción. Lo personal es también político, y en esa microfísica de la relación se decide, una y otra vez, la suerte de lo humano y la continuidad de la vida que lo sostiene.